y por un largo tiempo.
Toma un mechón de pelo mío en un puño.
Arriba, el cielorraso se arquea
como las costillas de una ballena destripada.
Me siento en una silla en el rellano.
Me dice: “No te va a doler ni un poco.”
Cuando me muevo, una mano entonada por el alcohol
me corrige, sosteniéndome la sien.
Está oscuro. Él espera adentro,
como si siguiese el ejemplo
de la luz. No puedo parar de acordarme
de dónde estoy. Al final de la calle
está la panadería que abre de noche, el negocio de la esquina
con sus estantes llenos de Raid y huevos,
la cueva donde Jesús se atragantó
con sus primeras bocanadas de aire mohoso.
La tijera me tira del pelo
y me lo corta apenas
debajo de los hombros. Shhh, tranquila,
dice ella. Está rapada
al ras. Todavía no sé
contar en su idioma.
Después voy a aprender y a olvidarme de nuevo.
Listo, anuncia con
una brusquedad que es casi ternura.
Mucho mejor. El camión que reparte
las garrafas de gas canta su triste canción.
Empieza a llover. Ella enciende
otro cigarrillo. Adentro,
él me toca la frente,
sonriendo, y parece sorprendido,
el espejo de su cara oculta
si estoy cambiada o estoy
exactamente igual. ~
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Versión de Ezequiel Zaidenwerg.
(Nueva York, 1987) es poeta y traductora.