La banalidad de poner ladrillos

El discurso de los dos bandos, de las violencias múltiples, del sufrimiento equiparable, ha constituido una perversión del lenguaje que ETA ha explotado durante décadas
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Ayer desayuné con un espléndido reportaje de Noemí López Trujillo sobre el secuestro, a manos de ETA, de Julio Iglesias Puga, padre del conocido cantante, del que se cumplen ahora 35 años. La periodista se desplaza hasta la aldea de Trasmoz, en Zaragoza, donde el doctor permaneció 20 días encerrado entre diciembre de 1981 y enero de 1982.

Allí tiene ocasión de hablar con uno de los secuestradores. Se trata de un albañil de aspecto afable y manos como La Masa, que no duda en anticiparse a las preguntas de Noemí: “Bueno, no sé si lo sabes, pero aquí es donde tuve al Iglesias”, asegura señalando su casa. Después, arrepentido, decide guardar silencio y esfumarse en la niebla. De Baltasar Calvo dicen sus vecinos que es “muy buena persona”. Uno de ellos le compró incluso una vivienda: “Menos mal” que no era la del secuestro, dice, para después reconocer: “Aunque la habría comprado igualmente”. Este mismo señor cuenta que Baltasar ha convertido el cuarto donde tenían a Papuchi en una bodega. “Tiene unos vinos buenísimos”. Así, en ese tránsito que se produce, sin solución de continuidad, del crimen a la enología, empieza a tomar forma una historia de inmoralidad normalizada, que ocurrió en la comarca de Tarazona y el Moncayo, pero que pudo haber sucedido en su pueblo o en el mío.

Era muy joven Baltasar cuando se enamoró de Gloria Gutiérrez, una muchacha de 19 años de Asúa-Bilbao. La chica había ingresado en ETA político-militar por filiación familiar: una tarde, acompañaba a su padre en el coche cuando este le explicó su compromiso con ETA. Gloria define a su padre como “un simple albañil que resultaba muy útil para construir zulos”. “Me preguntó si quería ayudarle. Solo una hora después estaba cargando armas en una furgoneta para dejarlas en un zulo”. A medida que el relato avanza se hace más desasosegante esa normalidad desquiciada por la que un simple albañil construye zulos para una organización terrorista y su hija lo acompaña a cargar fusiles de asalto, como quien comparte con su padre una actividad deportiva.

Baltasar no tardó en descubrir que su novia era una etarra. Y, para cuando quiso darse cuenta, estaba participando en el secuestro de Julio Iglesias. En la casa en la que ahora pasan los fines de semana y las vacaciones con sus hijos, Baltasar y Gloria retuvieron al doctor en una habitación fría, con una jarra de agua y un cubo que hacía las veces de inodoro por toda compañía. El radar moral se le averió incluso al doctor, que en el juicio contra sus secuestradores afirmó que Gloria Gutiérrez “era una chica adorable” que le había “servido amablemente”. Con todo, los tres, Baltasar, Gloria y su padre, fueron condenados.

El asunto, 35 años después, sigue siendo el chismorreo favorito de los paisanos de Trasmoz, que han indultado a sus vecinos polimilis: “Hace ya muchos años de aquello y, oye, todos cometemos errores”, señala uno. Y es cierto, todos lo hacemos. Todos hemos mezclado alguna vez, por error, la ropa blanca con la de color en la lavadora. Encañonar a un hombre para secuestrarlo, mantenerlo cautivo durante 20 días y exigir un rescate para financiar a ETA es un error que yo no he cometido nunca, pero que, en el relato de terror de Noemí, parece una cosa cotidiana. Al fin y al cabo, como señala uno de los entrevistados: “Aquí venimos gente de Navarra y País Vasco, y estamos acostumbrados a convivir con etarras”.

