¿Un país sin futuro? Reflexiones sobre el colapso argentino

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"Un país que tiene todo y no logra nada": ésta parecería ser la frase que mejor resume el desconcierto del mundo al contemplar la catástrofe argentina. Catástrofe, tragedia, debacle, fracaso son algunas de las palabras repetidas hasta el hartazgo cuando "crisis" no alcanza para transmitir la extensión y profundidad del descalabro experimentado.
Los múltiples indicadores económicos, sociales y políticos se reflejan en cifras y datos abrumadores. Citemos sólo los más obvios y escalofriantes: una caída del producto bruto del 16% para este año (mayor que el sufrido tras las respectivas devaluaciones en México, Tailandia, Indonesia, Corea, Rusia, Ecuador, Brasil y Turquía), una tasa de paro que se aproxima al 26%, niveles de pobreza urbana que ya han superado el 50%, treinta muertos en protestas sociales, una clase política incapaz de ofrecer salidas a la crisis y repudiada a diario en las manifestaciones, "piquetes", cortes de ruta, asambleas barriales donde el grito es uno: "que se vayan todos". Si aquí es donde estamos, en las siguientes reflexiones ofreceré una interpretación de dónde venimos y hacia dónde vamos.
     Para contestar el primer interrogante, de nuevo puede ser útil distinguir los aspectos económicos, políticos y sociales. Cuando uno intenta explicar las razones del fracaso de la Argentina, resulta inevitable remontarse en la historia. Una mirada rápida debe señalar las vicisitudes del régimen democrático, permanentemente cuestionado por unas fuerzas armadas que se otorgaron el papel de "reserva moral de la Nación". Desde el primer golpe militar contra el orden constitucional en 1930 hasta el presente, Argentina padeció seis intervenciones militares y sólo 38 años de gobiernos democráticos. Con anterioridad al periodo actual, que se inició con la restauración democrática de 1983, el periodo más largo de gobierno democrático fueron los nueve años de las dos primeras presidencias de Juan Domingo Perón (1946-55). Luego hubo un periodo de cuatro años (1958-62) hasta que Arturo Frondizi fue derrocado. De allí en más, sólo hubo dos gobiernos democráticos de tres años de duración cada uno (Arturo Illia, 1963-66, y Juan Perón e Isabel Perón, 1973-76). Por lo tanto, cuando se habla de la inmadurez, ineptitud e ignorancia de la clase política argentina, al mismo tiempo hay que señalar las pocas oportunidades que los políticos tuvieron, a lo largo de setenta años, de practicar su profesión. La prohibición de todo tipo de actividad política alentó en dicha clase hábitos destinados exclusivamente a diseñar estrategias de supervivencia. Escasos eran el tiempo y la energía necesarios para pensar, debatir y diseñar políticas públicas.
     El segundo rasgo a tener en cuenta es la profundidad de las confrontaciones que condujeron al horror de 1976-82, con su secuela de diez mil muertos y desaparecidos. Más allá de la tragedia humana, más allá de los errores políticos, conceptuales e ideológicos que condujeron a asumir la lucha armada como forma de dirimir alternativas para llegar a la "buena sociedad", en este contexto es perentorio señalar la pérdida de una generación entera de activistas políticos que actualmente deberían ser quienes llenaran el vacío que ha dejado la actual dirigencia. Entre los jóvenes que hoy deberán esperar diez años para influir en la cosa pública y los mayores de sesenta que no quieren reconocer que la esterilidad de su accionar es en gran parte causa del presente aciago, falta una generación que hoy estaría debatiendo las propuestas capaces de movilizar a la población.
     Pero, ¿por qué esas divisiones resultaron más profundas en el contexto argentino que en otros de Latinoamérica? ¿Por qué la Argentina, con su población mayoritariamente de origen europeo, no pudo desarrollar partidos políticos a lo largo del espectro izquierda-derecha que sin embargo existieron hasta 1943? La respuesta, claro, es el peronismo. Sin entrar ahora a caracterizar el régimen peronista, quisiera sólo hacer referencia a dos aspectos cuya persistencia ayuda a explicar la crisis de representación de los partidos políticos en Argentina hoy. En primer lugar está el hecho de que el peronismo heredó del radicalismo yrigoyenista la concepción "movimientista" de la política. A diferencia de un partido, que representa una parcialidad de la sociedad, un movimiento pretende representar a la sociedad toda. Así, quienes se oponen al "movimiento" sólo pueden hacerlo desde el campo del "antipueblo". Hasta el mismo Raúl Alfonsín, cuyas credenciales democráticas no pueden ponerse en duda, intentó, durante su presidencia en la década de los 80, fundar un "tercer movimiento histórico", superador del yrigoyenismo y del peronismo. No sólo el proyecto quedó en nada, sino que podría aducirse que fue uno de los muchísimos motivos que finalmente llevaron al radicalismo a su estado actual de existencia apenas vegetativa.
