El día del lobo, la novela más reciente de Antonio Soler, ha merecido todavía más aplausos que el inolvidable Sacramento: ahora conocemos la guerra civil en Málaga mucho mejor. Y eso sin contar con lo feliz del título, tan hobbesiano: el lupus, ese depredador que se encarna en primer lugar en la propia especie humana.
Pongamos las cosas en su sazón. Nuestro conflicto sigue generando, casi 90 años después, mucha literatura, de ficción y de no ficciós. Y ya sea con una tendencia u otra, porque hay autores que secundan las consignas de las leyes de memoria de 2007 y 2022 y otros que, bien al contrario, optan por ir por su cuenta: la polarización, o simplemente las ideologías, es lo que tiene. Persona tan ponderada como Rafael Núñez Florencio, en un artículo publicado el 5 de noviembre de 2024 en The Objective, “La inagotable atracción editorial por la Guerra Civil”, ha señalado “la disparidad que se produce entre una producción académica o universitaria claramente sesgada hacia la izquierda y una producción divulgativa en la que despunta (¿predomina?) una tendencia conservadora o derechista”. Aunque el propio Núñez Florencio es el primero que confiesa que se trata de “una esquematización que admite múltiples excepciones”. Y matices, bien pudiera decirse, porque todo lo que tiene que ver con la divisoria entre la izquierda y la derecha acaba mostrándose mucho menos rígida (¿dónde colocamos hoy el antisemitismo?, ¿y el privilegio catalán?, son solo dos ejemplos de banderas tradicionales de la derecha que han migrado a la izquierda, donde diríase que han encontrado su asiento) de lo que se pretende.
Recordado lo anterior, sucede que la obediencia del correspondiente autor se nota a la legua, aunque solo sea por la semántica (¿Ejército nacional o por el contrario los sublevados? ¿A quién se aplica –la pregunta no es ociosa porque el oficialismo franquista introdujo la confusión– el calificativo de rebelde?) Y, en cuanto al fondo, más que por lo que positivamente relata (siempre o casi siempre, auténticas barrabasadas), por las fechorías que oculta o como poco minimiza (las del bando, obviamente, donde uno se sitúa). Todo suele ser así de elemental. Y eso por no hablar del número de muertos de cada episodio, porque nada hay tan dado a opiniones como la ciencia de Pitágoras. Dos más dos pueden ser cuatro o no, dependiendo de quién sea el que haga las cuentas.
Dado que el golpe de 18 de julio triunfó en unos lugares (Sevilla o Granada, por ejemplo) y fracasó en otros –Madrid–, la consecuencia es que guerra no hubo una, sino muchas: casi una distinta por cada ciudad. Y aún existió un tercer grupo, donde ese arco temporal de casi tres años se divide en dos partes, porque el éxito del alzamiento –vamos a emplear esa palabra, aun descontando todo lo que haya que descontar– llegó en algún momento intermedio: San Sebastián en septiembre de 1936, Barcelona en enero de 1939 y, en lo que ahora nos concierne, Málaga el 8 de febrero de 1937. Ha de notarse, dicho sea de paso, que el primer semestre de ese año 1937 fue, en efecto, muy rico en acontecimientos bélicos, aunque no tuvieran repercusiones inmediatas en forma de conquista (o recuperaciones): piénsese en el Jarama (también febrero), Guernica (abril) o Brunete (junio). Mención aparte merece, por supuesto, el cambio de Gobierno en mayo (con la salida de Largo Caballero y la llegada de Negrín) y, lo más chistoso de todo, el pacto de Santoña el 25 de agosto entre el PNV y los italianos.
