Es inútil tener reservas al respecto. Si la primera entrega de la trilogía cinematográfica sobre El señor de los anillos, La hermandad del anillo, es el tipo de película que crece en el recuerdo y en cada revisión, e instala al director Peter Jackson como un visionario de audacia poco común en el panorama actual, la segunda entrega, Las dos torres, termina por a) remitir la declinante saga derivativa de Tolkien, Star Wars, al museo de las plantas marchitas por exceso de trascendencia, y b), más grave aún, desnudar la naciente saga de J.K. Rowling y la Warner Bros. sobre Harry Potter como una reescritura de Tolkien filtrada por la literatura de la “little England” a lo James Hilton. Pero lo mejor de todo es su celebración plena de los recursos cinematográficos en su registro más épico, la suma de referencias que ahora se acumulan con la confianza del éxito financiero previo. La hermandad del anillo avanzaba estéticamente del cine fantástico de los cincuenta hacia el díptico de Los Nibelungos de Fritz Lang (1924), con digresiones que parecían accidentales hacia el western vertiginoso de Howard Hawks (las amistades viriles forzadas entre persecuciones feroces); en Las dos torres es un siglo de cine lo que se da cita.
Como la novela, la película retoma la historia justo en el momento en que se interrumpió en la aventura inicial, con los hobbits Frodo Baggins (Elijah Wood) y Sam Gamgee (Sean Astin) camino a Mordor para destruir el Anillo, mientras sus compañeros Pippin (Billy Boyd) y Merry (Dominic Monaghan) eran capturados momentáneamente por una nueva especie de guerreros monstruos, los uruk-hai, para terminar en lo alto del Ente o árbol ambulante (voz de John Rhys-Davis); pero a ambos los iban a rescatar Aragorn (Viggo Mortensen) y el enano Gimli (de nuevo Rhys-Davis), quienes acaban defendiendo el reino de Rohan del ataque del ejército de diez mil uruk-hai reclutados por Saruman el Blanco (Christopher Lee). Total, un enredo o tres historias diferentes que, en su paso al cine, evidencian su independencia, aunque los guionistas hacen lo imposible por equilibrarlas en una línea armónica. Y el cine que ha alimentado a Jackson se asoma con fuerza; a Lang ahora lo desplaza casi un siglo de directores e imágenes: el episodio del rey Theoden (Bernard Hill) de Gohan evoca con fuerza el Rey Lear de Kosintsev (1970), con sus aldeanos enlutados, su castillo instalado en un páramo barrido por los vientos y su rey debilitado por la influencia del sinuoso Grima (Brad Dourif escurriendo servilismo) y sostenido por una hija tan empeñosa como, al final, inútil.
Jackson juega al cine y, si no desobedece a Tolkien, sigue más bien sus instintos. Gandalf reaparece para perder toda la solemnidad que en la primera parte lo emparentaba tanto con Obi Wan Kenobi; aquí su supervivencia de una muerte segura se explica en unas cuantas imágenes, no muy convincentes, sólo para volver con una sonrisa de vanidad: ya no es Gandalf el Gris, sino El Blanco, como si eso significara mayor cosa, y se transforma en un héroe de western con corcel blanco y llegada salvadora en el último segundo (haciendo que el caballo repare en lo alto de la montaña, como el Zorro, el Llanero Solitario o ese otro albino, Hoppalong Cassidy); la clave de western asoma por todas partes: lo que parecía un accidente visual, dada la topografía de la locación en La hermandad del anillo, aquí es una convención seguida tranquilamente, sobre todo en la historia de Aragorn, rescatado por su corcel y recorriendo agónico campiñas que habría firmado el Delmer Daves de Cielo amarillo.
Por necesidad o por voluntad personal, de hecho Jackson se concentra en la historia de Aragorn y su defensa de la fortaleza de Helm, que en la novela es apenas un capítulo y aquí abarca una de las tres horas de duración total; es el acta de liberación definitiva contra la novela y la explosión de las fuerzas naturales de la película, convocando a los grandes asedios cinematográficos, desde la caída de Babilonia en Intolerancia (1916, Griffith) hasta La noche de los muertos vivientes (1968, Romero); del mismo modo, la procesión de los elfos con lámparas abandonando su reino es un guiño al Shangri-La como hotel de lujo de Horizontes perdidos (1937, Capra). En un recuento preliminar, Jackson termina dando la razón a George Lucas y a Rowling: a Tolkien no se le puede seguir con puntualidad: en algún momento, estimula a tomar caminos propios que lo van dejando atrás; de hecho, la historia de Pippin y Merry con el Bárbol, la más fiel al libro y a las preocupaciones ecológicas del novelista, es la más débil, una digresión anticlimática contra la que es claro que no supieron lidiar ni director ni guionistas. Y ya que se menciona a Rowling, no se puede dejar de pensar que el momento en que Frodo y Sam se esconden de los huruk con su capa anticipa la “capa de la invisibilidad” de Harry Potter, y que Saruman tiene la misma serpiente como emblema que la casa de Sliterin en Howarts, y que la “S” identifica a ambos, y que el vicioso Golum es una versión demoníaca del duende doméstico Doby, que sigue y perjudica a Harry en La cámara secreta, y que Bárbol es una versión amable del “árbol boxeador”. Por el momento, basta.
Porque la doble fuerza de Las dos torres está en su calidad como gran película de acción, por un lado, y como exploración de las tentaciones del mal. El anillo es la encarnación del mismo Mal metafísico incubado en los seres más comunes. Y lo mismo dio para que Frank Norris escribiera McTeage y Von Stroheim filmara Avaricia que para que Lucas inventara el Lado Oscuro y el Imperio.
Frodo es ahora un ángel torturado, consumido por el peso de llevar una pieza codiciada instantáneamente por quienes sólo esperan el momento de vender su alma a las Tinieblas con tal de ganar el poder. El tema fáustico aquí está matizado por la presencia aberrante de Golum, esa criatura enviciada por poseer al anillo, su Precioso. Y quien ahora tiene un papel protagónico es un ser dividido entre una pleitesía enferma a Frodo y un odio contra quien lo separa de su meta. En sus monólogos dostoievskianos se debate su alma, dividida entre sentimientos dolorosos y diametralmente opuestos; no es un demonio, sino el esqueleto del espíritu humano, el anticipo de su propia alma en pena. La necesidad de que se destruya el anillo, que en la primera entrega sonaba a mero pretexto para arrancar la aventura, aquí es perentoria. Las dos torres es el espectáculo de las fuerzas que la sed de Mal puro desata en la masa y en el individuo. Es la epopeya de nuestra única culpa inexpiable. ~
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