     En segundo lugar, vale recordar el éxito rotundo que logró Perón, ayudado en medida considerable por Evita, al identificar de manera incontestable al peronismo con la justicia social. Pero no fueron las instituciones peronistas, por otro lado clientelares y asistencialistas, las que perpetuaron dicha identificación, sino las personas físicas: Perón y Evita. El eslogan de la época peronista que mejor reflejaba esto era: "Perón cumple. Evita dignifica." Pero si el "movimiento peronista" era garante de la justicia social, y a la vez encarnación del "pueblo", al antiperonismo, o incluso al no-peronismo, le quedaban las banderas del constitucionalismo liberal, que, desde luego, no representaban una preocupación para el peronismo. De esta manera, la legalidad, ya que no la legitimidad, se convirtió en la bandera del antiperonismo: el resultado no buscado fue que la separación de poderes, las libertades cívicas, etc., se identificaron con el "odio al pueblo". Los no peronistas, todavía hoy, no logran superar esta identificación.
     El radicalismo que asume el gobierno en 1983 declara triunfalmente el fin del peronismo. En el arrebato de la fiesta democrática tras el fin de una dictadura militar, que no sólo había elegido el terrorismo de Estado como manera de combatir la violenta campaña de los grupos terroristas urbanos, sino que, como si aquello fuera poco, pretendió absurda e irresponsablemente tapar sus crímenes con la aventura militar de las Malvinas, Alfonsín descuida los aspectos de gestión que deberían representar la razón de ser de todo gobierno. Entre otras cosas, permite que la rama estudiantil del radicalismo, la Franja Morada, convierta la universidad pública, y sobre todo la Universidad de Buenos Aires, en coto privado, y su presupuesto sea utilizado para financiar los costos políticos del partido radical. Pero no sólo es el aspecto corrupto el dañino, sino que esta entrega de la universidad a Franja Morada impidió toda discusión acerca del futuro de la universidad y las alternativas de financiamiento que superasen el subsidio ofensivo de toda la sociedad a una institución cuyos beneficiarios representan, cuando mucho, el 10% de la población. La escuela pública en Argentina estuvo amenazada en los últimos veinte años no por designio alguno de gobiernos "neoliberales", sino por la negativa de los sectores que respondían al Partido Radical y a grupúsculos de izquierda a debatir seriamente la reforma educativa propuesta en 1995 por el gobierno peronista, así como por el desvío de los recursos hacia una universidad ideológicamente impedida de solicitar una matrícula mínima a los hijos de la clase media. Los mismos que luego no dudaban en pagar las matrículas de quince o veinte mil dólares que cobran las universidades inglesas o norteamericanas por un curso de maestría.
     El mal manejo de la economía, que culmina en la hiperinflación del 5.000% en 1989 y la ola de saqueos a supermercados, determina el adelantamiento de la entrega del poder por Alfonsín a su sucesor electo, el peronista Carlos Menem. Este último convierte la necesidad en virtud y opta por una economía de mercado abierta al mundo. Con un Estado en bancarrota pero a cargo del 70% de la actividad económica, con servicios públicos colapsados luego de décadas de desinversión, con un Estado elefantiásico, ineficiente y corrupto, con reservas en el Banco Central que apenas llegaban a los mil millones de dólares, Menem lidera un proceso de transformación económica que le hizo pensar a Douglass North en 1992 que Argentina, al igual que España, podría llegar a convertirse en un país capaz de romper con una trayectoria histórica que parecía condenarlo a una mediocridad crónica.
