Gracias al talento editorial del profesor Eloy García y al gran celo investigador de Roberto Vila, se han rescatado tres informes de Manuel García-Pelayo, primer presidente del Tribunal Constitucional español, elaborados por encargo del rey Juan Carlos I y que hoy ven la luz, dentro de la colección de Clásicos de pensamiento de la editorial Tecnos, en un libro cuyo título, pura síntesis, no puede ser más acertado ni sugestivo: El Rey.
Al profesor Manuel García-Pelayo se le podría definir como un jurista republicano español. Probablemente fue, junto con Nicolás Pérez Serrano, el gran tratadista de nuestro derecho constitucional en el siglo XX. Partiendo de esta identidad republicana es ya de por sí innegable el significado y valor puramente histórico de esta comunicación intelectual con Juan Carlos I, que se inicia aún sin haber vuelto el profesor de su exilio caraqueño, en el interregno entre el régimen franquista y la Constitución. Pero, atendiendo al propio contenido de los informes que son recogidos en el libro, nos encontramos con el esbozo de una comprensión de la monarquía parlamentaria que dialoga de forma directa con el presente y con el renovado interés, no solo académico, por la institución monárquica.
Cualquier profesor de derecho constitucional puede constatar que cuando explica la corona a los alumnos se adentra en una zona gris, donde la percepción que estos tienen de la institución no encaja con el papel institucional del rey que se deduce del título ii de nuestra Constitución y que los manuales de la asignatura predican. Dicho de otra forma, a los alumnos, sea cual sea el prejuicio ideológico que tengan sobre la corona, hay que descubrirles que el rey no es stricto sensu un poder del Estado –lo cual les resulta contraintuitivo– y a partir de ahí introducirles en el debate sobre la funcionalidad de una magistratura hereditaria y políticamente neutral al frente de la jefatura del Estado en una democracia. Existe, podríamos decir, una distorsión entre el imaginario asociado a la corona, dentro del cual esta estaría provista de la energía necesaria para, en último término, defender la Constitución, y su realidad constitucional, que hemos interpretado los juristas a la luz de conceptos como “actos debidos” y “poder neutro”, o de eslóganes clásicos como el de Adolphe Thiers, “el rey reina, no gobierna”, siempre conducentes, en el fondo, a apartar a la institución de cualquier debate político en torno a ella y, también, a reducir su significado o trascendencia dentro del esquema de poderes establecido por la Constitución.
Leído el tríptico de informes que integran El Rey de Manuel García-Pelayo, lo primero que uno percibe es que esta comprensión, digamos proteica, del rey en nuestra monarquía parlamentaria tiene raíces profundas en el propio momento constitucional. Lejos de dibujar una jefatura del Estado con el molde de las monarquías nórdicas, el profesor García-Pelayo proponía una magistratura no desprovista de importantes prerrogativas. Así, en el primero de los informes, fechado en 1977 y, por lo tanto, preconstitucional, nuestro luego presidente del Tribunal Constitucional defendía, por ejemplo, que fuera el propio titular de la corona quien nombrara al presidente del Gobierno, sin el concurso explícito, por lo tanto, de la voluntad mayoritaria del Congreso expresada ritualmente en la investidura, tal y como ahora determina el artículo 99 de la Constitución. Todo ello partiendo del presupuesto apodíctico –y hoy insostenible– de que es evidente que “el parlamento no puede imponer al rey un presidente”.
En este primer informe del jurista republicano se insiste igualmente en un hecho que creo explica bien la razón de por qué la legitimidad de nuestra monarquía parlamentaria es, para muchos, inescindible de su utilidad o funcionalidad. La tercera restauración no ya de la monarquía sino de la dinastía de los Borbones en España es un hecho extraño en la realidad política europea. Se trata, en puridad, de una atípica renovatio monarquiae en la segunda mitad del siglo XX. A este respecto, el elemento esencial de la monarquía parlamentaria española no es tanto su conexión con la tradición, como es propio de las monarquías europeas, sino precisamente su modernidad, como elemento condicionante de la transición política española a la democracia. Y es desde esta raíz, en la que la eficacia de la acción de la monarquía es irrebatible, desde la que se comprende el vínculo entre la legitimidad del monarca y su funcionalidad que subraya el propio García-Pelayo, pero que creo que está muy presente hoy no solo en la sociedad española sino en buena parte de los estudiosos de la monarquía parlamentaria, entre los que destaca quien firma el muy valioso estudio de contextualización a este volumen, el profesor Javier Tajadura, o el propio Eloy García, quien ha acuñado entre nosotros, con éxito, una idea de la neutralidad regia que se opone a un rey gubernamentalizado tanto como a uno neutralizado, reservando al jefe del Estado un espacio de acción no para la política partidista, pero sí para la política constitucional.
El propio hecho histórico del intento del golpe de Estado del 23F, con la consabida acción del rey Juan Car- los I durante el cautiverio del gobierno y sus ministros en el Congreso, ayudó a afianzar esta comprensión de la monarquía parlamentaria en la que la acción es medida de su legitimidad. Es precisamente sobre el encaje constitucional de la actuación regia durante esta jornada sobre lo que gira el segundo de los dictámenes que conforman el libro y en el que García-Pelayo, tal como esbozara otro jurista indispensable para el derecho público español, Ignacio de Otto, reconduce la legitimidad de la actuación de Juan Carlos I a un poder de reserva, como expresión de un derecho de excepcionalidad no escrito al que hay que atender cuando la situación fáctica coloca a ciertos órganos constitucionales ante la imposibilidad de acción, y que tiene su encaje, en todo caso, en el juramento de guardar y hacer guardar la Constitución que impone al rey el artículo 61 de la Constitución.
