Christopher Hitchens no perdona. Fino para la sorna y la polémica, ha hecho carrera en el pegajoso mundo del periodismo de denuncia, apuntando la pluma contra los blancos más dispares. Su arsenal ha sido dirigido por igual contra el presidente Clinton (en el libro No One Left to Lie to, the Values of the Worst Family) que contra el Museo
Británico y su apego imperial a los mármoles de Elgin (The Elgin Marbles: Should they be retuned to Greece?). También se ha despachado con varios libros más, sobresaliendo el que escribió en contra de la Madre Teresa (a quien llama "el fantasma de Calcuta") y que lleva por herético nombre The Missionary Position: Mother Theresa in Theory and Practice.
Lo último en salir de la cabeza del periodista estadounidense se llama El juicio de Henry Kissinger. Nada explica mejor el objetivo del último trabajo de Hitchens que lo que el propio autor declaró sobre el título del libro: de haber quedado en sus manos, ha dicho sin miramientos, la obra se habría llamado Henry: Portrait of a Serial Killer (Henry: retrato de un asesino en serie), recordando la brutal película que hiciera John McNaughton a finales de los 80 sobre el psicópata Henry Lee Lucas. Hitchens desistió de usar este título sólo gracias a la intervención de su editorial, que le hizo ver, no sin razón, que el libro podría desacreditarse ante la crítica y caer en un verdadero abismo comercial. Hitchens optó, seguramente tras un berrinche, por cambiar el explícito nombre que quería para el libro por uno más sutil. Lo que no sufrió alteración alguna fue el argumento central: que Henry Kissinger, secretario de Estado estadounidense y pensador político par excellence, es un genocida, un asesino, un conspirador, un secuestrador y un torturador, y debiera ser juzgado como tal en las cortes internacionales.
Hitchens causó un inmenso furor en Estados Unidos por dos razones. La primera de ellas es que los libros escritos sobre Henry Kissinger, personaje fundamental en la política estadounidense durante los últimos 35 años, han sido mayoritariamente elogiosos. Incluso Kissinger: a Biography, el exhaustivo texto de Walter Isaacson que marca cierta distancia con Kissinger y resalta el narcisismo galopante del ex funcionario, no puede evitar reconocer la brillantez y complejidad de la figura que estuvo sentada detrás del trono en la oficina oval por tantos años. En cambio, Hitchens no sigue el camino del aplauso, ni mucho menos: su tono es intenso, indignado y, por momentos, hasta iracundo.
La otra razón que explica el impacto de la polémica desatada por Hitchens tiene que ver con la difusión y la fortaleza de los argumentos. Las palabras de Hitchens también recibieron una calurosa acogida en las páginas de la centenaria revista Harper's, que divulgó, en meses consecutivos, en dos largas partes, sus abrumadoras ideas. A esta publicación siguió un alud de controversias y polémicas, entre ellas un inolvidable intercambio entre Hitchens y David Rieff, en la revista Prospect. El asunto llegó a tal grado que Harper's decidió finalmente organizar una mesa redonda para analizar el caso de esta especie de fiscalía del cuarto poder contra Kissinger.
Pero más allá del impacto mediático logrado por Hitchens están los argumentos que presenta en frío orden, como quien cataloga negocios fracasados, en un índice formado por los nombre de los países con los que Kissinger tuvo algo que ver: Chile, Chipre, Timor Oriental, Bangladesh y, por supuesto, Indochina. Lo que se lee en cada uno de estos capítulos es para poner los pelos de punta. A juzgar por la investigación hecha pública, Henry Kissinger fue, en plena Guerra Fría, una figura incluso más macabra de lo imaginado: jefe de los sicarios, maquiavélico entre maquiavélicos.