     Aquí se pone en evidencia la crisis de representación de los partidos políticos argentinos. Por un lado, un peronismo tradicionalmente identificado con el pueblo y la justicia social, que en su "marcha partidaria" loa a ese "gran argentino que se supo conquistar a la gran masa del pueblo, combatiendo al capital", y que sin embargo desde el gobierno implementa los fundamentos del llamado "Consenso de Washington": estabilidad macroeconómica, apertura de la economía, privatización de las empresas estatales, etc. La eliminación de la inflación, consecuencia de la Ley de Convertibilidad, en abril de 1991, favorece indudablemente a toda la sociedad, incluyendo a los más pobres. La tasa de pobreza, que había alcanzado un 30% a causa de la inflación, se redujo al 20%. Sin embargo, las privatizaciones y la reestructuración de la economía aumentan la tasa de paro, artificialmente baja en el periodo anterior gracias al empleo público. Se llega así a tasas de paro del 14% en 1994, cuando la economía argentina sufre por primera vez el "contagio" producto de la devaluación mexicana y de la ignorancia de quienes manejaban los fondos de inversión en los países centrales. El PBI crece a lo largo de la década de los 90 a tasas que rozan el 9% anual, para quedar en 6% al final de esa década tras la sucesión de crisis financieras externas (la asiática y la rusa de 1998) que producen el retiro de los flujos de inversión de los mercados emergentes y desaceleran la tasa de crecimiento de la economía.
     Como es habitual durante estos procesos de modernización a ritmo pavoroso, son los sectores más preparados para aprovechar la oportunidades de la globalización los que más se benefician. Es así que al tiempo que aumentan los salarios para todos, aumentan mucho más para los sectores medios y medio-altos, y con educación universitaria. Estos sectores no votan al peronismo, con el cual tienen un problema de "piel". Menem, con su acento provinciano, sus trajes brillosos, sus patillas a lo Facundo Quiroga (un caudillo decimonónico oriundo de la misma provincia de La Rioja que Menem), sus modales poco sofisticados para la sensibilidad presumida de los porteños, es despreciado por aquellos que más se benefician de sus políticas.
     ¿A quién vota la clase media, con salarios en dólares que son la envidia de sus equivalentes europeos? Pues al Frente Grande, al radicalismo, al Frepaso y, en 1999, a la conjunción de todos ellos en la Alianza por el Empleo, la Educación y la Justicia, cuyos partidarios, mientras se benefician con "el modelo", dan rienda suelta a sus instintos anticapitalistas al denunciarlo. Cuando eligen ser más explícitos, denuncian el "neoliberalismo". A decir verdad, reconocen que deben su bienestar a la convertibilidad, por eso la Alianza acepta, a regañadientes, defenderla en su campaña electoral. Todo el tiempo, aunque cuidándose de hacerlo en público, tanto radicales como frepasistas barruntan contra la convertibilidad, contra la estabilidad, contra las privatizaciones, contra lo que llaman "la destrucción del Estado a manos del neoliberalismo", como si décadas de empleo clientelar, ineficiencia y corrupción no lo hubiesen dejado hecho jirones. Si hay algo que une a los aliancistas es el odio visceral a Cavallo, ex colaborador del gobierno militar y a quien Alfonsín culpa de haber precipitado su salida del gobierno en 1989. Lo que más detestan son las comisiones millonarias que los peronistas cobran a las empresas que compran las empresas estatales quebradas. Los políticos peronistas, acostumbrados hasta ese momento a vidas miserables apenas solventadas por los sindicatos, descubren que una decisión de ellos significa cientos de millones de dólares para empresarios, muchas veces extranjeros. De allí a considerar normal aceptar una comisión por el servicio prestado, no hay ni siquiera un paso. ¿Es esto corrupción? Desde luego, es ilegal. Pero si por corrupción entendemos, con Niall Ferguson, el pago para influir en una política pública en beneficio de intereses privados, habría que poder determinar si éstos se contradicen, en cada ocasión determinada, con el interés público. ¿Es éste el caso de las privatizaciones de teléfonos, de gas, de electricidad? No, lo cual no quiere decir que no se hayan cometido errores en el diseño de los marcos regulatorios respectivos, pero más por apresuramiento e ignorancia que por designio.
