Toledo, pese a todo

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Es difícil hacer predicciones en política, pero en el Perú es del todo imposible. La rueda de la fortuna política se mueve a los tumbos en el país: ayer mal, hoy peor, mañana tal vez mejor que nunca. Los sociólogos y politólogos se ven en aprietos cuando tratan de analizar o explicar la situación peruana y
sus inmediatas perspectivas, pues generalmente quedan en ridículo por lo impredecibles que son las mareas que agitan el proceso social y lo conducen entre abismos y deslaves. Eso se debe, principalmente, a la fragilidad, o quizá la inexistencia, de sus instituciones civiles: en el Perú casi no hay Estado, sólo hay gobierno y éste apenas si cumple su papel. Esto ha hecho de los peruanos grandes artistas de la improvisación. Víctimas de los caprichos de su zodiaco político, interpretado por líderes también improvisados y con frecuencia muy poco a la medida de la tarea por cumplir. Hay una gran energía en el país, pero gran ineficiencia: el poder funciona con cables colocados en los enchufes equivocados.
     En apenas un año, el vuelco que se ha producido en la vida política peruana ha sido realmente espectacular y vertiginoso. ¿Quién podía haber imaginado que el régimen autoritario de Fujimori, pocos meses después de su triunfo en las amañadas elecciones de 2000 que él convocó para reelegirse ilegalmente por tercera vez, se desplomase como un castillo de naipes y sin que se disparase un solo tiro? Esa "revolución de terciopelo" fue el resultado del peso y volumen de su propia corrupción —algunos peruanos cínicos dicen que al fin tenemos un verdadero récord mundial y que no somos tan subdesarrollados—, que se extendió como un cáncer por todos los estratos del país, desde los altos mandos militares hasta las sirvientas que Vladimiro Montesinos —el asesor presidencial y jefe supremo del temido Servicio de Inteligencia Nacional— colocaba estratégicamente en las casas de amigos y enemigos para controlar sus movimientos. Montesinos, que acumulaba millones de dólares, relojes Rolex y camisas Giorgio Armani con la misma voracidad insaciable, nos dejó la primera gran videoteca nacional, organizada como instrumento de chantaje para manipular a su propia clientela. El tráfico de drogas y de armas y las torturas y eventuales ejecuciones clandestinas no estaban excluidos. El sistema de corrupción creció tanto que, al final, reventó como una pústula y arrastró sin remedio al propio Fujimori y a su entero régimen. Esta vez, el escenario del drama no fueron las calles, sino las pantallas de televisión en las cuales aparecía la interminable serie negra de videos con políticos y poderosos recibiendo, en memorables close-ups, grandes fajos de billetes en bolsas de basura. Fujimori renunció por fax desde Japón —literalmente, su segunda patria, pues tiene doble nacionalidad y estaba por lo tanto impedido de ser presidente del Perú— y fue rápidamente destituido y reemplazado por un régimen civil transitorio que convocó a nuevas elecciones, proceso que acaba de culminar.
     La campaña electoral fue intensa, a veces fea, siempre pintoresca. Tras dos votaciones seguidas —pues nadie alcanzó en la primera la mayoría requerida— ganó Alejandro Toledo, opositor de Fujimori y líder de una vaga agrupación llamada "Perú Posible" —quizá en homenaje al título de un famoso ensayo del historiador Jorge Basadre—, que se impuso por un margen de seis puntos sobre su contrincante, el aprista Alan García, que saltó del exilio y del ostracismo político al primer plano de la atención pública. Ambas ruedas fueron —hay que destacarlo— de una limpieza suiza, las más pulcras de nuestra historia.
     ¿Fin de una época y comienzo de otra distinta? La cuestión clave es saber si ese margen le da a Toledo el mandato que necesita para atender la crítica situación de un país agobiado por el desempleo y la parálisis económica. Por varias razones, no hay respuestas fáciles. Muchos peruanos votaron por Toledo tapándose —como dijo alguien— las narices; no menos podría decirse de los que para votar por García tuvieron que ignorar su desastroso gobierno anterior, una hiperinflación jamás vista y una corrupción que sólo cede a la de Fujimori. Toledo jugó la carta étnica: la del voluntarioso cholo de humilde extracción indígena, que fue lustrabotas de niño y llegó a graduarse de economista en la Universidad de Stanford. Pero como nunca ha detentado un cargo público y su ideología no pasa de un gaseoso populismo, resulta una incógnita. Su perfil personal complica más las cosas, porque en los últimos meses de su campaña fue objeto de acusaciones y denuncias —drogas, prostitutas, una hija ilegítima que se niega a reconocer— de las que se defendió mal e incurriendo en contradicciones; a su lado, García, que mentía con más soltura y verbosidad, parecía a veces más "presidenciable", como lo demuestra el apoyo táctico que le brindó la influyente revista Caretas y el de no pocos intelectuales, seducidos por su retórica.
     Las opciones no fueron, pues, demasiado brillantes, de lo que quiso aprovecharse la campaña por el "voto en blanco" que desataron el periodista Álvaro Vargas Llosa —ex asesor de Toledo— y el escritor y periodista televisivo Jaime Bayly. Esta campaña finalmente se desinfló porque parecía una frivolidad en una coyuntura en la que había que generar con el voto una autoridad que el país pudiese respetar. Esta figura es ahora Toledo. Tiene, al menos, un buen equipo de economistas, técnicos y asesores. Si es un buen director de orquesta puede alcanzar algún grado de éxito. La tarea que tiene frente a sí no será, sin duda, sencilla. No tiene mayoría en un Congreso dividido en fracciones con lealtades y actitudes mercuriales. Si, pese a eso, es respetuoso de las libertades democráticas (que le permitieron llegar al alto cargo que asumirá el próximo julio) y si consigue el prometido apoyo financiero internacional, quizá el país disfrute de cinco años de relativa prosperidad, dentro de un marco de aceptable vida democrática que deje atrás el negro pasado inmediato de abuso y corrupción. Allí tiene Toledo otro grave problema por resolver: la justicia peruana está tratando de lograr la extradición de Fujimori para que responda por su complicidad en una matanza de estudiantes universitarios y otros delitos. En vez de apoyar esas gestiones, que son parte de la depuración democrática que el Perú necesita, Toledo ya cometió el error de disminuir su importancia como "cosas del pasado". Si no aprendemos las lecciones del pasado, cometeremos el mismo error dos veces. Y ni siquiera un país como este, que ha sobrevivido una devastadora guerra terrorista, la colusión del gobierno con el hampa y otras plagas, podría soportar una nueva frustración con la misma calma y resignación que hasta ahora. El Perú no debe seguir siendo el cementerio de las ilusiones perdidas. –

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(Lima, 1934) es narrador y ensayista. En su labor como hispanista y crítico literario ha revisado la obra de escritores como Ricardo Palma, José Martí y Mario Vargas Llosa, entre otros.


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