Fango sobre la democracia

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El candidato de la izquierda populista ha volcado un inmenso alud de lodo sobre las elecciones presidenciales más transparentes y auténticas que ha habido en México. No ha aceptado su derrota, ha denunciado un inmenso fraude, sin probarlo, y ha rechazado las decisiones del Tribunal Electoral. De esta manera ha culminado el proceso de su metamorfosis, y de ser una opción política se ha convertido en una molestia social. Ha envenenado el ambiente electoral y ha colocado súbitamente a la izquierda en una posición contestataria marginal. Con su agresivo populismo ha ayudado a que la derecha se mantenga en el gobierno. ¿Cómo se pueden explicar estos insólitos resultados? Ha llegado el momento de reflexionar, de discutir y de abandonar los maniqueísmos. Detrás del escenario de la confrontación entre dos adversarios, Felipe Calderón y Andrés Manuel López Obrador, hay una complejísima textura que nos invita a matizar y a desentrañar los mecanismos menos visibles de la lucha política.

Populismo conservador

¿Por qué perdió la izquierda? A partir de 1988 la izquierda logró erigirse como la gran responsable moral de la transición y en el motor más importante que impulsa la instauración, casi una década después, de procesos electorales confiables operados por instancias autónomas y ciudadanas. Sin embargo, desde sus orígenes comenzaron a ser visibles las tendencias que minaban al Partido de la Revolución Democrática (PRD). Me refiero a la expansión de un populismo conservador que iba recogiendo los deshechos del viejo nacionalismo revolucionario que el PRI abandonaba en el camino. Lo llamo populismo porque su base es la relación del jefe con “su” pueblo, al margen de las instituciones democráticas de representación, gracias a una estructura de mediación informal por la que fluye un intercambio de apoyos y favores. Es la forma tradicional en que han operado los caciques, tanto en los ejidos como en los sindicatos, tanto en regiones rurales como en ciudades. Lo llamo conservador porque se propone preservar o restaurar formas de poder e ideas propias de nuestro antiguo régimen, el autoritarismo revolucionario que dominó a México durante siete décadas.

La hegemonía en la izquierda del populismo conservador fue una de las causas que contribuyeron a la derrota de su candidato a la presidencia en el 2000, Cuauhtémoc Cárdenas. El PRD y sus confusos aliados, en esas primeras elecciones claramente transparentes y democráticas, presentaron la imagen marchita del viejo nacionalismo revolucionario ante una derecha democrática, moderna y pragmática encabezada por Vicente Fox. Pero la izquierda no comprendió la situación y atribuyó equivocadamente su fracaso a las manipulaciones mercadotécnicas de la extrema derecha, de las corporaciones empresariales y del catolicismo militante conservador.

Durante la campaña del 2006 López Obrador continuó en la misma línea. A pesar de ofrecer un programa político tibio, desarrolló una furiosa campaña contra la clase media, los ricos y el presidente Fox. En nombre de los pobres, condujo una espectacular confrontación que le enajenó el apoyo de sectores que ejercen una influencia crítica en la sociedad. El clímax del desprecio por la clase media ocurrió en junio de 2004, cuando descalificó con malos términos a los cientos de miles de personas que en la ciudad de México marcharon para exigir seguridad. Sólo en condiciones muy excepcionales de gran deterioro político de los partidos tradicionales (como ocurrió en Venezuela) puede un dirigente populista, enfrentado agresivamente a los sectores medios, obtener la mayoría electoral. El discurso incendiario de López Obrador contra la asustadiza clase media le hizo perder millones de votos. A ello se agregó el hecho de que arremetió reiteradamente contra la figura presidencial, sin darse cuenta de que Vicente Fox es para la mayoría de los mexicanos el símbolo de la transición democrática y representa a una fuerza que derrotó el autoritarismo del antiguo régimen. En esta campaña electoral la izquierda populista cometió un terrible error de apreciación: denunció al gobierno de Fox como el poder represivo y cuasifascista que había conducido al país a un desastre económico. Proclamó que la gente ya no podía tolerar tanta opresión provocada por un grupo de traidores a la democracia que conspiran contra las causas populares representadas por López Obrador.