     Sea como fuere, el despliegue ofensivo y arrogante de los frutos del enriquecimiento ilícito entre los colaboradores más cercanos al presidente y a la jerarquía partidaria se convierte en el centro de la campaña política. La Alianza no hace campaña contra el "neoliberalismo", sino contra la corrupción. Para colmo, la obsesión de Menem por obtener una segunda, e inconstitucional, reelección eleva como candidato del peronismo a una figura absolutamente indigerible para la clase media: Eduardo Duhalde, gobernador de la provincia de Buenos Aires y ex vicepresidente de Menem. Duhalde no sólo hace campaña contra el gobierno y el "modelo", sino que representa todo lo que despierta el "gorilismo" antiperonista de la clase media: intelectualmente mediocre, de instintos populistas, rodeado de patotas encargadas de intimidar a todo adversario, alienta a su esposa, Hilda Chiche Duhalde, a fundar una corriente política femenina que bautiza "evitismo". Domingo Cavallo le quita, en las elecciones presidenciales de 1999, el 15% de los votos de clase media y media alta que hubiesen votado por un candidato peronista comprometido con las reformas de la década de los 90. Fernando de la Rúa y la Alianza tienen así garantizada la victoria.
     Mientras la Alianza insiste en identificar a Duhalde con el gobierno de Menem, y convierte la lucha contra la corrupción en el eje de su campaña, Fernando de la Rúa, de cuyo conservadurismo pocos dudan, calladamente ofrece garantías de continuidad del "modelo". Entramos así en lo que María Elena Walsh llama "el mundo del revés": el candidato del partido de gobierno (Duhalde) hace campaña contra este último, y el partido de la oposición hace campaña contra el gobierno mientras calladamente ofrece garantías de continuidad con la política de Menem. Todo el tiempo, el voto de los pobres y de las clases más bajas sigue fiel al peronismo. En el Gran Buenos Aires, el área de mayor concentración de población y de pobreza del país, la alta correlación entre nivel de pobreza y voto peronista se mantiene.

     La paradoja y las contradicciones se hacen notar enseguida. Los mismos legisladores de la Alianza comienzan a denunciar la política de su gobierno precisamente por su continuidad con la política "neoliberal". De la Rúa, cuya ineptitud para la función ejecutiva y el liderazgo político pronto se pondría de manifiesto, sigue los consejos de un reducidísimo grupo de amigos y familiares en el sentido de "dejar caer" a los socios izquierdistas del Frepaso. La renuncia a la vicepresidencia del frepasista Carlos Chacho Álvarez, en octubre de 2000, marca el principio del fin de la Alianza. A partir de allí, de la Rúa busca asegurar la gobernabilidad en negociación con los gobernadores peronistas, quienes controlan catorce de los 24 distritos electorales del país, incluyendo tres de los cuatro más importantes, las provincias de Buenos Aires, Córdoba y Santa Fe. El cuarto es la Ciudad de Buenos Aires, tradicional bastión de la clase media y del antiperonismo.
     La confusión se instala en la Argentina: el gobierno había sido votado para mantener "el modelo", o sea, la paridad peso-dólar que aseguraba la estabilidad y la apertura al mundo, pero también para superar la desprolijidad e improvisación del experimento menemista. Cuando el candidato a ministro de Economía de la Alianza, José Luis Machinea, anuncia durante la campaña electoral que "la convertibilidad no se toca", la clase media deja de lado la desconfianza que le despiertan la tradicional incapacidad de gestión de los radicales y el izquierdismo poco serio del Frepaso y vota a la Alianza. Pero los políticos de la Alianza creen que los votaron por su supuesto progresismo y comienzan a hundirse en un debate por momentos autista acerca de las políticas a seguir. En realidad, en casi ningún momento se debaten políticas públicas. Jamás un político argentino se ha preguntado en público, y dudo que lo hayan hecho siquiera en su fuero íntimo, qué es lo que quiere el ciudadano. Los únicos que lo han hecho han sido los peronistas, que entendieron siempre cuál es la preocupación esencial de todo ciudadano: trabajo, dignidad, seguridad y un futuro para sus hijos. Sorprende en Argentina, por un lado, la gama de alternativas que se debaten, que van desde el cierre de la economía a la renacionalización hasta la apertura total y desregulada, y, por el otro, la pobreza del debate público. Si uno trata de imaginar una charla de café entre un militante radical y uno frepasista en los años en que la Alianza de