Es significativo, desde luego, que fuera el propio presidente del Tribunal Constitucional quien se resistiera a desvincular la jefatura del Estado de toda responsabilidad en la defensa de la Constitución, asumiendo, de forma pragmática, que es desaconsejable negar al rey toda posibilidad de acción en este ámbito. Y es que no solo contempla el profesor García-Pelayo esa reserva de poder a favor del monarca, a la que hacíamos alusión, sino que, como esboza en el tercer y último dictamen con el que se cierra el libro, también sugiere el encaje constitucional de la negativa regia a la sanción de una ley o de un acto con fuerza de ley que “atente contra la vigencia de la Constitución, la unidad de la nación o la existencia del Estado”. Todo ello sobre la base de que esta actuación excepcional no empañaría la neutralidad del monarca, precisamente al ejecutarse como defensa de la propia Constitución. Una defensa, añadimos nosotros, anticipada y en parte excluyente a la del propio Tribunal Constitucional.
El Rey de Manuel García-Pelayo no es, para entendernos, un rey noruego, aunque si se piensa en la trayectoria vital de alguien que se forma durante la Segunda Restauración, vive la formación del derecho público de la Segunda República y luego desarrolla su vida académica entre la España de Franco y el presidencialismo venezolano, no es de extrañar que su idea de la jefatura del Estado en una monarquía no sea la de un autómata constitucional. La experiencia de una monarquía parlamentaria, incluso de una república parlamentaria, era algo ajeno a la biografía del profesor Manuel García-Pelayo. En cualquier caso, no son pocas las ocasiones en las que, en su informe para el príncipe nuevo, alude al riesgo que conlleva para su legitimidad la ejecutoria de cualquiera de las prerrogativas extraordinarias a las que hemos hecho referencia. Esta legitimidad funcional que está de alguna forma en nuestra cultura de la monarquía parlamentaria es al mismo tiempo una suerte de condena al riesgo, lo propio de la acción, para la monarquía.
Y es aquí, claro, cuando el libro nos incita a contrastar El Rey de Manuel García-Pelayo con la difícil ejecutoria que ha tenido que afrontar Felipe VI. Primero, por la necesidad de escenificar un repudio, por lo menos parcial, a su causante, en una institución precisamente basada en la herencia. Segundo, y más importante, al decidir actuar el 3 de octubre de 2017 en un escenario de crisis constitucional donde, a diferencia del 23F, no existía una imposibilidad material para que lo hiciera el gobierno. A este respecto, creo que se puede decir que, dadas las circunstancias de su reinado, el equilibrio entre neutralidad y acción ha adquirido con Felipe VI un eje específico no exento de riesgos. De entre ellos, tal vez ninguno tan intenso como el que deriva, en un contexto de polarización política, de los intentos de utilizar a la corona como significante partidista.
Es precisamente en este contexto polarizado, y ante la normalización general de las formas populistas en la vida política, desde donde adquiere pleno sentido el valor integrador de la corona que teoriza el maestro Manuel García-Pelayo y, en concreto, su capacidad para “neutralizar el fenómeno nada deseable, pero posible, de que en esta época de políticos stars, alguno o algunos de ellos asumieran una excesiva representatividad, incompatible con el pluralismo democrático”. Creo que este virtuosismo de la monarquía parlamentaria que vaticinara nuestro jurista se confirma al contraste con nuestro actual contexto político.
Quien se aproxime a El Rey de Manuel García-Pelayo no solo encontrará una de las más estimulantes y valiosas páginas sobre la monarquía parlamentaria con las que ahora contamos, sino que también podrá constatar la vigencia de toda una serie de consideraciones sobre la materialidad de nuestra Constitución que hacen de este libro un valioso documento originalista sobre nuestra Carta Magna. Por citar solo algunas, léanse sus reflexiones sobre el mesianismo constituyente y los riesgos de hipertrofiar de valores la Constitución dificultando el consenso y la integración en torno a ellos. O sus consideraciones sobre la necesaria asimetría de nuestro modelo territorial; o sobre la importancia de introducir, en línea con experiencias de democracia militante, la idea del abuso del derecho en nuestra teoría de los derechos fundamentales. También, en la línea que explorará después Pierre Rosanvallon, encontramos en Manuel García-Pelayo una comprensión compleja de la legitimidad dentro del sistema democrático, en la que la racionalidad técnica convive como principio de legitimación de la acción estatal con la propia democracia
En todo caso, y por concluir, parece claro que Manuel García-Pelayo, jurista republicano, no tenía duda de que la monarquía parlamentaria resultaba, en ese contexto transicional, un elemento esencial de cara a la consolidación de una cultura constitucional democrática en España. Y es en esta fe en el compromiso de la corona con la defensa de los valores del Estado social y democrático de derecho en la que podemos ver un verdadero esbozo teórico de nuestra monarquía parlamentaria como república coronada en el que, eso sí, no se llega a prever ni a alertar respecto a uno de los problemas que, en un marco de inmunidad jurídica, pasividad política y abdicación periodística, a la postre se confirmó como constitutivo de esta forma de gobierno durante el reinado de Juan Carlos I: su corrupción. ~