Antoni Tàpies

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La gran retrospectiva de Antoni Tàpies (Barcelona, 1923) que el Museo Reina Sofía de Madrid presenta actualmente resulta una buena oportunidad para revisitar la obra de este contundente vanguardista en el arte español del siglo XX. Surgido durante la década de los años cincuenta en pleno régimen franquista, implícitamente
     contestatario como todo movimiento pictórico de vanguardia, el informalismo catalán irradió su propuesta y su influencia a la esfera internacional, con Tàpies como su figura decisiva y central.
     Pero he aquí un primer punto de controversia y afirmación simultáneas. Sin duda —y esto es bien conocido— el informalismo se ubica en el polo contrario a toda representación ilusionista heredada del Renacimiento e, incluso, en sus imágenes
     más ortodoxas, de todo despliegue formal abstracto, al modo en que efectuara esto último, por ejemplo, el ruso Vassily Kandinsky (1866-1944). Sin embargo, aunque muchos de los trabajos realizados por Tàpies fundaron dicha ortodoxia informalista, otras obras suyas incluyen elementos claramente reconocibles. He ahí pues la controversia antes mencionada; he ahí también —aunque parezca paradójico— la legitimación del informalismo. Ya se verá por qué.
     Con insistente frecuencia, las obras de Antoni Tàpies hacen de la superficie del cuadro una amplia extensión semivacía, sólo poblada por una cruz, algún signo o una mancha cuya encendida soledad en suspenso resalta aún más al espacio desnudo. El artista instaura, así, mediante tal despojamiento vaciador, la presencia absoluta del espacio, su lenguaje en silencio. Ciertos cuadros muestran la textura de la tela originaria, mediante una delgada capa de color, el blanco por ejemplo, pero sobre todo ocres y grises. Otros cuadros, los más representativos, cubren el lienzo con un espesor matérico que establece el otro lenguaje eje de este autor: el habla de la materia en poética concretud, una poética en cuya sonoridad, otra vez, está el silencio. Si el posimpresionismo hizo visible la pincelada inaugurando de ese modo una todavía tímida autonomía del material cromático, esa autonomía llega a su clímax en las densidades matéricas de Tàpies, donde toda representación más o menos imitativa queda expulsada y, con ello, toda presentación de un relato. La idea que sustenta a esta forma informal de ejecutar la pintura se relaciona con la teoría del signo, que se detiene en el carácter material del signo lingüístico y de la forma pictórica, independiente de su significado. Tàpies lo hace explícito cuando incorpora letras —una gran Y por ejemplo—, cruces que también son equis y el signo más de acuerdo con su grafo: +. Pero también con otros grafos asiduos en sus bidimensionalidades, para acentuar su estado anterior a la forma, o posterior: el rastro de la forma ya disuelta.
     Y la teoría del signo, así como esta pintura carente de proliferaciones formales, hecha de densa carga matérica, tan poética como concreta, de una poética concretud, posee otras relaciones —más lejanas pero verificables— con las ideas del materialismo dialéctico, que durante los años cincuenta y sesenta estaban, como se sabe, en pleno auge. De toda esta órbita conceptual y estética emerge la obra de Tàpies. Y por supuesto que, al instaurar una poética, una lengua cifrada, que aflora desde su mudez, subyacen latencias, huellas secretas y huellas bien visibles, como la esfera que componen las huellas de pisadas en una de sus telas; una hondura, en suma, del cuadro conectada con las profundidades del espíritu.
     Pero no todos son signos abstractos, letras o manchas en la obra del gran catalán. Hay en cierto cuadro un cuerpo que esboza nítido su contorno y se aproxima a la mancha; hay asimismo un pie gigante, sillas, sofás, trozos de muebles y hay palanganas (tinas). Sin embargo, este y otros objetos verosímiles se sustraen del mundo real de los objetos para mostrar su esencia, su forma esencializada, que ahuyenta toda circunstancialidad y todo contexto narrativo, legitimando, como dije antes, al informalismo.
     Otro apartado importante en la producción de Tàpies son sus obras hechas con puertas, láminas acanaladas, una cubeta real pegada a la superficie, cuerdas reales igualmente adosadas, ropas que a veces cubren completamente el plano de apoyo, calcetines, alambres y asientos enfundados. Con tales ensamblajes el pintor desliza una analogía espejeante respecto al espesor de la materia que aflora desde sus cuadros y con el concepto del cuadro mismo como materia. Todo ello casi siempre sabiamente engarzado, con un vigor que se mantiene incólume pese a sus innumerables seguidores. –

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