Sin embargo, era obvio que la mayor parte de la gente no percibía esta “catástrofe” en la que se supone que vivía el país. La amenaza del complot, de la derecha ultramontana, de la organización secreta de El Yunque, de los empresarios corruptos y de la quiebra socioeconómica tampoco se convirtió en una percepción generalizada. Estas exageraciones crearon un fantasma con el que se enfrentaba la esgrima electoral de la izquierda populista, pero las estocadas sólo rasgaron el aire de un espacio vacío. El resultado fue que se esfumaron los cuatro o cinco millones de votos que López Obrador suponía que tenía de ventaja por arriba de su adversario. Según los datos del Instituto Federal Electoral (IFE) Calderón le ganó por cerca de un cuarto de millón de votos.

El cacique y su pirámide

Las reflexiones anteriores deben ser matizadas. La izquierda recibió un voto considerablemente alto, se ubica como segunda fuerza en el Congreso y su candidato casi gana la Presidencia. Ello significa que, además de los factores considerados, que minaron su caudal de votos, la izquierda recibió nuevos apoyos que no tenía hace pocos años. Muchos encuentran la explicación en el surgimiento de un apóstol –López Obrador– que parece escapado de las páginas floridas del realismo mágico latinoamericano. El sur profundo habría por fin parido a un jefe capaz de encabezar la lucha de los desposeídos y agraviados.

Aunque el aura folclórica que genera López Obrador a veces parecería confirmar el estereotipo del caudillo épico; yo creo que el candidato a la presidencia del PRD es un fenómeno político de una naturaleza mucho más prosaica. Creo que se trata de un cacique urbano populista que tejió su fuerza gracias a una estructura de mediaciones sociales calcada del modelo que ha sido la base tradicional del PRI. Se trata de una densa red clientelar de organizaciones más o menos informales ligadas a los barrios, a bandas políticas vinculadas con sectores marginales, a grupos de comerciantes, de taxistas, de microbuseros, de vendedores ambulantes. Un tejido que incluye la gestoría de inversiones, la distribución de ayudas económicas a ancianos o minusválidos, la legalización de terrenos invadidos, a empresas constructoras o proveedoras, a sindicatos y a pequeños líderes de grupos de presión. Este conjunto constituye una pirámide de mediaciones, que pasa por las Delegaciones y en cuya cúspide se encuentra el jefe de gobierno de la ciudad de México. Desde este cargo, que es la segunda posición política con mayor fuerza en el país, López Obrador realizó una larga campaña electoral durante más de cinco años. Ningún gobernador concentra tanto poder político como el jefe de gobierno de la ciudad de México. López Obrador llegó a las alturas del poder al ganar las elecciones del año 2000, pero es evidente que para ello se basó en el gran prestigio de Cuauhtémoc Cárdenas y en la red de mediaciones clientelares que recicló y creó Rosario Robles. Le dejaron el banquete servido y, una vez sentado en la mesa, liquidó políticamente a sus dos predecesores en el cargo.

Esta liquidación produjo una dramática desgarradura y abrió una rendija que permitió dar un vistazo a las entrañas de la pirámide de mediaciones. Se comprobó que las redes clientelares que forman la base del cacicazgo urbano están contaminadas por la corrupción. En realidad, la corrupción es el aceite que permite que la maquinaria caciquil pueda funcionar con eficacia. Si no se engrasan los ejes mediadores, los poderosos de la cúspide quedan abandonados a su suerte y aislados de su base popular. Esto no es nada nuevo, pero fue evidenciado en el espectáculo televisivo, conducido por un payaso, que mostró los corruptos trafiques del líder de la fracción del PRD en la Asamblea de Representantes de la ciudad de México y mano derecha de López Obrador, recibiendo dinero de un empresario, muy cercano amigo de la ex Jefa de Gobierno. Otros videos de aquella época, comienzos de 2004, revelaron la siniestra actuación del Secretario de Finanzas del gobierno de López Obrador, que se entretenía jugando en un casino en Las Vegas para matar los tiempos libres que le dejaban las operaciones financieras ocultas que, presumiblemente, reciclaban dinero destinado a la campaña de su jefe.