El reportaje concluye con unas declaraciones del alcalde de la villa poco después de la liberación: “No es posible saber si el hecho de que los secuestradores del doctor Julio Iglesias Puga designaran a Trasmoz para tenerlo escondido es o no positivo para el pueblo, habrá que dejar pasar algún tiempo para poder saberlo con certeza”. Así, a la violencia asimilada se suma una segunda obscenidad, la de la fechoría como reclamo turístico.

Pero los habitantes de Trasmoz no son ni mejores ni peores que los de cualquier otro pueblo. Lo que allí sucedió no es un hecho extraordinario. Es un hilo de circunstancias cotidianas que, en un momento dado, desemboca en un crimen, como en El extranjero de Camus. Y todo lo que rodea ese crimen es miserablemente banal. El albañil que, entre reforma y reforma, construye zulos para ETA, el enamorado que se descubre cargando el cuerpo lacio de un doctor narcotizado, la muchacha encantadora que custodia a un hombre privado de libertad, el vecino que compra después una casa al captor y que declara escandalizado: “Menos mal que no era la del secuestro”, para admitir a continuación: “La habría comprado de todos modos”. El que va del cautiverio a la calidad del vino, como quien va de su corazón a sus asuntos. Y el que advierte que todos cometemos errores, como si entrar en ETA fuera como entrar por equivocación en el lavabo de señoras.

La atmósfera enrarecida que describe Noemí recuerda a la dislocación del orden moral que tiene lugar allí donde se mezclan los lazos afectivos y la influencia del nacionalismo. Han pasado 35 años del secuestro de Julio Iglesias, pero los mecanismos psicológicos que disculpan la violencia continúan presentes, tanto más si esa violencia proviene de personas a las que nos une la amistad. ETA consiguió que su presencia en muchas zonas de España se viviera con acostumbramiento y, aún hoy, su influjo condiciona las relaciones sociales en buena parte de norte de España. Hace solo unos meses, dos guardias civiles fueron brutalmente agredidos por una turba abertzale en Alsasua. La respuesta institucional de su ayuntamiento, que firmaba también el PSOE, condenaba todas las violencias, también las “pequeñas”, “provengan de donde provengan”. Y no dejaba pasar la ocasión de mostrar su “preocupación y malestar por la masiva presencia de la Guardia Civil” en la localidad, “que no ayuda a crear un clima de convivencia”.

Esta es la retórica por la que los verdugos pasan a ser un poco víctimas, y las víctimas, un poco verdugos, hasta equilibrarse de forma procaz. El nacionalismo dibuja un enemigo al que identifica con el mal absoluto, de modo que, por comparación con él, cualquier otro mal pasa a ser relativo. El discurso de los dos bandos, de las violencias múltiples, del sufrimiento equiparable, ha constituido una perversión del lenguaje que ETA explotó durante décadas hasta conseguir que permeara socialmente.

Algo parecido sucede con el populismo que florece en nuestros días. El populismo establece un culpable total, frente al que todos los demás culpables encuentran alguna justificación. Por ejemplo: Fidel Castro sería un dictador, pero tampoco nosotros vivimos en una verdadera democracia. Una parte de la izquierda pide ahora comprensión con los votantes de Trump, algo que habría sido impensable con Reagan o con Bush. Un ánimo de entendimiento y respeto que, de hecho, era impensable hace dos días, aquí mismo, con los votantes de Rajoy. Y una parte de la derecha ha legitimado el odio y la xenofobia, porque ahora son solo males relativos.

Los momentos históricos en los que el nacionalismo y el populismo han triunfado siempre se han caracterizado por una desviación de los valores del pluralismo y por la normalización del relativismo moral. Nacionalismo y populismo actúan como un poderoso imán capaz de desnortar la brújula social. Y lo hacen de forma taimada, presentándose como actos cotidianos. Con la naturalidad con la que un albañil pone ladrillos, con la banalidad que Hannah Arendt advirtió en aquel funcionario que se encargaba de que los trenes llegaran en hora.

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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