En una de las sentencias más claras y radicales de su Necessary Angel, Wallace Stevens llegó a afirmar que “el mundo que nos rodea estaría desolado si no fuera por nuestro mundo interno”. Muchas veces he pensado que Merleau-Ponty bien habría podido completar estas líneas con otras suyas que parecen de Stevens y contienen nada menos que una definición de la realidad como “aquello que nos exige un acto de creación continua para que podamos experimentarlo”. Aunque no uno sino varios universos separan al filósofo francés y al poeta norteamericano, ambos se encuentran aquí en una reivindicación sin ambages del papel de la subjetividad en tanto principio constructor o productor de sentido. Aún más: ambos denuncian la ilusión del objetivismo en aras de una interpretación más dinámica y más rica de nuestras relaciones con la ya mencionada “realidad”. Y es que, en el fondo y en la forma nos dicen, todos somos responsables de ella, y la poesía y la filosofía son como el símbolo o la exacerbación de esa responsabilidad, las dos actividades del espíritu que, en los límites del lenguaje, transforman a sus practicantes en pertinaces “hacedores de mundos” o, como apuntó algún artista romántico, en “eternos pintores de paisajes”.
Uno de los recorridos más significativos y fascinantes a que nos convida el presente volumen podría empezar con esta idea de que el poeta siempre es un paisajista, alguien tocado por el afán de describirnos su encuentro con un cierto espacio y una luz. Durante más de treinta años, Andrés Sánchez Robayna no parece haber hecho otra cosa: pintar una y otra vez el paisaje canario, aludiendo a los más diversos ámbitos, hasta convertirlo en una versátil metáfora de nuestra manera de comprender el mundo y, por supuesto, de comprendernos a nosotros mismos. La cuidada recopilación que reseño permite seguir paso a paso este proceso, desde los esbozos iniciales de Día de aire (1970) hasta el momento último que representa, por de pronto, El libro, tras la duna (2002). También permite detenerse en las fases principales que lo constituyen y en sus articulaciones o puntos de ruptura: la etapa o época que concluye con La roca (1984), la que empieza con Palmas sobre la losa fría (1989) y se cierra con Sobre una piedra extrema (1995), las dos estaciones de tránsito que recogen Tríptico (1986) e Inscripciones (1999). Lo esencial, sin embargo, es que, sea cual fuere la lectura que elijamos, en todas vamos a encontrarnos con una idéntica pasión por el paisaje. Comentando unas palabras de Jean Starobinski ”La configuración que el deseo da al espacio”, Sánchez Robayna ya anotaba en su diario en 1987: “¿No es, en efecto, el espacio una forma del deseo? ¿No nos contiene como una parte de él, pero suscitada o despertada en nosotros?” Y añadía a renglón seguido: “Amamos el espacio (más aún el espacio desnudo) como si éste nos contuviese enteramente. El poeta griego veía en cada loma, en cada palmo de tierra pedregosa un escenario de antigua celebración. Y, sin embargo, nuestro espacio desnudo se abre a la historia y a la celebración con plena virginidad. Espacio inaugural. Y esa condición no sólo no nos hace amarlo menos sino, paradójicamente, acaso más aún”.
Estas frases que ahora se recogen al final del volumen, en el epílogo donde Sánchez Robayna asienta los fundamentos de su poética, dan una idea bastante clara de la particular erótica del espacio que preside desde un comienzo la labor de nuestro paisajista y le confiere a casi todos sus paisajes el valor de una sutil epifanía amorosa: la revelación de una unidad profunda entre la mirada y lo mirado. De ahí el carácter elemental, primero, de una palabra de fundación en la que se vuelca buena parte de la experiencia insular del poeta. La roca, la barca, las aguas, el ramaje y el viento vuelven una y otra vez a decir sus nombres, como si cada poema fuese un prístino acto de presencia. Pero me apresuro a aclarar que no se trata en modo alguno de levantar inventarios ni es ésta una poesía meramente descriptiva. Como su paisano César Manrique, Sánchez Robayna se enfrenta a la desnudez del espacio con una estética austera y rigurosa que trabaja con muy pocos elementos, para hacer aún más evidentes las ricas posibilidades que encierra. Así, tratándolos con amorosa minuciosidad, explora sus diversos estadios y combinaciones en un exigente ejercicio de composición de lugar que puede alcanzar una formulación marcadamente visual o sonora durante los primeros años de esta poesía, indudablemente su periodo más experimental. La voluntad de hacer siempre más con menos, sumada al tono despojado y a la reducción del verso a su más mínima expresión una sílaba o dos, bien habrían podido conducirle entonces a un callejón sin salida: los juegos autistas del formalismo. Uno de los grandes momentos del relato que nos cuenta En el cuerpo del mundo es justamente el de esta encrucijada en la que Sánchez Robayna pasa de la geometría verbal al canto. Y es que, con una inteligencia, con una sensibilidad y un talento admirables, el poeta va buscando en su voz los registros que le permiten evolucionar hacia un sobrio lirismo, sin brusquedad ni sobresaltos, como si se tratara no de una elección sino de un desarrollo natural.
Esta fase lírica es también la fase de una profundización del arte del paisaje que, bajo el signo de la luz insular, se convierte ahora en un dispositivo idóneo no sólo para explorar lo que se ve sino la posibilidad misma de ver. Philippe Jacottet, otro gran paisajista, definía hace algunos años la visión poética como “una atención tan honda que inevitablemente termina chocando con los límites de lo visible”. No conozco a muchos poetas de nuestra lengua que se hayan acercado hasta esos límites como lo hace Sánchez Robayna en los versos de Fuego blanco (1992) y, de un modo especial, en el ya citado Sobre una piedra extrema. Ambos libros señalan, además, la transformación de su poesía en una metafísica del paisaje en la que aquello que se revela no lo hace ya en la naturaleza sino a través de la naturaleza, apuntando a un más allá de claro signo religioso. La pregunta por lo visible deviene así una pregunta sobre el ser, que busca una respuesta trascendente y acaba entroncando con la tradición de la poesía mística: la noche oscura, el inefable ver del no ver. Pero, al mismo tiempo, muchos poemas de estos libros van esbozando un fragmentario relato autobiográfico que constituye el contexto de un diálogo del poeta consigo mismo y con sus circunstancias, y anuncian el gran viraje testimonial y existencial de la más reciente fase de esta poesía: la de El libro, tras la duna. En ella Sánchez Robayna se enfrenta con el desafío de adaptar un lenguaje de altos símbolos y epifanías a la narración de una experiencia individual, condicionada histórica y socialmente.
No es otro el momento por el que atraviesa en la actualidad la obra del poeta canario. En el cuerpo del mundo nos cuenta cómo llegó hasta aquí, pero no nos dice hacia dónde irá. Acaso la respuesta ya esté esbozada en algunos de los más hermosos poemas de El libro, tras la duna en los que se alcanza un raro punto de equilibrio entre la cósmica paleta del paisajista y el retrato de un hombre y su tiempo. Acaso sean otros los caminos por los que ha de transitar nuestro poeta en los años por venir. Lo cierto es que ya le debemos un lenguaje y un mundo. O, para decirlo con una frase suya que habrían podido suscribir Stevens y Merleau-Ponty, una palabra “capaz de llevar el sentimiento y el conocimiento humanos hasta la representación de una imagen del mundo sin dejar de ser, ella misma, una parte del mundo”. –
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