Además de la gran pirámide de mediaciones sobre las que se asienta el poder del caciquismo populista, hubo otros dos fenómenos –ligados entre sí– que incrementaron el voto por la izquierda: la descomposición del PRI y el desafuero de López Obrador. Por lo que se refiere a lo primero, debemos notar que el PRD no sólo recicló gran parte del viejo ideario del PRI, sino también un número considerable y significativo de dirigentes que, ante la descomposición y decadencia del ex partido oficial, escapaban del naufragio. En la medida en que las encuestas señalaban a López Obrador como el favorito en una carrera en la que prácticamente iba solo, el flujo de priistas que inflaba al PRD aumentó. Cuando Roberto Madrazo, después de una cruenta lucha interna, fue proclamado candidato del PRI a la Presidencia, el malestar y el descontento de grandes sectores de su partido aumentó. Desde luego que el PAN también se benefició de la descomposición del PRI, y logró recoger principalmente el apoyo de sectores tecnocráticos y zedillistas. El PRD recibió la simpatía de los sectores más atrasados, como los del sindicalismo corrupto o los representados por el senador Manuel Bartlett, el demiurgo del gran fraude electoral de 1988, que hizo pública su inclinación por López Obrador.

La otra gran fuente de la que abrevó la popularidad de López Obrador fueron los grandes errores del gobierno de Fox, principalmente el malhadado proceso de desafuero. Lo peor que podía hacerse ante un dirigente que se quejaba a cada paso de una conspiración en su contra era perseguirlo judicialmente. Y eso fue precisamente lo que decidió hacer el presidente Fox, para desánimo de muchos y aumento de la paranoia de otros: iniciar un proceso contra López Obrador por haber desacatado la orden de un juez en un juicio de amparo ligado a la apertura de una calle que debía dar acceso a un hospital privado. El escándalo estalló debido a que el juicio lo inhabilitaría como candidato a la Presidencia. López Obrador aprovechó el proceso, como un regalo caído del cielo, para proyectar con fuerza su convicción de que querían eliminarlo de la justa electoral. El PRI, que había boicoteado las reformas propuestas por el gobierno a la Cámara de Diputados, apoyó con entusiasmo esta insensatez. El resultado era previsible: el Presidente tuvo que saltarse los principios jurídicos que había defendido, pedir la renuncia de su fiscal, parar el proceso y contemplar con espanto que había logrado amplificar extraordinariamente la fuerza de López Obrador.

Así, el candidato de la izquierda se colocó en el primer lugar, según todas las encuestas. Pero a partir de ese momento comenzaron a operar los factores que minarían paulatinamente su popularidad. López Obrador perdió la ocasión de dar un golpe de timón para ubicarse como un estadista socialdemócrata, y persistió tercamente en sus empeños como populista conservador.

Derechas modernas

Debido a las consideraciones que he expuesto, y después de hacer un balance de las contradictorias tendencias políticas, desde que comenzó el periodo electoral me convencí de que era muy probable que López Obrador perdiera las elecciones. La evolución de los resultados de las encuestas, que al final separaban a los dos candidatos por un punto porcentual, confirmaba mi interpretación. Además critiqué las dificultades que tenía la izquierda conservadora para aceptar la democracia y la legalidad. Viejos hábitos “revolucionarios” que desprecian el sistema electoral y la legalidad democrática se habían extendido y auspiciaban una reacción contra el proceso de transición iniciado en el 2000. Pero, por muy amplia que fuera la reacción antidemocrática, pensé que una racionalidad cívica moderna ya se había expandido considerablemente en el electorado. Para mi consternación, al conocer los resultados electorales divulgados por el IFE y las vehementes protestas de las fuerzas que apoyan a López Obrador, me di cuenta de que la irracionalidad estaba mucho más extendida de lo que había creído.

Muchos se desgarraban las vestiduras y lamentaban que, gracias a un fraude misterioso, no se sabe si cibernético o caligráfico, había ganado las elecciones una pandilla conspirativa de traidores a la patria, neoliberales corruptos, empresarios sin escrúpulos, curas fundamentalistas, reaccionarios herederos del Sinarquismo y de El Yunque y manipuladores fascistoides de la publicidad sucia. Ya he explicado que esta falsa apreciación es una de las causas que han desorientado a la izquierda y que la llevan al fracaso. Por supuesto, es evidente que dentro y alrededor del PAN existen ejemplos de tan nefastos personajes. Afortunadamente, se trata de segmentos políticos marginales.