¿Qué propone Hitchens? Desde su óptica, los Estados Unidos deben dejar a un lado la hipocresía diplomática que crea ese doble estándar gracias al cual exigen que tal o cual dictador o este o aquel genocida sea extraditado y sometido a juicio en las cortes correspondientes, pero que les impide reparar en los criminales de guerra que descansan protegidos plácidamente en Washington, intocables por la justicia internacional. Para Hitchens, si Milosevic merece estar en La Haya o Pinochet debe enfrentarse al jurado, Henry Kissinger debiera ocupar, sin contemplaciones, el mismo banquillo de los acusados.
Hitchens arma su argumentación en torno a lo hecho por Kissinger entre 1968 y 1973. Dos de los casos más sólidos son el papel de la dupla Kissinger-Nixon en la prolongación de la guerra de Vietnam en 1968 y la manipulación de la vida política (o de la vida, punto) chilena a raíz de la elección de Salvador Allende.
En el primer caso, Hitchens acusa a Kissinger y, por supuesto, a Nixon, el villano favorito de los Estados Unidos de la Guerra Fría, de entablar pláticas secretas con el gobierno de Vietnam del Sur que acabaron con cualquier posibilidad de acuerdo entre las partes en conflicto. Kissinger, brazo derecho de Nixon rumbo a las elecciones presidenciales del 68, logró que las hostilidades continuaran: una guerra de Vietnam viva le daría votos a Nixon al desacreditar la campaña del demócrata Hubert Humphrey. Con Nixon finalmente en la Casa Blanca, Kissinger se consolidó como secretario de Estado y la guerra siguió su marcha durante al menos cinco años más.
Hitchens también acusa a Kissinger ya como hombre fuerte del gabinete de retardar el regreso de las tropas norteamericanas cuando se acercaba la elección de 1972, en las que Nixon buscaba la reelección. Kissinger, en resumen, podría ser responsable de alargar la guerra, con fines políticos, en dos momentos trascendentales de la misma. La manos del nuevo Canciller de Hierro estarían manchadas con la sangre de más de veinte mil soldados estadounidenses e incontables vietnamitas.
Igualmente asombrosos son los argumentos (y la evidencia) en el caso chileno. Hitchens señala a Kissinger como el orquestador del asesinato, en 1970, del comandante en jefe del ejército chileno, general René Schneider. En opinión del polémico periodista, Kissinger hizo todo menos jalar del gatillo para eliminar a Schneider, que estaba en contra de ejercer la fuerza para evitar que Salvador Allende se sentara en La Moneda.
Hitchens cimienta sus argumentos en evidencias notables: comunicaciones recién desclasificadas del gobierno de Nixon, archivos del FBI, distintos memorandos de la Casa Blanca y cables y transcripciones de la CIA. A decir de Hitchens, el único elemento que falta son los papeles del propio Kissinger. Sin embargo, la caja de Pandora que podrían representar esos archivos está bien cerrada por el momento. Kissinger, que tiene el cerebro de un ajedrecista, guardó la inmensa mayoría de sus papeles en la Librería del Congreso, donde deben permanecer hasta su muerte.
No obstante, si las palabras de Hitchens empezaran a resonar con mayor fuerza, hasta los secretos de Kissinger podrían estar en peligro. En opinión de Hitchens, el juicio a Kissinger es una cuestión de honor para los Estados Unidos. Por el momento, sin embargo, Henry Kissinger sigue gozando de libertad absoluta y un respeto casi unánime: es una personalidad en el circuito mundial de conferenciantes y acaba de publicar Does America Need a Foreign Policy?, libro que resulta fundamental para entender la política exterior de los Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XX.
¿Será que, como sugiere Hitchens en la siempre ominosa contraportada de su libro, la justicia es "como una telaraña": fuerte para atrapar a los pesos ligeros (Milosevic y compañía) pero débil cuando se trata de aguantar a los pesados? De la respuesta a esa pregunta surgió el odio de Osama Bin Laden. Buena parte del futuro de los Estados Unidos depende de la resistencia de esa telaraña. –
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.