ambos partidos estuvo a cargo de la cosa pública (1999-2001), antes que acaloradas discusiones acerca de la educación o de las políticas sociales por diseñar e implementar, es imposible imaginar otra cosa que disputas por la "interna": el reparto de cargos, tácticas para ocupar posiciones a costa de los mismos aliados, pequeñeces y mezquindades convertidos en la norma y no en la excepción del activismo político. La percepción cada día más evidente, en medio de una recesión económica que se profundizaba, de que la preocupación de los dirigentes políticos no era más que la obsesión por defender privilegios, inadmisibles en el mejor de los casos, insoportables hoy, lleva a las elecciones legislativas de octubre de 2001, y al nuevo fenómeno del "voto bronca". En un país donde el voto es obligatorio, hasta un 40% de los votantes opta por estropear la boleta para asegurarse la anulación de su voto. El voto bronca es un repudio a la falta de imaginación, creatividad, coraje e ideas de la clase política argentina. En abril de este año Roberto Cachanosky escribía lapidariamente, en La Nación de Buenos Aires: "La población argentina está sufriendo una injusta agonía económica y social, que no es producto de una guerra o de un cataclismo. Está sufriendo por la falta de grandeza de una dirigencia política que no ha comprendido que está agotado el modelo del gasto público improductivo y de los privilegios sectoriales". Cuando surge una figura de las mismas filas del gobierno que plantea combatir la corrupción enraizada en el aparato estatal, en las clientelas políticas, en las universidades, es expulsado por sus propios correligionarios. Tal fue el caso de Ricardo López Murphy, ministro de Economía durante quince días en 2001.
     La ignorancia de lo que significaba la convertibilidad, que además de un régimen monetario era una regla fiscal por la cual el gobierno no podía emitir moneda sin un respaldo correspondiente en las reservas del Banco Central, sumada a los instintos anticapitalistas y a la ignorancia del funcionamiento de los mercados, llevó a una devaluación irresponsable, una "pesificación" destructora de los contratos y, por ende, socavadora de la seguridad jurídica, y sin un plan económico consistente. Las consecuencias, anticipadas por analistas a lo largo de 2001, se hicieron notar de inmediato: la destrucción de los ahorros y de los salarios, la inversión paralizada, los activos esfumados, los créditos que no pueden ser pagados, y no queda claro cuántos bancos quedarán en pie tras la "pesificación" asimétrica de deudores y acreedores. Tal desprecio por la ley, ilustrado por el primer "corralito" del entonces ministro de Economía Domingo Cavallo en diciembre de 2001, más la devaluación asimétrica, redundó en la decisión de las casas matrices de la banca extranjera de no enviar dólares para sostener a sus sucursales locales. Una cosa hubiera sido enviar fondos para fortalecer a las casas locales y ofrecer seguridad a los depositantes, y otra cosa muy diferente enviarlos para que de inmediato se fugaran del sistema financiero local.
     Llevaría otro artículo de igual extensión repasar las causas externas (desde la devaluación mexicana de 1994 a la brasileña de 1999, pasando por la crisis asiática, la caída de los precios de las materias primas y el cierre de los flujos de inversión posterior a la debacle rusa de 1998) e internas de la catástrofe económica (endeudamiento creciente, déficit fiscal descontrolado, subida desmesurada de impuestos en febrero de 2000 en medio de una recesión, cambiantes reglas del juego). A modo de reflexión y de provocación, resumiría dichas causas en una: falta de confianza. Las contradicciones del sistema político señaladas arriba extendieron el desconcierto y la incertidumbre: ¿se devaluará? ¿Se entrará en cesación de pagos? ¿Se respetará la seguridad jurídica cuando los legisladores de la Alianza exigen la renegociación de los contratos de los servicios privatizados? ¿Y los derechos de propiedad? A medida que aumentaba la certeza de que las reglas de juego de un sistema capitalista no serían respetadas, ya fuera por convicción, por ignorancia o por irresponsabilidad, los consumidores dejaron de consumir, los inversores dejaron de invertir, los ahorristas precavidos retiraron sus fondos del sistema financiero local para refugiarse off-shore. ¿Y los no precavidos? Allí siguen, atrapados en el "corralón", del que sólo saldrán perdiendo, sea cual fuere la "solución" ofrecida. La confusión política se transformó en desquicio económico.