Existe, sí, una vasta ala de derecha dura que con frecuencia se expresa a través de Manuel Espino, que suele responder a intereses corporativos –económicos y eclesiásticos– y que ve con malos ojos la redistribución de recursos para garantizar la igualdad y el bienestar. Hay una derecha que prefiere inspirarse en actitudes furibundas como las de Diego Fernández de Ceballos y en las recetas de Luis Pazos, una derecha que agradece más a Dios que a la ciudadanía los triunfos electorales, y que gusta de arrojar incienso en los botafumeiros del catolicismo más rancio.

Esta derecha dura es fuerte dentro del PAN, pero aparentemente no es la que representa el candidato ganador, Calderón. Se expresa en él una derecha moderna, centrista y pragmática, con una pronunciada vocación democrática, animada por un humanismo católico laxo y tolerante. De hecho, Calderón no acepta ser un político de derecha, y ahora que ha ganado por un margen tan estrecho tendrá que demostrarlo audaz y creativamente al rearticular su programa político. El aspecto más obvio, y que ya ha sido señalado por él mismo, es el extraordinario énfasis que deberá dar a la política encaminada a combatir la miseria y la pobreza. Pero me parece que además deberá contemplarse la transición hacia nuevas formas de gobierno. Calderón debería recorrer sus posiciones hacia el centro y hacia la izquierda del abanico político, para asumir las posturas socialdemócratas que su adversario de izquierda se negó a contemplar. ¿Será capaz de combinar las tradiciones solidaristas, humanistas y liberales con las expresiones socialdemócratas y reformistas de la izquierda moderna? El ala derecha de su partido hará todo lo posible para impedirlo.

Como es evidente, Calderón se enfrentará a un problema de legitimidad. No es fácil sustituir el nacionalismo revolucionario caduco por una nueva cultura política que legitime a los gobiernos democráticos de la transición que se inició en el año 2000. Habrá que intentar un gobierno de coalición que tenga una base más firme y consistente que las sórdidas maniobras de los legisladores que congelaron toda posibilidad de reforma política. Además de un gobierno de coalición, habrá que pensar en un gobierno plural. Las coaliciones corresponden a las alianzas políticas, especialmente en el Congreso. Por su parte, la cara plural del gobierno es la que asegura un estilo democrático de gobierno y envía mensajes simbólicos y culturales que contribuyen a la estabilidad.

Aquí quiero señalar algo que me parece fundamental: una gran masa de ciudadanos votó por la izquierda no sólo porque apoya una política que favorezca a las clases populares, sino porque rechaza los apetitos y las aspiraciones de la extrema derecha, de los intereses ultramontanos y conservadores, del catolicismo militante y fanático, de todas aquellas expresiones políticas antimodernas que hunden sus raíces en las tradiciones anticomunistas típicas de la Guerra Fría. La mayoría de los votantes ve con malos ojos la presencia de intereses corporativos, sea que provengan del mundo de los negocios o de la Iglesia Católica. Calderón debería convertirse en el campeón del laicismo y de la tolerancia. Si da un giro hacia la socialdemocracia, ello significa ir más allá del apoyo a programas contra la pobreza. Con ello recordaría a todos que, si ganó las elecciones, ello no fue gracias a la intervención divina sino a la muy terrenal voluntad política de la mayoría. No hay que despreciar aquello que Vicente Fox llamó “el círculo rojo”. El nuevo gobierno no deberá espantarse ante las demandas de la modernidad (y la postmodernidad): el uso de anticonceptivos, la investigación con células madre, la aceptación de las sociedades alternativas de convivencia, la píldora del día siguiente y otras expresiones o necesidades de las nuevas formas de vida. El propio Calderón conoció de cerca el descrédito que significó oponerse al uso del condón (Castillo Peraza), y sabe cuánto le costó a él mismo dar respuestas conservadoras a las preguntas incisivas de López Dóriga en su noticiero en enero del presente año. Calderón rectificó de inmediato al reconocer que sus respuestas no reflejaban su verdadero pensamiento, y dio un significativo viraje en su campaña. Se necesitará mucho ingenio político para alcanzar la combinación de la tradición liberal panista con las ideas socialdemócratas que, me parece, requerirá el gobierno. ¿Será posible o es una de esas utopías con las que a veces escapamos de la realidad cruel?

