En 1999, quizás el mejor año de la década anterior para nuestra narrativa, Élmer Mendoza se dio a conocer con Un asesino solitario. Los lectores atestiguamos entonces la aparición de una escritura de marcado acento norteño, experta en el armado y resolución de fábulas cuyas tramas y atmósferas se entretejían con base en una mirada irónica sobre la situación política y social del país, un sentido del humor netamente sinaloense, sin reducirse al regionalismo ramplón, y un enfoque que despoja la existencia de su sentido trágico, gracias a su vocación por el juego, el movimiento perpetuo y la parodia.
Dos años después de aquella historia, en la cual un gatillero culiche combina su adicción a cierto tipo de galletas y refrescos con la consigna de quitar de en medio al candidato presidencial del partido en el poder, su segunda novela, El amante de Janis Joplin, vino a constatar que, en manos de este autor, la narrativa negra no se reduce a un número limitado de clichés, sino que está abierta a todas las formas, técnicas y búsquedas estéticas, como cualquier obra artística. Estas dos obras ya nos hablaban de un narrador de oído fino, que asimilaba las modulaciones del español que se habla en el norte de México, su tono ríspido y al mismo tiempo musical, su respiración peculiar, en tanto que reflejaba algunos aspectos de la vida delincuencial del noroeste de México. Ahora, con Efecto tequila, el autor confirma su dominio de ese lenguaje, al mismo tiempo que se lanza en busca de otros paisajes y otras problemáticas, incursionando en la novela de espionaje.
El protagonista y narrador del relato, Elvis Alezcano, de mediana edad, nostálgico de la mujer que lo abandonó, es una mezcla entre los “amorosos” de Sabines y los hombres de acción al estilo del 007: un ex agente de la Dirección Federal de Seguridad cuyas misiones lo han llevado a participar en conflictos internacionales como la Guerra de Las Malvinas, el cual, tras su jubilación, se dedica a recuperar autos robados en Culiacán, mientras obsesivamente se repite que hace mucho no se la acarician. Taciturno, fanático del rock, hijo de una pareja de jipis ancianos que consumen cantidades industriales de mariguana, Alezcano es reclutado por su antiguo jefe en la dfs para una misión con características de “imposible”.
Los protagonistas de Élmer Mendoza pertenecen a la estirpe de la picaresca. Son buscones quevedianos que deambulan por el norte sin esperanza de hallar lo que jamás se les ha perdido; lazarillos culiches siempre inmersos en su identidad regional, aunque su destino los lleve a miles de kilómetros de su terruño y se desenvuelvan en otros países y otras culturas; periquillos lizardianos que no se cansan de reflexionar sobre la política y los problemas sociales tanto de México como del resto del mundo, sin tomarse las cosas demasiado en serio, sin angustiarse, como este Elvis Alezcano, que da fin a sus reflexiones con frases como “Necesito un beso” o “Soy totalmente Palacio”. Pícaros con suerte, su buena estrella los abriga de la tragedia, aunque se pasen la vida cerca de donde se generan las catástrofes.
La encomienda de Alezcano consiste en localizar cierta caja. En ella hay unos documentos que servirán para detener una intentona de golpe de Estado en la Argentina azotada por el “Efecto Tango”. El argumento de la novela se conforma con una serie de conflictos internacionales que se enredan con la misión del sinaloense: las intenciones ocultas del RENAVE en México, la CIA, el Servicio Secreto de su Majestad Británica, los militares fascistas del Cono Sur con reminiscencias de la Guerra de Las Malvinas, espías árabes, los jueces españoles que procesan genocidas, el tráfico de instrumentos de alta tecnología militar, todo se va urdiendo en una trama alucinante, siempre en equilibrio sobre esa delgada línea que separa lo inverosímil y las convenciones de la novela de aventuras.
Efecto tequila se convierte así en algo semejante a una “máquina de leer”, un artefacto de movimiento incesante. Entre intrigas, crímenes, sesiones de tortura, asaltos a edificios supervigilados, persecuciones y huidas, el lenguaje narrativo de Élmer Mendoza se ensancha hasta convertirse en un torrente que, al tiempo que impulsa la acción del relato, absorbe todo a su paso, enriqueciéndose con dialectos regionales, jerga policiaca, jingles radiofónicos y televisivos, lugares comunes repetidos de boca en boca, refranes populares, letras rockeras, versos de poesía clásica. Un discurso ambicioso, omnívoro, sostenido sin tropiezo de principio a fin que, desde el punto de vista de este lector, es una de las mayores virtudes de esta novela, su verdadera propuesta.
Como en Un asesino solitario y El amante de Janis Joplin, en Efecto tequila Élmer Mendoza nos lleva en un viaje vertiginoso a través de un mundo caótico. Un mundo que sólo adquiere coherencia con el sentido del humor de su protagonista, quien conjura la incertidumbre con su nostalgia de la piel humana y con su afición a las frases publicitarias. Alezcano se repite una y otra vez, en medio del peligro: “Todo el mundo tiene un Jetta, al menos en la cabeza”, o “Hace mucho que no me la acarician”, en una muestra de cómo, con ingenio y un buen uso del lenguaje, la novela negra, de aventuras o de espionaje, aquellas que algunos aún insisten en clasificar como “subgéneros”, se tornan narrativa a secas, literatura sin adjetivos. –
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