Montar a lo celta

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Nora Joyce, la mujer de James, soñaba cada agosto con regresar a Dublín. Vivía en Zurich. Su sueño era recurrente pero simple: quería asistir al Horse Show, esa exhibición de caballos que hasta hoy, y desde muchos años antes de aquel sueño, inquieta a los irlandeses.
     El Horse Show ha sido desde siempre el foro perfecto para codearse, exhibirse e interaccionar con la sociedad dublinesa. Eso que antes se celebraba en las afueras, en los terrenos de la RDS (Royal Dublin Society), ha pasado, con los años, a ser la parte central de Ballsbridge, la zona de la ciudad donde están las embajadas y las residencias más espectaculares. La ciudad creció alrededor de la RDS, las calles fueron trazadas de acuerdo al tamaño y a la orientación de estos campos enormes, que fueron originalmente construidos en medio de la nada, y que ahora son un paralelogramo enorme e incómodo enclavado en este sector residencial. Cada año, durante el verano, los vecinos de Ballsbridge ven pasar jinetes solitarios o manadas completas de caballos frente a la puerta de su casa. La zona se vuelve un caos, se llena de furgonetas y de remolques que han atravesado Irlanda para exhibir a sus animales. Durante esa semana que Nora soñaba en Zurich, los vecinos de Ballsbridge manejan sus Mercedes Benz sorteando manadas de caballos y rectángulos de pastura. El espectáculo es fantástico.
     Aunque codearse y exhibirse pueden ser razones suficientes para sustentar el éxito del Horse Show, hay otra razón más oculta y, como suele ocurrir con aquello que está ahí aunque no se vea, más poderosa: los irlandeses tienen una marcada pasión por los caballos. Este es el testimonio de un cliente del Smithfield Market, ese enclave mágico al que pretendo llegar al final de estas líneas: "Cowboy es un término inadecuado para nosotros. Somos en realidad nativos, somos verdaderos indios, ¿sabes? Somos celtas totales, los caballos son un ingrediente de nuestra sangre".
     La diferencia empieza por la forma en que se monta al caballo. En la Edad Media podía distinguirse un caballero inglés de un caballero irlandés por la forma en que montaban a su animal. El inglés usaba estribos y el irlandés no, montaba al modo celta, a pelo. Esta es una de esas curiosidades fonéticas, nada casual si se le mira bien el fondo, o el filo: la palabra estribo se parece a stirrup, que es su equivalente en inglés. La diferencia entre ambos estilos de montar, además del grado de dificultad que implicaba hacerlo a lo celta, terminaba siendo una cosa metafórica: el caballero inglés tenía que cuidarse de no perder los estribos, mientras que el celta ni siquiera los usaba.
     Las cartas del Tarot de Marsella, en la zona de los caballeros, resultan muy ilustrativas, a la hora de ponerse a redondear el halo metafórico de los stirrups: hay caballero de espadas, de oros, de bastos y de copas. Digamos que la manera de montar es el reflejo del nivel de relación que tienen el caballo y el jinete. El jinete que monta a pelo debe llevarse mejor con su animal que aquel que usa estribos. En los caballeros del Tarot no es difícil distinguir al inglés del celta. El inglés es el de espadas, ese jinete que, vestido de pies a cabeza con armadura, monta un caballo perfectamente acorazado y lleva los pies acomodados de una forma en que difícilmente perderá los stirrups. El caballero irlandés, para mi gusto, es el de copas; es el único de los tres que no lleva la cabeza cubierta y que usa unos estribos delicados, decorativos, al parecer de terciopelo. Su montura es la menos voluminosa de las cuatro y además es el único que no lleva arma: en lugar de bastón, mazo o espada, lleva una copa de oro.
     La pasión irlandesa por los caballos se ha avivado en las últimas décadas. Las caravanas de gitanos que atraviesan la isla, con especial profusión desde 1970, han venido a reafirmar la vocación equina del suelo irlandés, y particularmente del dublinés, cuyas zonas periféricas se han convertido, un poco por necesidad, en criaderos domésticos de caballos. Según escribe Fintan O'Toole en el prólogo del libro Pony Kids, tener caballo es la evidencia, aunque la evidencia sea lo único que haya, de que se está ascendiendo socialmente. En ciertas zonas de la periferia dublinesa es más importante tener caballo que automóvil. Esta situación ha generado una serie de acciones gubernamentales, que han sido debidamente contrarrestadas por un juego completo de reacciones de los poseedores de caballos. En 1997 se acordó, con la idea de controlar a la población equina, que todos los dueños de caballos deberían tener licencia y un microchip para la oreja izquierda de su animal. El asunto es que muchos dueños de caballo no tienen las 25 libras que cuesta el trámite o simplemente no quieren hacerlo. La situación que ha generado el acta es una pieza de la mejor literatura. Los dueños de caballos sin licencia viven en una especie de clandestinidad, crían a sus animales en las zonas oscuras de los parques, o en sus jardines o, como apareció en una nota de diario hace unos meses, dentro de sus pisos, en el tercer nivel de un edificio. Para los pony kids, es tan importante tener caballo que, cuando no queda más remedio, le sirven una cubeta de pastura que acomodan entre el sofá y el televisor.
     El primer domingo de cada mes, en el centro de Dublín, tiene lugar ese enclave mágico: el Smithfield Market. Alrededor de las diez de la mañana comienzan a llegar caballos de todos los rincones de Irlanda. Durante dos o tres horas, según el tempo que marquen la oferta y la demanda, dueños y compradores venden, compran e intercambian animales. Un cliente llega, mira un caballo, lo prueba, lo monta a pelo, a lo celta, y lo pone a correr por la plaza Smithfield, que es una extensión enorme con suelo de piedra. Si le gusta, lo compra. Este mecanismo de compra-venta, multiplicado por cien o doscientos caballos, resulta sobrecogedor. Los precios oscilan entre trescientos y setecientos dólares, aunque bien regateado puede conseguirse un animal por cuarenta. Hace unos domingos vi cómo un caballo, el más alto de todos, perdía la paciencia y salía a todo galope por en medio de la plaza Smithfield, provocando una persecución de animales y asistentes. Su dueño, un pony kid, un celta caballero de copas, pidió un caballo prestado para ir a por el suyo. Galopó detrás, sin estribos por supuesto, y una vez que lo alcanzó, voló de lomo a lomo. En cuestión de segundos ese caballo alto y desbocado detuvo su carrera: se tranquilizó al sentir el peso, la forma y la temperatura de su amo celta. El caballo y su jinete recorrieron trotando el camino de regreso. Los vi pasar en sintonía, en comunión perfecta: tuve la idea, nada loca, de que los dos eran un solo animal. –

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