La desmodernización de la izquierda

Una parte significativa de la intelectualidad, escorada hacia la izquierda, ha perdido el equilibrio, la independencia y la serenidad. A muchos intelectuales les ha ocurrido lo mismo que a las corrientes socialdemócratas y reformistas modernas del PRD y de otros partidos: fueron cautivados por el espejismo populista y han sido integrados como parte orgánica de un “proyecto alternativo de nación” que parece sacado de un viejo baúl de recetas añejas de medio siglo. Me pregunto qué es lo que pudo fascinar a cientos de artistas y escritores que apoyaron el “proyecto alternativo” de López Obrador, donde, bajo el signo de un juarismo trasnochado, ofrece una mixtura de medidas económicas conservadoras (bajar los impuestos), nacionalistas (frenar las maquiladoras) y anticuadas (basar el desarrollo en el petróleo, la electricidad y la construcción). Se trata además de una regresión al asistencialismo que trata a los pobres como si fueran minusválidos, enfermos o ancianos. Es un proyecto donde lo único que se afirma, patéticamente, sobre la cultura de México, es que “ha sobrevivido a todas las desgracias de su historia” y es nuestra “fuerza y nuestra señal de identidad”. Algunos de estos intelectuales, que ahora critican al subcomandante “Marcos”, recordarán que estuvieron ayer tan fascinados por el neozapatismo como hoy lo están por López Obrador y su populismo.

Muchos intelectuales solicitaron un nuevo recuento de todos los votos al Tribunal Electoral, explicando a los jueces que no deberán usar “argumentos legalistas”, pues una aplicación al pie de la letra de la ley no daría legitimidad al próximo gobierno. Ya me imagino el asombro de los jueces ante esta extraña exigencia: es como si a los encargados de contar los votos se les pidiera no usar argumentos aritméticos. Es comprensible la enorme irritación que han sentido muchos intelectuales ante, entre otras cosas, la penosa actitud cerril del presidente Fox frente al mundo de la cultura. Pero deberían evitar que su indignación impulsara el renacimiento del aquel viejo rencor nacionalista que, en nombre de la Revolución, estaba decidido a bloquear a toda costa el camino de cualquier alternativa que no fuera la suya. López Obrador, recurriendo a Benito Juárez, lo ha dicho claramente: “El triunfo de la derecha es moralmente imposible.” Así es como erige un fundamento moral superior, por encima del terrenal y democrático conteo de sufragios. A la sombra de este fundamentalismo hay quien sueña en la caída de un rayo justiciero anulador que auspicie la llegada de un presidente bonapartista interino.

Estamos perdiendo la posibilidad de contar con una izquierda moderna y racional. Estamos presenciando el trágico proceso de desmodernización de la izquierda. El motor de esta desmodernidad está sólidamente instalado en la ciudad de México y no se apagará pronto, pues forma parte del poderoso aparato de gobierno urbano. Seguramente por este motivo, muchos mostraron su disgusto por la desmodernidad populista al anular sus votos o apoyar alguna opción marginal.

Percepciones irracionales

Durante los días previos a la elección del 2 de julio era muy difícil encontrar algún intelectual, periodista o comentarista que no tuviese la convicción de que López Obrador ganaría la competencia. En el círculo político que rodeaba al candidato populista todos estaban absolutamente convencidos de ganar la elección y ya se habían comenzado a repartir el pastel del poder. Tan seguros estaban del triunfo que Manuel Camacho, uno de sus más cercanos operadores, en un artículo triunfalista publicado al día siguiente de las elecciones en El Universal, escrito antes de conocer los resultados, le tendía la mano a la oposición y ofrecía formar una amplia coalición. A pesar de los numerosos indicadores que señalaban la existencia de un empate técnico, gran parte de la clase política y de la elite intelectual pensaba que la Coalición por el Bien de Todos ganaría las elecciones. Menciono estas convicciones previas un tanto irracionales porque han ejercido una gran influencia en la reacción postelectoral: los allegados a López Obrador simplemente no podían creer que habían perdido. Al estar ciegamente convencidos de que su candidato llevaba una ventaja de diez por ciento, la única explicación que encontraron ante los resultados que arrojó el conteo del IFE es que se había maquinado un fraude gigantesco. Lo primero que hizo López Obrador, antes que nadie, fue declararse triunfador con una ventaja de medio millón de votos, seguramente la primera cifra que le pasó por la cabeza en ese momento de azoro (se borró de su mente el diez por ciento que siempre había proclamado).