     ¿Hacia dónde vamos? ¿Cómo saldremos del abismo en el que hemos caído, o al que la irresponsabilidad, ineptitud, ignorancia e inmoralidad nos han empujado? ¿Cómo restablecer la confianza en el sistema político? ¿Cómo lograr que los ahorristas internos saquen sus dólares del colchón o de Nueva York y los inviertan en Argentina en actividades productivas? Después de la destrucción de contratos y el ataque a los derechos de propiedad que representan el corralito y la confiscación de depósitos, y de la devaluación caótica y destructiva, ¿cuántos años habrán de pasar? En cuanto a los inversores externos, si sumamos a lo anterior la reestructuración de las grandes corporaciones provocadas por el escándalo de Enron, WorldCom, etc., y la recesión amenazada en los EE.UU. y en Europa, motores del comercio internacional, ¿hay acaso quienes estén pensando en invertir en la Argentina? Después de todo, un país que celebra la cesación de pagos (los legisladores lo hicieron con champán en el recinto del Congreso) difícilmente puede esperar encontrar mucha gente ansiosa por ofrecerle crédito.
     En el corto plazo, nada apunta hacia una salida del abismo, y mucho menos una salida ordenada. Las decisiones, o indecisiones, económicas del gobierno legal (elegido por la Asamblea Legislativa) pero sin legitimidad de Eduardo Duhalde (según encuestas recientes, un 80% de los encuestados desaprueba su gestión y sólo un 2% tiene una imagen positiva del presidente) auguran un 2003 más que difícil para quien lo suceda. Si bien es cierto que la decisión de anticipar el llamado a elecciones para el 30 de marzo de 2003 oxigena la situación política, no ofrece salidas a los problemas sociales ni plantea el principio de solución a los problemas económicos. De ahora hasta el 25 de mayo, fecha en que ha de asumir el nuevo gobierno, seguiremos no nada más en el abismo, sino con los pies en la ciénaga. El problema no es sólo ése, sino que durante los meses que quedan se profundizará la catástrofe, y la única seguridad que brindan es un hundimiento cada vez mayor. De allí que Carlos Reutemann, el gobernador de la provincia de Santa Fe y candidato a presidente preferido de los sectores modernizadores, peronistas y no peronistas, se niegue a aceptar la candidatura por su partido, el peronista. Para poder entregar el gobierno el 25 de mayo de 2003, facilitando la larga y ardua tarea de reconstrucción imprescindible para que la Argentina pueda quizás convertirse dentro de diez años en un país serio, confiable, respetuoso de las leyes, donde sus habitantes puedan vivir en libertad, con seguridad y cierto grado de bienestar, el gobierno de Duhalde debería tomar una serie de medidas y asumir su costo político. Aunque más no fuera para asumir verdaderamente el papel de gobierno de transición. Debería implementar una salida del corralito, reestructurar el sistema financiero para reestablecer el crédito, sin el cual no puede haber actividad económica que no sea el trueque, diseñar una política monetaria creíble que suscite la confianza de los argentinos y comenzar a plantear las pautas de negociación con los acreedores externos, sin cuya aquiescencia Argentina no podrá jamás tener acceso a los mercados de capital internacionales. Hasta entonces, la reactivación económica no se producirá, el desempleo y la pobreza aumentarán, el deterioro de la infraestructura a causa de la destrucción y la desinversión planteará un esfuerzo mayúsculo para el próximo gobierno.
     En el nivel político, al menos las elecciones siempre representan la ilusión de un cambio, la esperanza de que pueda cambiarse el camino seguido hasta el momento, si se percibe como errado. Entre la infinidad de instituciones que deben reconstruirse en Argentina, el surgimiento de una nueva clase política, sin vínculos con la "vieja política" de prebendas, clientelismo y corrupción, requerirá tiempo. ¿Posible? Desde luego. ¿Probable? Dudoso. Hasta que no pase esto, hasta que el sistema político no acceda a autorreformarse eliminando los privilegios ofensivos y los gastos desproporcionados que refuerzan la crisis de representación, hasta que no se reconstituyan las instituciones, es un sinsentido hablar del largo plazo en Argentina. ~

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