Discreción y rigor en la escritura: dos rasgos que caracterizaban la personalidad de Louis-René des Forêts (1918-2000). Discreción para apartarse de las efímeras celebraciones literarias y su fama vana. Circunspección que, sin embargo, no afectó al reconocimiento que su labor literaria suscitaba entre sus coetáneos (Georges Bataille, Raymond Queneau, Philippe Jaccottet, Maurice Blanchot, Edmond Jabès…) ni al interés que despierta en escritores actuales que se declaran tributarios de su obra (Dominique Rabaté, Jean-Benoît Puech, Richard Millet, Pierre Michon, Pascal Quignard…). Rigor en la escritura que le lleva a una singular maximización de los recursos del lenguaje y le convierte en uno de los más sutiles escritores franceses de la segunda mitad del siglo pasado. Exigencia impuesta a sí mismo que habiendo apurado las palabras hasta el límite del silencio le conduce, a su vez, a poner en tela de juicio a la propia literatura.
Louis-René des Forêts, consecuente con ese rigor al que he aludido, no es un escritor prolífico. Les Mendiants será su primera novela (Gallimard, 1943; Alfaguara, 1990). Le seguirá El Charlatán (Le Bavard, Gallimard, 1946), Les Grands Moments d’un chanteur (Gallimard, 1954) y La Chambre des enfants (Gallimard, 1955; Montesinos, 1982). Tras quemar el manuscrito de una novela, en la que había trabajado durante cinco años y que debía titularse Le voyage d’hiver, convencido de que la literatura es un medio impotente para transmitir la verdad, no volverá a publicar ficción. Sólo después de su muerte será editada Pas à pas jusqu’au dernier (Le Mercure de France, 2001), relato crepuscular que narra las meditaciones de un anciano que espera su muerte. Les Mégères de la mer (Le Mercure de France, 1967) y Poèmes de Samuel Wood (Fata Morgana, 1988) serán sus únicos poemarios. Asimismo, colaborará con diversas publicaciones (L’Arbalète, Les Lettres nouvelles, La Nouvelle Revue française…) y, junto con Yves Bonnefoy, Michel Leiris, Paul Celan, Gaetan Picon y André Bouchet, fundará en 1967 la revista L’Efémère. Puntualmente, utilizará su pluma para tomar partido político; en especial a favor del mayo del 68, o creando en 1954 con Dionys Mascolo, Edgard Morin y Robert Antelme el Comité Contra la Guerra de Argelia. Desde 1975 hasta 1997 redactará Ostinato (Le Mercure de France), autobiografía conformada por fragmentos sincrónicos de su vida donde, a modo de fulgores poéticos, reflexiona sobre determinadas vivencias y en torno a la literatura. En 1991 recibirá el premio nacional de las letras francesas por el conjunto de su obra.
El charlatán, en el momento de su edición, pasó totalmente desapercibido entre crítica y lectores. La preeminencia de la literatura existencialista de aquella época condenaba al margen cualquier experimento formal. Será en 1963, al publicarse de nuevo en las ediciones de bolsillo 10/18, cuando alcanzará un público y merecido prestigio, convirtiéndose en un clásico de las letras francesas. Las dos primeras partes del relato explican la irrefrenable necesidad de hablar de un joven taciturno. Él mismo se erige en narrador de su propia historia. Achispado por el alcohol y en un momento de exaltación, empieza a contar sus intimidades más infames a una mujer a la que acaba de conocer en un cabaret. El hilo de su discurso, vehemente y atropellado, se rompe ante la inesperada risotada de ella. Lo que creía complicidad y confidencia se vuelve desaprobación, irrisión, ridículo. Avergonzado, huye del local hasta un parque próximo. Allí se encontrará con un individuo con quien había mantenido un altercado al rivalizar por los favores de la mujer. Éste le propinará una severa paliza. Él se deja golpear como una forma de expiar su culpa (por el vicio de hablar y por la humillación recibida). Exhausto y magullado, no puede levantarse del suelo nevado. El canto (sublimación de la palabra) de un coro de niños le evoca la pureza de la infancia perdida y le ayuda a reanimarse. El suceso está contado utilizando múltiples recursos narrativos: circunloquios, pormenorizaciones, incisos, cambios de tono emotivos… Técnica formal, de virtuosismo sintáctico y aquilatada arquitectura narrativa, que densifica el relato, da cuerpo a los personajes y recrea acendradamente los escenarios del acontecimiento. Todo ello en su minuciosidad, morosidad y sugestión para seducir al lector; para mantenerle atento y mudo. Y una vez conseguido ese efecto, en la última parte, el narrador introduce la duda de si todo lo dicho no es más que una mentira y su verdadera intención fuera meramente la de hablar por hablar hasta que las palabras, en su extenuación, reclamen el asilo del silencio: “Me callo porque estoy agotado de tanto exceso. Esas palabras, todas esas palabras sin vida que parecen perder hasta el sentido de su sonido apagado”. Y así, de súbito, los conceptos fuertes que sustentan el relato soberanía, ebriedad, risa, culpa, expiación, canto quedan abolidos y con ellos la literatura misma; pues, a la postre, nos vendrá a sugerir Des Forêts en un acceso nihilista, ésta no es más que un parloteo que se sustenta a sí mismo. Toda comunicación es imposible porque el lenguaje es insuficiente o miente. ¿Cómo adecuar entonces la experiencia al lenguaje? ¿Cómo solventar la necesidad de hablar/escribir? Esa es la aporía irresoluble de la palabra: sirve para comunicar y nombrar al mundo, pero al mismo tiempo, y trágicamente, el lenguaje, llevado hasta su límite, acaba cuestionando su propia pertinencia. Cuando del lenguaje resta un vano parloteo, el honor de las palabras lo resguarda el canto o el silencio. Louis-René des Forêts, consciente de las carencias del lenguaje y de las trampas de la literatura, supo sagazmente conjugar sus parloteos, cantos y silencios. –
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