Parodia del votante de Trump como hillbilly. Tomado de https://www.democraticunderground.com/1017339800
Parodia del votante de Trump como hillbilly. Tomado de http://www.democraticunderground.com/1017339800

El hillbilly: del estereotipo a la identidad

Entre broma y broma, Estados Unidos se ha jugado varias encrucijadas políticas e importantes debates nacionales en la figura del hillbilly.
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Cada tanto, a Estados Unidos le da por redescubrir a los Apalaches, y cuando lo hace, parece no poder librarse del estereotipo con que piensa a sus habitantes. Machote en mano, el país se imagina a los montañeses como hillbillies. Pienso en las parodias del votante de Trump que circulan en Internet; en Hillbilly Elegy, el best-seller de J.D. Vance que se presenta como un retrato brutal pero honesto de los pobladores de la región; en Pensatucky y el conflicto racial entre minorías y supremacistas blancas de la última temporada de Orange is the New Black y en el sketch Appalachian Emergency Room que Saturday Night Live estrenó en el 2004. Ahora las elecciones presidenciales del 2016 han provocado que el estereotipo entre a cuadro una vez más.

El hillbilly es un esqueleto ridículo, un hombre alto y escuálido que se echa encima unos andrajos. La ropa le queda mal: de tan grande, parece que cuelga de una percha y no de una persona. En sus peores versiones anda descalzo y semidesnudo, con la barba desaliñada y repleta de migajas que él nunca se sacude voluntariamente –se caen, si acaso, cuando el hillbilly camina de la siesta en el granero a la siesta sobre el pasto. Además de su sonrisa ignorante, lleva una pipa de mazorca en los labios o una espiga entre los dientes. La anforita de whiskey, el rifle para cazar ardillas, el banjo o el violín le sirven para pasar las horas que nunca dispone al trabajo, aunque la cosecha se pudra o el ganado se pierda. Parece que los Apalaches le sirven de protección: a su cabaña improvisada con troncos de madera, no llegan las fábricas ni los inmigrantes, los gagdets de punta o la mentalidad cosmopolita. Para los estadunidenses, el hillbilly es algo así como el buen salvaje que se rehusó a firmar el contrato de la modernidad –todavía se discute si es un héroe o un holgazán.

Los estereotipos mutan. Jamás se calcan idénticos de una época a otra. Desaparecen por un tiempo hasta que inesperados brotan de nuevo, con ciertos ajustes y la misma fuerza que antes –sí, como los virus. Por eso es difícil seguirles la pista. Hillbilly. A Cultural History of an American Icon, del historiador Anthony Harkins, es la cuidadosa genealogía de un estereotipo: debe leerse como un manual para navegar las ideas y los prejuicios que pesan sobre la gente de los Apalaches –esa franja montañosa que se extiende justo al lado de la moderna costa este de Estados Unidos y que, al menos desde el siglo XIX, recibe la atención de la prensa liberal que nunca termina de entender sus valores, tan contrarios y anacrónicos.

Pese a que su iconografía atraviese la literatura del sureste, las películas mudas, los artículos periodísticos y los documentales, el hillbilly es sobre todo un personaje que se desarrolló en la sátira, una representación cómica de la pobreza que no pretende explicarla sino echar mano de ella para soltar unas cuantas risas. Pero, entre broma y broma, Estados Unidos se ha jugado varias encrucijadas políticas e importantes debates nacionales en la figura del hillbilly.

Al respecto, Anthony Harkins sugiere que los miembros de la élite han recurrido al supuesto carácter de los montañeses para discutir la esclavitud (de acuerdo con el dueño de una plantación, los esclavos eran indispensables debido a la pereza de los blancos pobres; para los abolicionistas, en cambio, su falta de diligencia era producto de la esclavitud). Así, de un capítulo a otro, Harkins pone la evidencia sobre la mesa: cada elemento de esta iconografía, cada rasgo del personaje, es producto del malentendido, de la cerrazón y del punto de vista de los citadinos. Si se les representa borrachos –anforita en mano– es porque el gobierno federal de finales del siglo XIX quiso registrar a los productores de alcohol y cobrarles impuestos –cosa que los montañeses rechazaron: el comercio local de alcohol significaba unos dólares más, indispensables cuando la cosecha fracasa. Ya en el siglo XX, los empresarios de la música explotaron el estereotipo para crear una marca rentable: la famosa hillbilly music de banjos y violines –Harkins apunta que en demasiadas ocasiones los músicos de los Apalaches no pretendían disfrazarse de hillbillies y que los integrantes de las nuevas bandas no provenían de Kentucky, sino de California –muchas veces el hillbilly es un personaje creado, planeado, y no el destello espontáneo del folclor regional. En otro momento, las imágenes de la zona y sus habitantes sirvieron para conseguir que los gobiernos demócratas pusieran en marcha los ambiciosos programas de alivio a la pobreza –aquella vez, el hillbilly sirvió para conmover a las élites.

