No tiene nada de sorprendente que mi buena amiga Esther Andradi (autora ella de un libro substancioso, y antropofágicamente titulado Come, este es mi cuerpo) me enviara una vez, desde San José de Costa Rica, la carta de una cafetería que se llama La Maga y en la cual se ofrecen sandwiches y dulces cuya nomenclatura ostenta un alto pedigrí literario. Así, por ejemplo, si el cliente encarga allí “un Pablo Neruda”, tengan ustedes la seguridad de que no le van a servir un ejemplar de Residencia en la tierra: no, le van a traer una gran empanada chilena con su guarnición completa. Y si lo que pide es “un Cervantes”, pondrán sobre su mesa un sandwich de pavo ahumado y queso, hecho en el momento: garantía de La Maga.
Pero también figura en su carta una ensalada “endemoniadamente laberíntica” (sic) que, como es lógico, esconde sus presuntos vericuetos vegetales tras el egregio apellido Borges, aun cuando no incluye el arroz hervido, alimento preferido del maestro. ¿Y qué les puede sugerir la mezcla de mozarella, albahaca, tomate, anchoas y aceitunas? Los programadores gastronómicos de La Maga bautizan este desaguisado con el nombre de Cortázar. Vaya usté a saber por qué, pues lo lógico hubiese sido reservarlo para un montado de château saignant; quienes duden de la pertinencia del caso consulten la primera página de 62: Modelo para armar. ¿Y por qué “un Rulfo” apadrina a la pequeña pizza con doble queso en lugar de a una tortilla en llamas, quiero decir: flambeada? En fin, bocata minuta. Y continuemos.
Si el cliente es de los que prefieren las dulzuras de la repostería, solicitará “una Rosalía de Castro”, que es un flan con crema, o “una Simone de Beauvoir”, que así se llama allí a la torta de fresa, aunque quizás al final se decida más bien por “una Gabriela Mistral”, un queque de zanahoria con lustre (sea ello lo que fuere), o “un George Sand”, que son tres leches, y es evidente que no se trata de un exabrupto.
Podrá engullirlo todo con un zumo natural, para lo cual tendrá que pedir “un Verdi”, o una gaseosa, y en ese caso deberá encargar “un Haydin” (sic). Luego, la coronación del ágape con “un Tiziano”, que es el café exprés, o si prefiere el arte moderno entonces un capuccino, que se ampara bajo el nombre de Antoni Tàpies. Pero si el cliente es de aquellos que se mantienen en una postura ecléctica, optará por el café con leche y tendrá que solicitar, ¡oh paradoja!, “un Picasso”.
La idea de esta carta artística me pareció digna de imitación, y por lo que se refiere a Alemania, país donde sobrevivo desde hace más de cuatro décadas, enseguida pensé en el espléndido menú que se compondría con los siguientes platos. De entrada “un Ernst Jünger”, quien como es sabido rebasó con creces los cien años de edad, así que lo suyo sería una sopa de tortuga. Para seguir, “un Günter Grass”, que no puede ser nada más ni nada menos que un fenomenal rodaballo. ¿Algo de carne además? Pues cómo no: “un Uwe Timm”, que tal es el nombre del autor de una novela breve y entretenidísima, titulada La invención de la salchicha al curry. Todo ello acompañado de su buena ración de Heinrich Böll, por lo de El pan de los años mozos. Y de postre se me ocurre que podemos pasar la frontera neerlandesa, degustando “un Jan Wolkers”, quien es el autor de Delicias turcas. Por supuesto, lo ideal es bajarlo todo con un buen digestivo, sin ir más lejos con un aguardiente de cerezas, y para ello nada mejor que “un Sarah… Kirsch”.
Después de lo cuál me puse a combinar los posibles platos literarios hispanoamericanos, barriendo el mapa del continente de Norte a Sur.
