Es posible que “formas narrativas de la cultura” perífrasis sugerida por una destacada lifestylist parezca un eufemismo para no decir “literatura”. Sin embargo, en mi opinión, define mejor el espacio literario (o, por lo menos, el lugar que podrían ocupar mis libros) en un mundo donde las ficciones comunes eso que convenimos en denominar “cultura” son fundamentalmente no literarias (lo que no significa que, por ello, sean ajenas a la literatura: sencillamente no son literatura, sino otra cosa).
Estoy convencido de que escribir hoy no difiere en esencia de lo que fue escribir en cualquier otro tiempo, salvo por la circunstancia de que, ya en nuestros primeros contactos con el mundo, éste aparece desmesuradamente ficcionalizado. En un mundo así, cualquier intento de narrativa realista se convierte inevitablemente en metanarrativa.
David Foster Wallace ha escrito que “la verdadera autoridad en un mundo que ahora vemos como construido y no descrito es cada vez más el medio que construye nuestra visión del mundo”. Lo construido es un tipo de ficción completamente diferente a lo descrito. Un tipo de ficción inabordable desde el punto de vista del realismo literario y de la “lengua media”: la lengua de esos medios que construyen las ficciones que adquirimos como realidad y que, cada vez más, se ofrece a los lectores como la única lengua literaria posible.
Cuando lo real se construye a partir de ficciones que apuntan directamente a los sentidos, entiendo que es privilegio de la escritura abordar lo que hay de ficción en la realidad. Este propósito me obliga a desviarme tanto de la tradición realista moderna como de ciertas corrientes posmodernas que se limitan a ocuparse de la cualidad “textual” de las cosas, arrinconando todos aquellos aspectos que no pueden ser reducidos a lo puramente lingüístico.
Como explica el autor norteamericano Ron Sukenick hablando de su propio trabajo, mis narraciones arrancan de una tradición más antigua que el realismo. Una tradición disidente, cuyo origen se remonta a los sofistas griegos, y que es recuperada a través de los siglos por autores como Ovidio, Lucrecio, Rabelais, Cervantes, Sterne, Swift, Diderot, Kafka, Joyce, Cortázar y muchos otros. A la que también han recurrido los grandes fundadores de la novela realista para crear algunas de sus obras, así Dostoievski en las Memorias del subsuelo o Flaubert en Las tentaciones de San Antonio. Una tradición que, además, cuenta en la literatura española actual con representantes de la talla de Juan Goytisolo y Julián Ríos, y a la que se aproximan los “nuevos narradores” que más me interesan. Por citar sólo a unos cuantos: Eloy Fernández Porta, Antonio Orejudo, Juan Francisco Ferré, Javier Pastor, Javier Calvo, Eloy Tizón o Francisco Casavella.
Lo esencial de este sector históricamente disidente no es su esporádico carácter de “vanguardia”, “ruptura”, “marginalidad” o “experimentalidad”, términos con los que difícilmente podría identificarme, sino un decidido compromiso materialista (un deseo de explorar la materia en toda su complejidad) opuesto al estilo real/idealista de las corrientes mayoritarias.
La presente confusión entre “materialismo” y “realismo” procede de una forma de mirar que se inicia en el Renacimiento y se desarrolla, sobre todo, a partir de finales del siglo xviii, cuando se consigue una identificación casi total de “materia” con “realidad” y, al mismo tiempo, de “realidad” con “percepción”. Existen múltiples ejemplos de ello en todos los ámbitos del conocimiento pero, para lo que aquí nos ocupa, valga el clásico ejemplo stendhaliano del espejo colocado al borde del camino: la realidad literaria es lo reflejado en el espejo; la materia no importa. Parece estar ahí sólo para ser reflejada. Lo real es lo ideal. Hasta la actualidad, la literatura, la filosofía y buena parte de las ciencias naturales continúan adoptando esa postura real/idealista.
Los libros mejor considerados hoy en día tienden a no tener en cuenta el impacto de la “cultura material” en la que vivimos inmersos. Rechazan o pasan por alto muchos elementos de esa “cultura material”, tales como el mercado o las nuevas tecnologías. Una buena parte de los narradores actuales más influyentes se refieren a esos elementos (a menudo de forma irónica) como si fueran simplemente algo no deseable a lo que podemos renunciar o que podemos ignorar e incluso “debemos” ignorar para salvaguardar la “pureza” del “pensamiento”, la “pureza” del “relato” (como en el caso de los “nuevos puritanos” ingleses) o la “pureza” del “lenguaje” (argumento muy obsoleto en una época de lenguas mestizas, pero siempre esgrimido a conveniencia por los literatos que pretenden convertirse en la bandera de un idioma) en lugar de como el medio ambiente contemporáneo, como una parte esencial de aquello en lo que ya nos hemos convertido.
Aun a riesgo de “contaminarme”, elijo reconocer el mundo en el que vivo, los efectos que produce en mí y en quienes me rodean, y hacer ficciones con ello. Y para eso trato de utilizar todos los medios a mi alcance, que son hoy más que nunca.
Parece claro que la cultura pop influye mucho más, a la hora de construir nuestra identidad, que la cultura humanista tradicional: ¿por qué no habría entonces de elaborar mis ficciones a partir de la televisión, el pop-rock, la moda, el mercado, la ciencia ficción, el terror, el porno, la idea popular de la ciencia o la filosofía, los consultorios de las revistas, la obsesión por la salud, las tecnologías y sus efectos sobre el cuerpo humano, la paranoia, la retórica política, etcétera…? Habitante de un mercado global y mediático, ¿por qué no habría de escribir relatos globales y mediáticos? Cuando la estrategia de los medios de comunicación consiste en presentar la realidad “de un modo tan banal que a nadie pudiera interesarle” (las diversas versiones del reality show), ¿no es mi derecho insistir en la complejidad de la materia, ese bullir de larvas que proliferan bajo cada relato mediático y bajo cada explicación supuestamente técnica?
Pero tales preguntas que, si eso es lo que se me pide, podrían resumir una “poética”, no pueden plantearse “en el lenguaje” ni “con el discurso” de los medios de masas. Para mí, las formas narrativas de la cultura contemporánea se desarrollan en las tecnologías y en el mercado y tratan de las tecnologías y del mercado, pero no se escriben al dictado de las tecnologías ni en el idioma sentimental de los mercados. –
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