Como personaje creado por escritores, periodistas, ilustradores, guionistas y cineastas del norte de Estados Unidos, el hillbilly se construye por oposición: la diferencia entre la ciudad y el campo se ensancha deliberadamente porque la exageración es un recurso satírico, melodramático y político. Así, el contraste que detecta Harkins en las tiras cómicas de los treinta reaparece en Orange is The New Black: los blancos sin educación recurren fácilmente a la violencia (Snuffy Smith, Pensatucky) para sorpresa de los citadinos que le apuestan a las instituciones y al Estado de Derecho (Barney Google, Piper Chapman). Quizá entonces no sea un salto mortal pensar que la misma oposición ha servido para entender el último encontronazo entre el mundo rural y el urbano: nacionalistas contra cosmopolitas, hillbillies contra liberales y millenials. A veces la política termina en un diálogo de estereotipos.

El problema es que los tropos mutan –no solo se resisten y se rechazan. Algunas veces, se reformulan de modo que la gente se los apropia. El libro de Harkins quiere demostrar que el estereotipo ha sobrevivido gracias a su dualidad. En ciertos periodos –como la Depresión de la década de los treinta–, el hillbilly sirvió como recordatorio de los valores y las costumbres de los primeros americans y ahora se presenta como monolito de las tradiciones y asidero de orgullo regional –lo que es evidente en el best-seller de J.D. Vance (para Harkins, The Beverly Hillbillies, con su énfasis en la familia y la vida sencilla, es prueba de lo anterior). Por una parte –y aquí reside su potencial subversivo contra el capitalismo–, el hillbilly se resiste al consumismo, a la explotación del magnate industrial, a ser embaucado por los aspectos más peligrosos de la vida moderna y engullidos por la ética del trabajo y el estilo de vida de la clase media y alta; por el otro, en la nostalgia y la romantización del pasado, se entrevé una de las raíces del supremacismo blanco: cuando se dejan de lado sus orígenes escoceses e irlandeses, y se piensan exclusivamente anglosajones, los hillbillies se sueñan los hijos de los pioneros y, por lo tanto los estadunidenses auténticos.

De un polo a otro, el estereotipo oscila en un vaivén conveniente que pasa de lo retrógrada a lo tradicional, del vicio de la necedad a la virtud de lo auténtico, de la celebración de una cultura regional al repudio de la pobreza y la falta de educación. Una dualidad conveniente para quien quiera echar mano de ella y apropiársela, o bien, capitalizarla.

Hemos querido, por ejemplo, pensar que el autor de Hillbilly Elegy es el embajador de la gente de los Apalaches. Quizá debamos interrogar el tono amable y confesional de este libro –precisamente porque su sinceridad ha encandilado a numerosos reseñistas. Bob Hutton, historiador y experto en los Apalaches, denunció al best-seller como una retahíla de tropos y estereotipos. Es aquí donde encuentro la utilidad de la perspectiva de Anthony Harkins. Más que aprovecharse de una caricatura, el libro de J.D. Vance es un ejemplo de la manera en que las personas se apropian de los peores estereotipos. La política de la identidad se sabe esta lección de memoria (ocurrió, por ejemplo, cuando Donald Trump calificó a Hillary Clinton de “nasty woman”; enseguida, miles de mujeres revirtieron el tono condenatorio de la frase para, en cambio, portarla como bandera: “I’m a nasty woman, pelearé por mis derechos aunque se me acuse de grosera”, parecían decir las feministas). Es esta la lección más valiosa del libro de Harkins: “A pesar de que la industria de los medios de comunicación suela controlar la producción de las imágenes y de los personajes, nunca controlan sus significados ni sus usos culturales. Estos son producto de una lucha continua entre productores, promotores y audiencias […] Lejos de ser imágenes diseñadas para las masas y consumidas por una audiencia descerebrada, los estereotipos son complejos en términos semánticos y conceptuales, es decir, contienen múltiples capas múltiples de significado”.[1] El hillbilly, como otros tropos, pasa del estereotipo a la identidad. Hay que tener en cuenta ese delicado vaivén cuando pensamos en los usos políticos de la cultura popular, sobre todo, en la coyuntura que atraviesa ahora Estados Unidos.

 

[1] Anthony Harkins, Hillbilly. A Cultural History of an American Icon, Oxford, 2004, p. 222.

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(Ciudad de México, 1986) estudió la licenciatura en ciencia política en el ITAM. Es editora.


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