Jeffrey Davidow llegó como embajador a México en 1998 y regresó a Estados Unidos cuatro años después. Su libro es un recuento, un testimonio y un análisis de ese período. Esos años fueron, en realidad siguen siendo, como dice el proverbio chino, tiempos interesantes. El país cambió radicalmente. Para medir la distancia que nos separa del pasado reciente basta recordar que en los años ochenta el embajador John Gavin provocó una verdadera crisis cuando se reunió con un grupo de integrantes del PAN. El entonces presidente del PRI como recuerda Davidow advirtió que esa reunión era parte de “oscuros cónclaves reaccionarios”, y no faltó quien pidió que se considerara a Gavin persona non grata y se le expulsara del país.
Ciertamente, no fue a ese país que llegó Davidow a finales de los noventa. Baste recordar que en 1998 el PRI había perdido la mayoría en la cámara de diputados, Cárdenas gobernaba la ciudad de México y los estados de Jalisco, Nuevo León y Guanajuato, entre otros, eran gobernados por Acción Nacional. No sólo eso: el Instituto Federal Electoral era completamente autónomo e independiente, y la posibilidad de un fraude electoral era prácticamente nula. Lo único que faltaba era que el PRI perdiera la presidencia de la República, tal como ocurrió el 2 de julio de 2000. El embajador Davidow fue un testigo y un actor, no al estilo de ningún procónsul, durante este período.
De ahí la importancia de su testimonio. La embajada de Estados Unidos fue un lugar privilegiado para observar y entender lo que ocurría. Las anécdotas de Davidow tienen valor en sí mismas. Son todas experiencias de primera mano y están escritas sin cortapisa alguna. Lo mismo relata sus charlas con Francisco Labastida, pocos días antes de la elección, que describe cómo Liévano Sáenz, secretario particular del presidente de la República, le informó desde el mediodía del 2 de julio que las tendencias favorecían en forma irreversible al candidato de la Alianza por el Cambio. Más tarde el presidente Zedillo le comunicó a los priistas su decisión de aparecer en la televisión para reconocer la victoria de Vicente Fox, lo que provocó enojo y malestar en el PRI y en el equipo de Labastida. Este tipo de testimonios arrojan luz sobre lo que ocurrió en varios momentos cruciales y sólo por ello la lectura del libro resulta indispensable.
Pero los méritos del libro no terminan allí. El papel que desempeñó el embajador en la nueva relación mexicanoestadounidense fue obviamente fundamental. Le tocó atestiguar el giro de 180 grados que dio la política exterior de Vicente Fox, tanto en materia de migración como en la estrategia que adoptó su gobierno frente al 11 de septiembre y, posteriormente, en relación con el conflicto con Saddam Hussein. En esta parte el testimonio del embajador es doblemente interesante: él estuvo en ambos lados de la cancha. Conocía las intenciones y los objetivos del gobierno mexicano y sabía qué, cómo y cuándo estaban dispuestos a negociar la Casa Blanca y otras instancias del gobierno estadounidense.
Al leer estas páginas, hay varias cosas que quedan claras. La primera de ellas es que, al inicio de su mandato, el presidente Bush estaba más que predispuesto a favor de Fox y de México. La segunda es que el tema migratorio era extremadamente complejo, por lo que fue un error haber concentrado toda la agenda bilateral en esa cuestión. La tercera es que México se metió en un conflicto innecesario al ingresar al Consejo de Seguridad de la ONU. La cuarta es que la reacción del presidente Fox ante los atentados del 11 de septiembre fue tardía y torpe. Y por último, que la designación de Aguilar Zínser como embajador de México ante la ONU fue una tontería (el término es mío, JSS) que el presidente de la República cometió en contra de la opinión de Jorge Castañeda.
Sin embargo, Davidow no mantiene sólo una posición crítica frente a lo que ocurría en México. Su descripción de la Casa Blanca y de cómo se han cometido una serie de errores en la cooperación con nuestro país llena muchas páginas del libro. La nota dominante es la falta de tacto y de prudencia con la que operan, muchas veces, los organismos del gobierno estadounidense. Por eso una de las partes más interesantes de El oso y el puercoespín es la que está dedicada a analizar la “operación Casa Blanca”. Esta operación encubierta para descubrir el lavado de dinero en la banca mexicana es un buen ejemplo de cómo las mismas instancias del gobierno estadounidense tienen políticas e intereses divergentes que, lejos de coordinarse, pueden chocar entre sí.
Tal vez la principal virtud del libro está en la parábola que inspira su nombre: México es un puercoespín y Estados Unidos un oso. El segundo es enormemente fuerte y puede con sus movimientos torpes e imprudentes lastimar, incluso sin proponérselo, a sus vecinos. El primero es extremadamente sensible y vive en estado de permanente alerta e irritación, pensando que cualquier movimiento del oso busca perjudicarlo. Davidow va incluso más allá. La Guerra del 47 (1846-1848), que es apenas un pie de página en los libros de historia en Estados Unidos, es para los mexicanos un agravio actual que nutre un resentimiento permanente. A ello añade Davidow una reflexión adicional: el PRI utilizó y fomentó el nacionalismo defensivo como una forma de legitimación de su dominación autoritaria.
Y en efecto, a la luz de la historia, las relaciones entre Estados Unidos y México han sido algo más que difíciles. La paradoja está en que, como lo señala el propio Davidow, a partir del libre comercio y de las transformaciones políticas, así como de ese sincretismo particular que se da en la frontera, las relaciones entre ambas naciones se acercan cada vez más. No sólo eso. La vecindad y la comunidad de intereses están creando una serie de áreas en que la cooperación y el entendimiento son posibles e indispensables. La lógica de esa relación, en lugar de ajustarse a las reglas de un juego de suma cero, en el que lo que uno pierde lo gana el otro, produce dividendos positivos para ambas partes.
El mejor ejemplo de lo que acabo de decir es la reciente propuesta del presidente Bush en materia migratoria. Ver esa iniciativa como una concesión al presidente Fox y a México sería una ingenuidad mayor. La Casa Blanca tiene su propia agenda: terminar con el submundo de la ilegalidad y alcanzar un mayor control de sus fronteras, para fortalecer así su seguridad interna. Sin embargo, sólo un ciego podría negar lo evidente: la regularización de los trabajadores inmigrantes reportará una serie de beneficios para millones de mexicanos que trabajan del otro lado de la frontera. De hecho, en El oso y el puercoespín hay una serie de datos y testimonios que permiten entender el alcance y las motivaciones que han llevado al presidente Bush a lanzar esta iniciativa.
Una palabra final sobre Jeffrey Davidow. El embajador es un amigo de México. Los relatos de sus frecuentes viajes al interior del país y el aprecio que tiene por nuestra cultura están en muchos párrafos. No por casualidad Davidow cierra su libro con una visión poco convencional para un estadounidense: en el año 2025 el presidente González, oriundo de Jalisco, toma el teléfono para comunicarse desde… la Casa Blanca con sus contrapartes canadiense y mexicano. ¿Es posible? ¿Una moneda común? ¿Fronteras abiertas? Sí, nos dice Davidow: “El mundo cambia, las opciones evolucionan, lo impráctico se vuelve factible, lo inconcebible termina siendo lugar común. Las puertas deberían mantenerse abiertas, no cerradas.” Por eso la palabra clave del futuro es convergencia. ~
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