En Estados Unidos, que entretanto también es un país de nuestro idioma, la entrada debería hacerse encargando “un Hermanos Marx”, esto es: una sabrosa sopa de ganso. Como plato de pescado “un Hemingway”, a saber: merlán del Caribe fileteado por la dentadura de un tiburón voraz. Y en materia de carne nada tan delicado como el “sandwich Henry James”, de alas de paloma. Ofende la duda sobre el postre, la “copa John Steinbeck”, llena hasta los bordes de uvas de la ira. Todo ello, desde luego, regado por un vino tinto, el Château Dashiell Hammet, Cosecha roja. Y para el suicida irremediable pero sibarita, ¿por qué no pensar en incluir en la carta “un Frank Capra”: Arsénico y encaje antiguo?
En México, y aparte del ya mencionado “Juan Rulfo”, pues muy bien pudiéramos mandarnos a bodega “un Octavio Paz”, que consistiría en un buen churrasco de mono gramático. E invocar el bello nombre de Sor Juana Inés para hacerle los honores a una enchilada de divinos narcisos.
En Centroamérica y el Caribe diría yo que lo más adecuado sería un buffet, una barra libre donde servirse el plato combinado que a uno más le guste. Una barra libre que debería incluir, por lo menos, cangrejos y golondrinas de Lezama Lima, costillas de tigres tristes a la Cabrera Infante, algún madrigal del hígado cocinado por Manuel del Cabral, pechuga de garza desangrada por Rosario Ferré, solomillitos de dinosaurio Monterroso (minúsculos pero…), y además, venado Salarrué, filete de tiburón del San Juan pescado por Fabián Dobles, el faisán afrodisíaco de Rubén Darío, y como hay para todos los gustos, también la fruta del árbol de los pañuelos, recogida por Julio Escoto, y hasta cucarachitas mandingas salpimentadas por Rogelio Sinán. Lo que, eso sí, no puede haber en el buffet, es El pescado indigesto de Manuel Galich.
En Colombia, si pidiese “un Gonzalo Arango”, el comensal no debería extrañarse de que le sirvan un pancito ya tajado ni de que al abrirlo por la mitad se lo encuentre relleno de nada. Haría contrapunto con aquella inolvidable escena de un filme neorrealista italiano, de la posguerra angurrienta que se padeció en la Europa de los vencidos y de los vencedores, y donde a la vista de un pancito semejante, el jefe de los carabineros del pueblo, interpretado por un glorioso Vittorio de Sica, le pregunta al mendigo que se lo muestra: “Pero, ¿y qué le pone dentro?”, a lo cual el mendigo contestaba: “Fantasía, comandante, fantasía”.
En Venezuela, al solicitar un “Andrés Bello” nos servirían una ensalada compuesta con todos los productos agrícolas de la zona tropical. Con un “Eduardo Liendo” estaríamos encargando un solomillo de cocodrilo rojo, y un “Isaac Chocrón” designaría el bife de una de sus cincuenta vacas gordas, por más que él mismo nos haya advertido clarividentemente, nada menos que en 1970, Se ruega no tocar la carne por razones de higiene.
En Ecuador, tanto Abdón Ubidia como Javier Vásconez seguramente están en condiciones de confeccionar un menú con el que chuparse los dedos. Debiera, eso sí, ser uno en el que, por respeto a la insigne memoria de Jorge Carrera Andrade, no desdeñasen el Rol de la manzana. Y en el restaurante o cantina que introdujese dicho menú, en recuerdo de la granada narrativa de don Ángel Felicísimo Rojas, todos los días se le haría un descuento a El primer cliente.
En el Perú, “un César Vallejo” podría ser la guarnición de todo buen condumio (“pedacitos de pan fresco / aquí, en el horno de mi corazón…!”), anunciado por algunos heraldos negros y como guarnición frugal de un buen filete de oso hormiguero a la brasa, que habrá de encargarse pidiendo “un Toño Cisneros”. En cuanto al digestivo, ay, el digestivo lo mejor sería tomarlo de tertulia en La Catedral: “¡Un Vargas Llosa para el señor!”, pregonará el camarero hacia la barra, para servirnos luego un pisco sour aromatizado con la flor de la canela.
