Obama: La gran esperanza negra

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A
los grandes políticos –como a los grandes actores– se les
reconoce de inmediato. Ambas profesiones comparten y necesitan del
carisma, esa virtud que, cuando se tiene, se acerca a la hipnosis.
Ronald Reagan, naturalmente, lo sabía bien. Tiempo después,
Bill Clinton aprovechó su notable personalidad para salir
ileso de innumerables escollos políticos. Para el partido
demócrata, encontrar al sucesor de Clinton ha sido una
pesadilla. En la última década, el partido ha padecido
de una suerte de obsesión con la pesada solemnidad. Al Gore y
John Kerry no podrían haber sido más aburridos y
pedantes. Vestidos con trajes hechos a la medida y recluidos en sus
enormes mansiones, parecían más una caricatura de la
anticuada aristocracia estadounidense que representantes del “partido
del pueblo”. Hasta hace unos meses, varios estrategas demócratas
parecían desesperados ante la posibilidad de una nueva derrota
en las elecciones presidenciales de 2008. A Hillary Clinton, decían,
le sobra soberbia y le falta simpatía. Por eso, y a pesar de
su victoria en las elecciones legislativas del 7 de noviembre pasado,
los demócratas no pueden cantar victoria: de poco sirve tener
el Capitolio si el ejecutivo permanece en manos de los republicanos.

Ahora
las cosas han cambiado. El partido demócrata ha encontrado un
autentico político de cepa para hacerle frente no sólo
a Hillary Clinton sino, eventualmente, al aspirante republicano a la
presidencia. Para muchos, la llegada de Barack Obama, el joven
senador de Illinois, al escenario político estadounidense es
un descubrimiento. No para mí. La primera vez que vi a Obama
fue en Boston, durante la convención demócrata de 2004.
Alto y de sonrisa franca, Obama había recibido la
responsabilidad de dar el discurso central de la reunión del
partido antes de la nominación de John Kerry. Recuerdo que la
decisión de otorgarle semejante compromiso a un virtual
desconocido había sorprendido a varios corresponsales que
cubrían la convención. Algo había de cierto.
Después de todo, para entonces Obama era sólo un
legislador local de Illinois que aspiraba –con buenas
posibilidades de triunfo, es verdad– al Senado federal. Pero nada
más. Obama tardó un par de minutos en borrar las dudas
de los presentes en el Fleet Center de Boston. Con voz firme y mirada
intensa, Obama habló de su pasado. Narró la historia de
amor de sus padres (él keniano, “negro como la noche”;
ella, de Kansas, “blanca como la leche”). Obama, que heredó
el tono de piel de su padre, concluyó su discurso con una
arenga esperanzadora en tiempos particularmente complicados. Recuerdo
claramente el silencio absoluto entre la multitud. En cuestión
de media hora, Barack Obama se había convertido en el nuevo
rostro del partido demócrata: tolerante, optimista. Poco
tiempo después, Obama ganaría por amplio margen su
sitio en el Senado estadounidense.

Ahora,
Barack Obama enfrenta una disyuntiva complicada. Sin siquiera haber
concluido su primer periodo como senador, Obama tiene frente a sí
la posibilidad de postularse a la presidencia de su país.
Pronto tendrá que tomar una decisión: tratar de
desbancar a Hillary Clinton y su enorme maquinaria política o
esperar cuatro años más. Diversas publicaciones, entre
ellas The Economist,
le han aconsejado apostar el todo por el todo y buscar la
candidatura. Obama probablemente estará de acuerdo; sus
virtudes son tantas que sería una torpeza dejar pasar la
oportunidad. En la era del culto a la personalidad, la historia
personal, la apostura y la inteligencia de Obama lo convierten en un
candidato casi perfecto (por si fuera poco, está casado con
una mujer muy hermosa, con la que tiene dos hijos como salidos de una
campaña de publicidad).

Si
algo se le puede criticar a Obama es su falta de experiencia. Pero
incluso eso se antoja como un argumento débil. Después
de todo John F. Kennedy había pasado poco más de seis
años en el Senado cuando decidió buscar la presidencia
en 1960. La comparación con Kennedy no es trivial. Basta leer
The Audacity of Hope,
el libro que publicó hace algunos meses, para entender que,
para Obama, Kennedy representa un ejemplo a seguir. Si Kennedy rompió
la frontera religiosa al convertirse en el primer presidente católico
de Estados Unidos, Obama pretende hacer lo mismo con la barrera
racial. Si Obama decide postularse, Estados Unidos enfrentará
una prueba titánica: ¿estará listo el país
para elegir a un a un hombre de color como su primer mandatario?
Encontrarle una respuesta a esa pregunta se antoja como una misión
noble y necesaria. ~

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(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.


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