Búfalo Bill era un explorador especializado, como su nombre lo indica, en búfalos. Agazapado detrás de un mechón de pasto en la pradera observaba sus costumbres, registraba en una bitácora sus hábitos y después, como la conciencia ecológica no era materia urgente en aquella época, les clavaba un tiro en el testuz y luego vendía sus pieles y organizaba una cena, con carpa a la intemperie, de solomillo y entrecot. La abultada agenda de Búfalo Bill se cruzaba todo el tiempo con las actividades de la banda de indios de Toro Sentado. Este mítico líder, capaz de llevar a feliz término una revuelta sin moverse de su taburete histórico, era, después de los búfalos, el eslabón débil de aquel ecosistema que contaba también con la feroz presencia de George Armstrong Custer, un general rubio que, en su entusiasmo porque aquel territorio fuera un país de rubios, iba arrasando con todo lo moreno, indios, búfalos. En este punto específico era donde la agenda de Custer entraba en colisión con la de Búfalo Bill y la de éste, a su vez, con la de Toro Sentado, que era, por una parte, el propietario de varios de los búfalos que Bill iba liquidando y, por la otra, el enemigo jurado de Custer. En medio de estas zacapelas, del centro de aquellas batallas campales entre indios, búfalos y rubios, salía periódicamente, cruzando “campos de llamas y lluvias de flechas”, Molly Wingate, una señorita que fue inmortalizada por un pintor de la época como La Madona de las Praderas. Aquellas salidas periódicas de Molly obedecían a la pasión que sentía por Búfalo Bill, su héroe, que entre tiro y tiro la citaba, por ejemplo, en el hotel Lone Star de Oregon. Molly acudía siempre puntualmente, esquivaba llamas, flechas y pisotones de búfalo, se bañaba, se perfumaba con la esencia de la época y preparaba el guiso predilecto de su héroe. Así la encontraba Búfalo, acicalada y con la sonrisa difuminada por los humos que despedía el perol. Todo esto lo sabemos por los lienzos que ejecutó el pintor Karl Bodmer, específicamente los de la serie “Las tribus nativas americanas”, donde están comprendidas las tribus de indios, las de soldados rubios y las de búfalos. Búfalo Bill, a todo esto, era el alias de William Frederick Cody, y sus batallas campales tenían lugar en el Salvaje Oeste, durante la segunda mitad del siglo XIX.
Tras décadas de batallar, aquel ecosistema terminó por desequilibrarse. Un guerrero sioux dio cuenta del general Custer y puso a ondear su cabellera rubia en la punta de su lanza, Toro Sentado se sintió viejo y Búfalo sentó cabeza junto al perol de Molly Wingate y aprovechó su último chisporroteo vital para, encima de una mullida piel de búfalo, hacerle un hijo. Nuestro controvertido héroe pasó los siguientes quince años rumiando sus hazañas hasta que un día, espoleado por Molly y Búfalo junior, decidió emprender un negocio en el mundo del espectáculo. Un pintor de apellido (¡no es posible!) Custer lo inmortalizó en un óleo, fechado a principios del siglo XX. Búfalo Bill, de melena y barba blancas, sonríe delante de una carpa de circo donde puede leerse, en letras rojas y azules: Buffalo Bill’s Wild West, el salvaje oeste de Búfalo Bill. El espectáculo era una simpleza: Búfalo Bill, acompañado por una copiosa plantilla de extras y una manada de búfalos narcotizados, representaba sus conquistas y aventuras en el Salvaje Oeste. Con el tiempo el espectáculo fue ganando admiradores y prestigio, y tres años más tarde dio un salto prodigioso en cantidad y calidad al incluir en su casting al auténtico Toro Sentado, que para entonces no hacía más que contemplar el campo desde su taburete histórico e intercalar, con la idea de hacerse más ligera la vejez, vasos de aguardiente con pipas de marihuana. La inclusión de Toro Sentado fue un éxito rotundo. El día de su debut quedó cifrada la entrada récord: un millón de personas apeñuscadas en una explanada de Staten Island. Toro Sentado era un actor pésimo que se sujetaba a la dirección escénica férrea que le marcaba Búfalo. Su papel era sencillo pero de gran peso psicológico: a mitad de la batalla (todo el espectáculo era una batalla ininterrumpida), Toro, bañado por un aplauso caluroso, cruzaba parsimoniosamente el foro y luego regresaba, con la misma parsimonia, a sentarse en su taburete histórico, donde permanecía hasta el final de la función. El empujón que dio la presencia de Toro Sentado al negocio llevó al Buffalo Bill’s Wild West a París, y ahí tuvieron, durante un mes, una exitosa serie de presentaciones. Ya para entonces la fama le había dado ideas a Toro Sentado: después de cada show sacaba su taburete afuera de la carpa y, por cierta cantidad de dinero, se fotografiaba con quien se lo pidiera; por una cantidad extra, estampaba también su firma. En el Museo Smith de Arte Indígena, en South Dakota, hay una foto deslumbrante: Toro Sentado (de pie) blandiendo un tomahawk en el Quartier Latin al fondo puede verse la silueta del arcángel Saint Michel. Búfalo junior, hijo de Búfalo y Molly y administrador del espectáculo, escribió un libro de memorias de título A Life with Bill, una vida con Bill, donde cuenta cómo Toro Sentado, después de sus sesiones de fotografía y autógrafos, se internaba por las calles de la ciudad donde estuviera y repartía sus ganancias entre la gente necesitada. ~
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