De lo sucedido en Málaga antes y después de esa fecha –dos represiones brutales, primero de tirios y luego de troyanos: ambos se despacharon a gusto, aunque cada quien tuviese su momento– contamos desde antiguo con unos testimonios muy valiosos y, por así decir, crudos, es decir, sin ocultar la realidad. Por ejemplo, los de los extranjeros que se encontraban allí, como la escritora americana Gamel Woolsey (1895-1968), el zoólogo escocés Peter Chamelrs Mitchell (1864-1964) o el mismísimo Arthur Koestler (1905-1983). Y eso sin contar con el médico canadiense Norman Bethune (1890-1939). También, por supuesto, está Mercedes Formica (1913-2002), de militancia en Falange pero sobre todo feminista: diríase la Pardo Bazán o la Colombine de aquel entorno. Pues bien, lo que Antonio Soler aporta a todo ello es un relato autobiográfico o, dicho con más precisión, de autobiografía familiar –al modo, sí, de Los Baroja, del gran Julio Caro–, porque él, nacido en 1956, no vivió los hechos, pero sí ha sido depositario, a través de su madre y de sus abuelos maternos –los Marcos–, de una tradición oral con objeto en la huida que tuvieron que emprender, junto con otras muchas personas, ese día 8 de febrero, con dirección al este y por la carretera de Almería: lo que se conoce como la desbandá, expresión que sin embargo el autor no emplea. Un escenario literalmente espeluznante, porque la muchedumbre fue objeto de bombardeos desde el mar y también desde el aire. Y escrito además con un tono de gran tensión, de manera que el lector queda sobrecogido desde la primera página hasta la última.
En el bien entendido de que el relato no se termina en esa fecha, porque se extiende por lo que vino más tarde, con mención estelar para el fiscal Carlos Arias Navarro, Carnicerito de Málaga, llamado luego por cierto a grandes destinos. E incluyendo todo el año 1938, que sí fue clave en el panorama nacional –Vinaroz en abril y batalla del Ebro, como respuesta, aunque frustrada, en julio– y también el internacional, sobre todo por el expansionismo de Hitler: Anschluss de Austria en marzo y de la región de los sudetes en septiembre y octubre, compromiso de Munich incluido. Soler explica lo sucedido en Madrid en marzo de 1939, cuando, dentro de las filas republicanas, Segismundo Casado se impuso a Negrín y puso punto y final a la heroica resistencia a la entrada de Franco.
Cristóbal Villalobos, en Zenda, el 25 de octubre, pone de relieve–-teniendo en la cabeza en qué lugar había venido Picasso al mundo en 1881– que, gracias a lo que ahora hemos sabido, puede afirmarse que “hay mucho de Málaga en el Guernica. La matanza fue olvidada, pese a que en su día fue cantada por Alberti, Malraux, Brecht, Altolaguirre o Neruda”. Félix de Azúa, en The Objective, el 16 de noviembre, también se deshace en elogios: del trabajo de Antonio Soler (“uno de los más brillantes prosistas del país”), declara que, “aunque se presenta como una novela, es en verdad una memoria de los padecimientos de la familia del autor […] durante la ocupación de Málaga por Queipo de Llano. Conocidas son las barbaridades del general en aquella población, tan brutales que llegaron a disgustar incluso al general Franco quien, desde aquel momento, trabajaría para hundir a Queipo”. De esta novela de Soler entiende que “es distinta a las anteriores, ha puesto más corazón, no en vano es malagueño y allí vive. Es un relato estremecedor y emocionante, con estupendas zonas de ficción, pero absolutamente esclavo de la verdad. El terror es abrumador”.
¿Es el autor del libro persona sectaria –al cabo, hijo y nieto de perseguidos, aunque sobrevivieran– o al menos carente de ecuanimidad? Desde luego que no: a los que entraron en Málaga el 8 de febrero de 1937 no les ahorra ningún calificativo de condena, pero eso no significa que soslaye lo inhumano que allí había sucedido en los meses anteriores, cuando eran los otros los que se habían alzado con el santo y la limosna: “En la guerra civil, el lobo estaba en los dos bandos” (ABC, 16 de noviembre). Y Soler, en efecto, no deja títere con cabeza.
El día del lobo
Antonio Soler
Madrid, Espasa, 2025, 376 pp.
es catedrático de Derecho Administrativo.