Además, la izquierda populista de inmediato volvió a denunciar la falta de equidad durante la campaña electoral: propaganda sucia que señalaba a su candidato como “un peligro para México”, uso de los programas sociales del gobierno federal con fines proselitistas, intervención del presidente Fox en la contienda y enormes gastos de publicidad. Sin duda estuvieron presentes estos vicios, pero fueron contrarrestados por recursos similares por parte de los partidos coaligados en apoyo a López Obrador: publicidad y declaraciones denunciando un complot, uso de los programas de apoyo a ancianos y minusválidos, activismo electoral desde el gobierno del DF y montañas de dinero gastadas en publicidad. Corporaciones empresariales impulsaron públicamente al candidato del PAN y sindicatos que solían ser despreciados como “charros” ahora apoyaron a la izquierda. Pero también hubo sindicatos, como el de maestros, que apoyaron a Calderón y sectores empresariales que manifestaron simpatías por López Obrador. En suma, es difícil determinar cuáles partidos arrojaron más basura a la ciudadanía durante muchos, demasiados meses. Los partidos hicieron una campaña de la que no pueden enorgullecerse y que nos ha convencido a muchos de que es urgente acortar el periodo electoral y bloquear la propaganda descontrolada en los medios masivos de comunicación y en las calles. Serían suficientes uno o dos meses de campaña y publicidad en radio y TV constreñida a tiempos oficiales acotados por la autoridad electoral. Y, en consecuencia, reducir drásticamente el dinero que reciben los partidos.

Las reacciones irracionales comenzaron a buscar frenéticamente ocultos y sofisticados algoritmos que habrían modificado fraudulentamente los sistemas electrónicos del IFE, e imaginaron sospechosas tendencias durante los procesos de conteo, asumiendo erróneamente que debía de haber habido un flujo aleatorio de información. Donde creyeron hallar la prueba del fraude fue en el dramático error técnico del IFE, que por un lado separó unos 2.6 millones de votos en actas inconsistentes, pero por otro lado sumó al porcentaje total contabilizado las más de once mil casillas de donde procedían esos votos. Cuando estos votos fueron agregados el porcentaje que separaba a Calderón de López Obrador bajó casi medio punto. Los partidos conocían y habían aprobado esta separación de actas con inconsistencias, por lo que fue un acto de mala fe la denuncia hecha por López Obrador de que habían desaparecido o se habían perdido tres millones de votos. Un tiempo después, el mismo candidato admitió que no había habido un fraude cibernético, sino que la trampa se había consumado a la “antigüita”, modificando actas y contando mal. La sospecha –ligada a una cultura que tiene una larga historia en México– quedó arraigada en una parte de la sociedad que ve con simpatía la propuesta de volver a contar todos los votos.

A partir del momento en que las cifras del IFE señalaron un desenlace, Calderón anunció su intención de moverse hacia el centro e incluso hacia la izquierda. En contraste, López Obrador volvió a cometer el error de radicalizar su discurso, iniciar una resistencia civil y convocar a grandes manifestaciones públicas de protesta por el supuesto fraude. Calderón hizo lo que habría hecho su adversario si éste hubiera ganado: ofrecer un gobierno de coalición. López Obrador hizo lo que sin duda no habría hecho el PAN: declararse en rebeldía. Al mismo tiempo, contradictoriamente, acudió a demandas judiciales para exigir un nuevo recuento de todos los votos y para acusar penalmente a los consejeros del IFE como delincuentes. Es decir, por un lado llamó a la transgresión ritual y pacífica de la ley, lo que desembocó en la ocupación del Zócalo y el bloqueo del paseo de la Reforma; y por otro lado introdujo recursos legales, principalmente en el Tribunal Electoral, para lograr un recuento o anular las elecciones.

