Fascista americano

Nos repugnan los demagogos que no solo aspiran al poder sino al poder absoluto. Más aún si predican el odio por motivos de raza o religión.
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La portada de Letras Libres de octubre presentaba un acercamiento al rostro rollizo y arrogante de Donald Trump, con un bigotillo recortado en el que se leían dos palabras: fascista americano. Estamos orgullosos de esa portada. Nos repugnan los demagogos que no solo aspiran al poder sino al poder absoluto. Más aún si predican el odio por motivos de raza o religión. Nos recuerdan el Mal absoluto encarnado por Hitler.

Es obvio que no solo Hitler encarnó el poder y el Mal absolutos en el siglo XX. También lo encarnaron Lenin, Stalin, Mao, Pol Pot, fanáticos de la ideología que con el aura de una legitimidad revolucionaria sacrificaron, en conjunto, a más personas que Hitler. ¿Y qué decir de sus homólogos en América Latina, los sangrientos tiranos que manchan nuestra historia? ¿O los militares genocidas, Pinochet y Videla? Pero en esa galería del horror destacan también nuestros “buenos dictadores”, escogidos, ungidos y hasta elegidos por sus pueblos gracias al hechizo de su palabra y al magnetismo de su persona. Dejaron tras de sí un sistema mentiroso, opresivo, empobrecedor y, por desgracia, duradero: el peronismo (esa caricatura del fascismo italiano), el castrismo (ese bolchevismo con palmeras) y el chavismo (caricatura del castrismo, que a su vez engendró al sádico y vulgar Nicolás Maduro).

Estos, los amados por el pueblo, son los que más me intrigan (quizá por el tufo hitleriano que despiden). Nunca ha dejado de sorprenderme (y horrorizarme y repugnarme) la voluntad de los pueblos que, a lo largo de la historia, han decidido entregar todo el poder (no delegarlo: cederlo, regalarlo) a una persona supuestamente salvadora, providencial, que promete el cielo en la tierra o la vuelta a la Edad de Oro y lo que provoca es el infierno. Esa extraña sumisión de la masa a los demagogos se dio en Grecia, en Roma, en las ciudades-Estado del Renacimiento, y arrasó con las democracias y las repúblicas. En el siglo XX ocurrió dramáticamente con Mussolini, y sobre todo con Hitler, cuyo odio racial llevó a la hoguera a sesenta millones de seres humanos: judíos, rusos, polacos, ingleses, alemanes, gitanos, japoneses, estadounidenses.

¿Qué hay detrás de la servidumbre (el hechizo) de los hombres ante el poder personal? Tal vez sea el espejo de la personificación de Dios: la deificación de la persona. O la huella indeleble del monarquismo que predominó por milenios, con sus reyes taumaturgos, crueles o benévolos, que imperaban por derecho divino. O la arquetípica figura del padre protector que perpetúa la infancia de los pueblos y los exime de asumir su destino. O la irresistible atracción por los caudillos medievales o “los grandes hombres” cuya biografía, según Carlyle, no solo es parte de la Historia sino que es La Historia. O la nostalgia de las épocas heroicas, reiterada en la era posmoderna por el culto a los “superhéroes”. O algo inefable: el carisma. “La entrega al carisma del demagogo –escribe Max Weber– no ocurre porque lo mande la costumbre o la norma legal, sino porque los hombres creen en él. Y él mismo […] vive para su obra”.

La democracia de Estados Unidos ha sido admirable justamente por haber acotado de raíz el poder absoluto concentrado en una persona. Su división de poderes, la autonomía de sus jueces, sus sagradas libertades cívicas, su pacto federal, sus pesos y contrapesos, integran una prodigiosa maquinaria que ha durado 240 años. Pero increíblemente hoy, con el arribo al poder de Trump, esa democracia está sometida a una prueba sin precedentes: la ambición del demagogo caprichoso e ignorante que buscará, a toda costa, el poder absoluto. No es seguro que lo logre. Pero tampoco es seguro que no. Sesenta millones de personas creen en él y él mismo “vive para su obra”.

Trump no es Hitler pero está hecho de su pasta. ¿Aplicará a México las medidas que anunció en su campaña? Probablemente: los demagogos suelen cumplir sus promesas. Ojalá los mexicanos (Estado y sociedad) encontremos maneras de enfrentar legalmente el peligro o, al menos, amortiguarlo. Pero lo que como mexicano me indigna más, es el daño que nos ha hecho ya, avalando el odio racista que es también, por desgracia, característico de los Estados Unidos, su mitad oscura, intolerante, cerrada. Ese odio propicia la agresión a nuestros niños en escuelas, campos deportivos, plazas y calles. Haberlo desatado es su aportación al Mal absoluto. No debe haber indulgencia ante lo que ha hecho. Solo la exigencia digna e irreductible de un desagravio.

(Publicado previamente en el periódico Reforma)

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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