Un tal Morell

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“Tirano: dícese del que abusa de su poder, superioridad o fuerza en cualquier concepto o materia, y también simplemente del que impone ese poder y superioridad en grado extraordinario”, informa el diccionario.
     Obviamente es pésima definición: ser o no ser tirano no es cosa de grado, de “abuso”, de más o de menos. La condición es otra. Si Atila no abusara de su poder en grado extraordinario, sino lo ejerciera con tacto versallesco, de todos modos sería tirano.
     Lo que caracteriza al tirano, observa Kafka, muy entendido en estas cosas, es la arbitrariedad del capricho. Cuando se manda “en cualquier concepto o materia” sin leyes o reglas, sin explicar ni dar razones, por tanto sin respaldo racional ninguno, aparece la figura execrable y pintoresca del tirano.
     Esto es, el tirano nace de la disociación de poder, por un lado, y racionalidad, por otro. Es poder sin racionalidad. No convence, no explica, no persuade, manda en seco, sin justificar la orden; por eso los tiranos gritan, amenazan tanto, porque no emplean argumentos, sino imponen su arbitrariedad.
     En este sentido, Franco, por ejemplo, apegado a las reglas de su horrendo movimiento, tan poca cosa, tan mediocre, fue dictador, pero no tirano. Nerón y Hitler fueron tiranos (los dos monstruos, cosa singular, se creían artistas). Los tiranos suelen durar poco porque la propia irracionalidad que generan alrededor de ellos los acaba destruyendo. Y aquí, a manera de ilustración de esta tesis, la autorrefutación potencial de toda tiranía, aparece un retrato, ovalado y sin retoque.
     Es el de un tal Morell, el doctor Morell, médico personal de Hitler. Los americanos que lo capturaron al final de la guerra vieron, escribe mi tocayo Hugh Trevor-Roper, “un hombre gordo, viejo, de gestos rastreros, de hablar poco articulado, y con las costumbres higiénicas de un cerdo”. Más que un médico, Morell era un curandero y un charlatán, y no podía comprenderse cómo esta patética y desagradable nulidad podía estar al cuidado de la salud, nada menos, que del divino Führer. Sin embargo, Morell había prosperado a la sombra de Hitler. No sólo era su médico, sino construyó rendidoras fábricas de medicamentos patentados y logró que algunos de sus remedios fueran de adquisición obligatoria. He aquí unos ejemplos:
     Chocolates vitaminados, gran negocio.
     Polvos contra piojos Russia, obligatorios en el ejército.
     Ultraseptyl, una sulfamida, condenada por la Facultad de Medicina de Leipzig, por ser perjudicial a los nervios, pero, lo mismo, circulando.
     Las drogas no se repartían entre el pueblo alemán sin ensayo preliminar, pero lo asombroso y descomunal es que tales experimentos y pruebas fueran hechos sobre… adivinen quién, sí, el propio Hitler, con lo que el poderoso Führer se veía reducido a rata de laboratorio. Una lista de remedios experimentados (quitando morfina e hipnóticos, también usados) incluye 28 mezclas de drogas, entre ellas el reprobado Ultraseptyl.
     La salud del conejillo de Indias, claro, empezó a declinar. Persistente temblor en la pierna y el brazo izquierdos. Podría ser Parkinson, se pensaba. Y, sobre todo, persistentes calambres estomacales. ¿Qué podría ser? Entonces los doctores Giesing, especialista en oídos, nariz y garganta, y Brandt, cirujano, llamados a resultas del atentado contra Hitler, desgraciadamente fallido, pero del que, de todos modos, salió lastimado, hicieron por casualidad un descubrimiento sorprendente: para aliviar los dolores de estómago, Morell le venía dando a Hitler una droga llamada Píldoras del Doctor Koester, compuestas de estricnina y belladona.
     Lo peor no era la dosis, demasiado alta, sino que Morell le entregaba a granel las píldoras a Heinz Linge, el criado de Hitler, y éste consumía ad libidum el remedio cada vez que se ponía nervioso (que era muy seguido): “Píldoras, Linge”, y a tragar.
     Resultado: el Führer estaba siendo lentamente envenenado. A ese tóxico obedecían no sólo los calambres de estómago, sino la progresiva decoloración de la piel, ya notoria.
     ¿Qué hacer? Los médicos deliberaban: en las cercanías del tirano todo es peligroso. ¿Qué hacer? ¿Habría que decirlo todo o era mejor callar? Su resolución fue informar a Hitler de lo que estaba sucediendo. Lograron entrevistarse con el Führer y hablaron.
     Hitler los oyó. Después se sumió en profundo silencio. Luego, la tormenta estalló. Hitler, fuera de sí, empezó a gritar, hinchadas las venas de su cuello y pálido de cólera.
     Brandt recibió cese fulminante. Giesing fue preterido. Se les persiguió. Más tarde, el 16 de abril de 1945, ya al final de todo, Brandt fue detenido, sometido a juicio sumario y sentenciado a muerte. Pero ya no dio tiempo de ejecutarlo. Como se sabe, “quien a los ojos de un déspota oriental cae en desgracia, suele encontrar rápidamente la muerte”. Morell, en cambio, siguió invencible, triunfal y ponzoñoso, al lado del Führer.
     Así es como la irracionalidad caprichosa se vuelve sobre el tirano que la practica. Si no das argumentos ni los oyes, todo puede pasar. En este apólogo farmacológico se destila en pureza la esencia del nazismo y su venturosa catástrofe final. Y, con ella, la de toda tiranía. –

 

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(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.


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