El domingo 30 de julio, ante una tercera gran manifestación, denominada “asamblea” para simular un acto de democracia directa, López Obrador propuso en su discurso “que nos quedemos aquí, en asamblea permanente… hasta que se cuenten los votos”. A continuación sometió su propuesta a votación y la masa gritó que la aprobaba; al seguir con la simulación, pidió a quienes estuviesen de acuerdo que alzaran la mano (solicitó también que se manifestaran quienes estuviesen en desacuerdo o se abstuvieran: por supuesto, nadie levantó el brazo). Sintomáticamente, la gente que votó con las manos después votó no con los pies: terminados los discursos las masas se dispersaron y el largo corredor que va de la Alameda a Chapultepec lució desolado, con unos pocos activistas colocando raquíticas tiendas de campaña en el arroyo. ¿Adónde se fueron los millones de asistentes que habían aceptado quedarse? ¿Porqué no se quedaron las masas a celebrar una gran verbena popular callejera? ¿Porqué el pueblo no se volcó durante los días siguientes a participar en la anémica asamblea permanente que se extendía penosamente a lo largo de más de siete kilómetros, provocando más irritación que entusiasmo? Quizás la gente fue más sensata que su líder.

La explicación del fracaso radica en el hecho de que López Obrador es la cabeza, más que de un movimiento social, de un cacicazgo en la ciudad de México. Aunque la reacción de protesta tiene el apoyo en algunos movimientos sociales marginales, su fuerza proviene principalmente de la pirámide caciquil de mediaciones que ya describí. Los cacicazgos son fenómenos de naturaleza diferente a los movimientos sociales. No me interesa aquí una discusión teórica de conceptos, sino simplemente señalar la diferencia que existe entre procesos sociales fluidos (que impulsan la movilización de sectores sociales en defensa de sus intereses) y las estructuras más rígidas compuestas de canales de intercambio de apoyos y favores entre el poder y su base social. Los movimientos suelen exigir cambios en el sistema y los cacicazgos son componentes de un sistema. Unos son como ríos y otros como pirámides. Los primeros pueden estancarse y los segundos pueden derrumbarse.

López Obrador está intentando convertir un cacicazgo, forjado desde el gobierno de la ciudad de México, en un movimiento de resistencia civil de larga duración. No es fácil que lo logre, pero intentará hacerlo con el apoyo de grupos sociales de diferentes partes del país, aunque su dispersión y su debilidad hacen la tarea muy complicada. A corto plazo está construyendo un activo foco de deslegitimación de la transición democrática que, de manera agresiva, confronte al gobierno. Quiere prolongar su apropiación de los espacios públicos de la ciudad de México para copar las conmemoraciones oficiales del 15 de septiembre con una manifestación donde celebre el Grito de Independencia y, al día siguiente, en una convención “democrática”, acaso se le ocurra designar un gobierno alternativo a la sombra de su fundamentalismo purificador. ¿Podrá seguir controlando a las estructuras partidarias del PRD, que hasta ahora han sido marginadas? ¿Logrará mantener subordinado al jefe de gobierno de la ciudad de México? Tampoco sabemos durante cuánto tiempo López Obrador logrará someter a los diputados y senadores de su coalición a los dictados de su campaña contestataria y deslegitimadora, antes de que logren dedicarse a tareas políticas menos destructivas.

Los escombros

El Tribunal Electoral no encontró justificado el recuento de todos los votos, pero ordenó la revisión de cerca de doce mil urnas impugnadas por la Coalición por el Bien de Todos. Esto significó una muestra (nueve por ciento del total) tomada en lugares de mayor apoyo a Calderón. Si hubiera habido el fraude monstruoso que López Obrador denunció, en esta muestra se habrían hallado las huellas. Nada de esto ocurrió y se confirmaron las tendencias que el IFE había anunciado originalmente. El tremendo escándalo organizado por López Obrador no ha tenido razón de ser, y la izquierda se enfrentará tarde o temprano a la difícil tarea de reparar los destrozos ocasionados por su cacique populista. ¿Cuánto tiempo tardará en iniciar el retiro de los estorbosos escombros de la protesta y de la exhibición espectacular de sus errores? Parece evidente que López Obrador se opondrá obstinadamente a desalojar la pirámide de rencor desde la que se empeña en molestar a las instituciones democráticas. ¿Cuántas escenas de bochornoso resentimiento tendremos que soportar antes de que las corrientes más sensatas de la izquierda logren frenar a su cacique? Espero que, en la izquierda, intervengan sus líderes más democráticos, sus gobernadores más sensibles, sus aliados más inteligentes y sus intelectuales más críticos. Si no logran cambiar el curso de la confrontación, se enfrentarán al sólido muro de una coalición que representará a la inmensa mayoría de los ciudadanos, y la izquierda seguirá pataleando tercamente como un chivo en la cristalería de la democracia. ~

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Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.


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