En Bolivia, los lotófagos tendrían una ocasión inmejorable de satisfacer su gula con “un Jesús Lara”. Por lo que hace a los postres, y sobre todo en Cochabamba, el chef recomendaría una golosina que lleva el nombre de Néstor Taboada: naranjas maquilladas. Y si el comensal desea aprovechar los huecos entre plato y plato, y quiere escribir, pero le sale espuma, será porque alguno de los condimentos del plato anterior responde al nombre de Pedro Shimose.
En Chile, además de los supracitados “Pablo Neruda” y “Gabriela Mistral”, no estaría de más engullir algún que otro “José Donoso”, bajo cuya donosa denominación se escondería un ragú guisado en base a algún obsceno pájaro de la noche, o bien ese “Ariel Dorfman” que no sería nada distinto de un Pato Donald a la naranja. Y como ensalada, claro está, las suculentas Hojas de parra de su homónimo Nicanor.
En el Paraguay la carta abarcaría desde el deletéreo séptimo pétalo del viento, un “Bareiro Saguier”, pasando por el Minino de Jorge R. Ritter y el Perrito de Mario Halley Mora (platos suculentos para paladares chinos), hasta las tan terrestres Gallinas del grande y malogrado Rafael Barrett, que obran el terrible milagro de convertir a un ser humano en un propietario.
En el Uruguay, ¿qué tal para abrir boca unas anquitas de ranas?, esto es: “Un Rosencof”. Como primer plato, carne, la gallina degollada que nos remite a Horacio Quiroga, y como segundo plato, pescado, la corvina a la plancha que sugiere el nombre de Enrique Estrázulas. Desde luego, la repostería debe ser todo lo exquisita que reclama “una Juana de Ibarbourou”: digamos que consista en una macedonia de lenguas de diamante y rosas de los vientos. Aunque quienes amamos las calas (Zantedeschia aethiopica) tal vez prefiramos los cálices vacíos prometidos en la carta bajo el nombre Delmira Agustini.
Y en Argentina, con prescindencia de los ya enlistados Borges y Cortázar, la verdad es que se conseguiría un menú bastante completo. No en vano se trata de un país donde la plétora de títulos ad hoc conduce directamente al bicarbonato: basta pensar en El banquete de Severo Arcángelo de Leopoldo Marechal, El misterioso cocinero volador de Bernardo Kordon, Las sombras del pájaro tostado de Ricardo Eufemio Molinari, Cola de lagartija de Laura Valenzuela y, como definitivo título omnifágico, Para comerte mejor de Eduardo Gudiño Kieffer. Aprestémonos pues a un condumio no clásico en los anales del churrasco y el asado de tira, los chinchulines y el bife de lomo que se encuentran en cualquier carrito de La Costanera, y deleitémonos con “un César Aira” (bajo el cual se esconde una liebre a las finas hierbas) y “un Conrado Nalé Roxlo”, que no es otra cosa que una delikatesse para la historia: el espiedo de cola de sirena, plato poco menos que irrepetible. De postre un sorbete extraido de El limonero real de Juan José Saer, y como digestivo nada de licores de yuyos tanos ni franchutes: mejor “un Arlt”, cualquiera de los buenos y estimulantes Aguafuertes porteños.
¿Y en España? En España, otros deleites culinarios podrían ser la curiosidad de una sopa cantonesa de nidos de golondrinas bajo la rúbrica “un Bécquer”, y al solicitar “un Gabriel Miró” nos encontraríamos con la macabra sorpresa de una macedonia monotemática, de cerezas del cementerio. Es evidente que el cocido madrileño corre por cuenta de don Benito Pérez Galdós, analfabetamente descalificado como “el garbancero”, y qué duda cabe de que a García Lorca le está reservado un puesto indiscutible en la repostería con el brazo de gitano. Dicho sea de paso, no se podría pedir nada mejor que “un Unamuno” a la hora de encargar un guiso condimentado con la aromática de la fama: recordemos que fue él quien nos dejó dicho aquello tan sabio de que “el laurel es bueno para asaborar las patatas”. Last but not least, un detalle importante, y ustedes perdonen tan mostrenco pleonasmo: el bote de las propinas a los camareros debiera ser en forma de libro de Azorín y ostentar en su lomo (¿dije lomo? ¿lomo? ¡hmmmmmmmmmmmm!) el sugestivo título La voluntad. –
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