Al hablar de competencia en el mercado del libro, se olvida que cada título es un monopolio. ¿De qué competencia estamos hablando?
Los autores y sus herederos (por un buen número de años) tienen el monopolio de sus obras. No faltan textos de dominio público, de los cuales puede haber ediciones simultáneas que compitan. Pero las ediciones de clásicos, leyes, refranes, prontuarios y otros libros semejantes no llegan al uno por ciento de los títulos en circulación.
Muchos autores hacen sus propias ediciones, pero todos prefieren tener un editor, en condiciones favorables o cuando menos aceptables. Para esto, celebran contratos casi siempre exclusivos. A ningún editor le hace gracia que el mismo texto (en la misma lengua) aparezca en otra editorial, lo cual reduce su mercado y se presta a confusiones. En algún caso, puede aceptar otras ediciones, por ejemplo: en otros países o en circuitos restringidos, como los clubes de libros o las ediciones de lujo que regala una institución. Pero estas excepciones son raras en español. (No así en inglés, donde son comunes las ediciones duplicadas, en un cártel anunciado abiertamente: este libro no puede ser vendido en tales países.) O sea que, cuando menos en su mercado, todas las ediciones son el monopolio de su editor.
Tanto el monopolio del autor como el de su editor están protegidos por la ley en casi todos los países, hasta el punto de que se puede meter a la cárcel a quien no los respete. Quienes entran al mercado a competir con el monopolio de un libro, ofreciendo ediciones independientes a un precio menor, no son aplaudidos como campeones del mercado y la libre competencia, sino perseguidos como piratas. Cuando se habla de competencia en el mercado del libro, ¿de qué competencia estamos hablando?
Algunos economistas creen que el precio fijo del libro impide una deseable competencia en precios de la misma edición, como si los precios fueran ajenos al editor, que es el único proveedor de la edición. ¿Quién fija el precio de un libro? Para evitar conflictos entre el monopolio del autor y el monopolio del editor, los contratos definen que esta prerrogativa le corresponde al editor. No sólo eso: prohíben al autor comercializar los ejemplares que reciba del editor, gratis o con descuento de autor. La oferta del libro en el mercado está bajo el control de su único proveedor. Un control mayor que nunca en los tiempos que corren, porque los libros que ofrecen las librerías están ahí por cuenta del editor. No han sido comprados y pagados en firme, sino entregados en consignación o facturados a crédito con derecho a devolución.
Y ¿qué pasa con el público? Los monopolios se prestan a precios abusivos. ¿Puede haberlos en el caso del libro? Por supuesto que sí, cuando la compra es obligatoria, como sucede con los libros de texto que impone la Secretaría de Educación Pública. Pero los de primaria los edita y regala la misma secretaría, y los de secundaria son objeto de intervención estatal en los contenidos y en los precios. Sólo se permiten ediciones autorizadas a precios autorizados.
En los libros que no son obligatorios, el Estado (en México y en los países más desarrollados) no interviene ni en los contenidos ni en los precios. Porque no hace falta, porque el procedimiento burocrático sería un freno costoso y porque la censura es indeseable. Lo que impide los precios abusivos es algo simple y eficaz. Los libros son prescindibles. Si el precio es excesivo y la compra no es obligatoria, no se venden. El comprador deja el libro para después o para nunca. O se lo pide prestado a un amigo. O (con suerte) lo encuentra en una biblioteca pública o en la web. O lo fotocopia. O lo compra en edición pirata.
Por otra parte, a diferencia de los metales preciosos y otros productos que suben de valor embodegados, y hasta permiten las ganancias del cornering (subir los precios reduciendo la oferta disponible en el mercado), nadie gana con los libros embodegados. Más aún, la economía de los tirajes favorece aumentar la oferta, no disminuirla. Lo más común es imprimir demasiados ejemplares, porque el costo de imprimir un millar adicional es muy bajo, en comparación con el primer millar. De hecho, los editores tienden a imprimir de más y (como eso baja el costo promedio) tienden a fijar precios insuficientes, más que excesivos. Buena parte de su producción se queda en la bodega, por falta de compradores. Tener el monopolio de una edición no garantiza que se venda.
Sin embargo, los editores pueden abusar de su monopolio de una manera más sutil: con precios supuestamente rebajados en algunos puntos de venta. La mecánica, muy simplificada, es la siguiente. Supongamos un libro con precio fijo que el editor vende al librero en 65, para que lo venda al público en 100. Cuando no hay precio fijo, el mismo libro se anuncia al público en 120 y se vende a los libreros en 78 (con el mismo descuento del 35%), pero a los favoritos en 60 (con un descuento del 50%). Éstos pueden entonces venderlo a 100, que parece una gran rebaja (sobre el precio de lista de 120), aunque son los mismos 100 que se hubieran pagado con el precio fijo. Pero los demás libreros ya no pueden venderlo a 100, porque no pueden sostenerse con un descuento del 22% en vez del 35%. Tienen que vender más caro, para sacar sus gastos. Ahí está el secreto de las “grandes rebajas”. No se trata de que los favoritos vendan más barato, sino de que los otros vendan más caro. El editor fija los precios de lista (120 en vez de 100) sobre los cuales se hacen las supuestas rebajas (de 120 a 100) y fija los precios al mayoreo (78 y 60), para que sólo sus favoritos puedan hacer las supuestas rebajas.
Que el precio no sea fijo favorece a los favoritos. Venden al mismo precio (100), pero compran más barato (60, en vez de 65). Y no sólo venden con un margen mayor, sino que venden mucho más, lo cual aumenta su rentabilidad. También su poder. Polarizando la concentración del mercado, ganan poder de compra y de venta.
¿Gana el público? No. Si todos los libreros vendieran al mismo precio (100), todos los lectores comprarían al precio “rebajado” (100) que reciben los compradores del favorito. La gran ventaja de comprar con el favorito es absurda: no ser castigados con la multa que imponen los editores a los que compran con los demás libreros. Los clientes de los demás libreros pagan de más, ya sea en dinero o en especie: teniendo que viajar al lugar favorecido por el editor, en vez de comprar donde le guste.
¿Ganan los editores? Finalmente, no. La competencia desleal arruina a muchas librerías. Los editores, finalmente, pierden lugares de exhibición para sus libros y pierden ventas. El favorito no absorbe a todos los clientes de las librerías que cierran, porque algunos dejan de comprar. Los libros son prescindibles. Si no hay librerías cercanas con libros a la vista, se vende menos. Hay, por supuesto, lectores denodados que viajan de una ciudad a otra para ver libros, pero son pocos.
Los únicos editores que ganan son los que quieren saldar toneladas de libros invendibles de su bodega. No saben si venderlas como desperdicio de papel o meterse en el problema administrativo de saldarlas con promociones, arriesgándose a no recuperar ni el costo de la promoción. Por esto, ganan si aparece una librería que compre todo y les pague más por tonelada de libros que una fábrica de papel. Ganan también muchos lectores. Los saldos tienen los atractivos de un tiradero de basura para el pepenador que luego puede celebrar: ¡Mira lo que me encontré en cinco pesos!
Pero no esta ahí la cuestión central, aunque, históricamente, ahí empezó el problema. Los libreros que venden saldos descatalogados convencieron a algunos editores de hacer ofertas sensacionales de libros no descatalogados, a costa de los libreros que los vendían a precios normales. De hecho, esos editores (y luego casi todos, porque la práctica se extendió) fijaron dos precios para el mismo libro, según el lugar de venta. De hecho, crearon una multa para el lector que compra en las librerías normales. De hecho, decidieron sacarlas del mercado.
Esta práctica excluyente corresponde a lo que se llama “práctica monopólica relativa” en la Ley Federal de Competencia Económica:
“Desplazar indebidamente a otros agentes del mercado [las librerías no favorecidas], impedirles sustancialmente su acceso o establecer ventajas exclusivas en favor de una o varias personas [las favoritas]” en la “distribución y comercialización de bienes o servicios” [artículo 10] por quien “tiene poder sustancial sobre el mercado relevante” [el editor que tiene el monopolio de ese libro] [artículo 11] cuando no existen “posibilidades de sustituir el bien o servicio de que se trate [ese libro en particular] por otros” [artículo 12] y “puede fijar precios [al mayoreo, con efecto en los precios al menudeo] unilateralmente” [artículo 13].
Teóricamente, el Estado pudiera vigilar constantemente a cada editor, para evitar las prácticas discriminatorias; o atender las denuncias presentadas por las librerías discriminadas. Pero sería molesto y complicadísimo transparentar los precios del editor al librero. En cambio, los precios al público, a diferencia de los precios al librero, son transparentes. Es más sencillo eliminar la “práctica monopólica relativa” fijando los precios al público, como lo están haciendo muchos países, algunos de los cuales exigen que se imprima el precio en cada ejemplar.
Otra ventaja de esta solución es que no elimina la posibilidad de que el editor conceda descuentos de escala. Un librero que crece dando buen servicio, haciendo más amplio el surtido, mejorando la ordenación y presentación de su librería, vende más y compra en una escala mayor al editor, que le puede dar un pequeño descuento adicional. Tiene que ser pequeño, porque 100 no da para más, a diferencia de 120. Lo que el precio fijo elimina son los grandes descuentos destinados a fingir rebajas y ganar escala malamente: no atendiendo mejor a los lectores, sino multando a los que no compren ahí. Así también elimina el alza artificial de los precios de lista, sin la cual no es posible fingir rebajas extraordinarias.
Hay testimonios europeos de que el precio fijo baja el nivel general de precios. Es de esperarse que suceda lo mismo en México, y sería bueno comprobarlo estadísticamente. El Banco de México integra al Índice Nacional de Precios al Consumidor subíndices de precios de periódicos, revistas, libros de texto y otros libros, pero están orientados al inpc, no a la construcción de un Índice Nacional de Precios de Otros Libros; para lo cual la base del muestreo tendría que ser más completa y variada. También hay estadísticas de comercio exterior, a partir de las cuales se pudiera construir un índice de precios de las exportaciones de libros mexicanos, limitado a eso: el conjunto de los libros exportados (que no necesariamente son representativos del mercado interno), en dólares por tonelada. Quizá se pudiera construir un índice más refinado a partir del Boletín Bibliográfico Mexicano, catálogo bimestral que publica la Librería Porrúa desde hace muchos años. Otra posibilidad sería hacer una encuesta anual entre los editores mexicanos sobre el múltiplo que usan para fijar sus precios, para ver cómo evoluciona. Lo más sencillo (aunque no más exacto) sería hacer una encuesta sobre la opinión de los lectores, en un par de años. ~
(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.