Ha muerto Maryam Mirzakhani. Tenía solo cuarenta años y, aunque era una desconocida para el gran público, su trabajo dejará una huella indeleble en la ciencia. Mirzakhani nació en Irán y se convirtió en una de las mejores matemáticas de su tiempo. Su brillantez le valió la medalla Fields, el galardón más importante que puede obtenerse en una disciplina para la que no hay premio Nobel. Es la única mujer que lo ha logrado. Resolvió algunos de los enigmas por los que sus colegas llevaban décadas devanándose los sesos y sus avances sobre los números primos o la criptografía nos ayudarán a “pensar” mejor el origen del universo.
Cuando recibió la medalla Fields en 2014 ya hacía un año que le habían diagnosticado cáncer de mama. Debido a su enfermedad y a esa timidez que suele acompañar al genio, Mirzakhani rehuyó los focos y las cámaras. No obstante, ello no evitó que su nombre diera la vuelta al mundo. Ocurrió entonces algo histórico: los medios iraníes abrieron sus ediciones con la imagen de una mujer sin velo. El orgullo nacional, por fin, tenía el rostro aceitunado, el cuerpo menudo, el pelo corto, los ojos oceánicos de una mujer. Mirzakhani recogía así el testigo de esa “ilustración perdida” que hace mil años floreció en Persia, nutrida de matemáticos, astrónomos, médicos o filósofos que, hoy olvidados, sentaron las bases del mundo moderno. Si hay chicas que rompen techos de cristal todos los días, para Mirzakhani el techo era la bóveda celeste.
Estos días en España se habla mucho de feminismo. Es fundamental que se hable de feminismo. La igualdad de género es quizá la causa más noble del siglo XXI. Sin embargo, a veces se ve envuelta en debates que la desdibujan o capturada por sectores que la desmerecen y deslucen. Y lo que es peor: se apropian de ella personas frívolas, para las que el feminismo es una pose estética, una forma divertida de llamarse antisistema, de jugar a la revolución desde la comodidad de los 140 caracteres.
Hace una semana, cierto autoproclamado feminismo puso el grito en el cielo por un artículo que recogía el trabajo de la Secretaría de Estado de Seguridad. El estudio emplea estrategias de análisis cuantitativo para aprender a prevenir las muertes por violencia de género, que no han disminuido pese a que contamos con una ley integral desde el año 2004. El texto se preguntaba: “¿Por qué los hombres matan a las mujeres?”, pero aquella duda cartesiana chocó con el antirracionalismo de un mal llamado feminismo que tildó la interrogación de “denigrante”.
Una de las conquistas pendientes para la igualdad tiene que ver con la necesidad de incrementar la presencia de mujeres en disciplinas científicas. Por eso es dañino y desolador que desde algún feminismo se intente desprestigiar los trabajos dirigidos desde una perspectiva analítica, estadística y cuantitativa.
Frente al estudio sistemático de los feminicidios, una réplica al artículo proponía un relato de símbolos y agones: los hombres matan a las mujeres porque están en guerra contra ellas. Lo justificaba, claro, citando a hombres. Así, la urgencia no era tanto reducir esa cuenta anual de asesinatos infamantes como imponer la narración hegemónica del belicismo. Como no podía ser de otra manera, el texto era de autoría masculina.
Esto no es feminismo. El feminismo es una cosa muy seria. No se es feminista por cortarse un flequillo recto, raparse media cabeza y tuitear barbaridades llenas de odio desde casa de mamá. El feminismo es Maryam Mirzakhani. El feminismo lo hacen todas las mujeres que cada día conquistan lugares tradicionalmente reservados a los hombres.
El feminismo es Garbiñe Muguruza celebrando la gloria en Wimbledon y las chicas del equipo nacional levantando la copa del Eurobasket. El feminismo es Angela Merkel evidenciando que no hace falta ser hombre para liderar Europa. El feminismo son los cinco premios Nobel de medicina cosechados por mujeres en los últimos nueve años y los cuatro de literatura en los últimos ocho. El feminismo son Emma Watson y Meryl Streep paseando talento interpretativo e inteligencia por todo el mundo. El feminismo son todas las mujeres anónimas que cada día trabajan o estudian y demuestran que son tan buenas como el mejor, para que un día otras no tengan que demostrar nada.
Esas son las mujeres en las que quiero que se miren las niñas y los niños de hoy. Hemos progresado notablemente hacia la igualdad en las últimas décadas, pero todavía queda mucho por hacer. Las instituciones, por su capacidad para modelar y liderar cambios sociales y actitudinales, tienen un papel importante que jugar aquí. Habrá que hablar de políticas públicas, de cuotas de género temporales, de permisos de paternidad igualitarios, de conciliación, de listas cremallera, de la promoción de role models femeninos: medidas que actúen como catalizador de transformaciones que de otro modo suceden muy despacio.
Lamentablemente, hay un feminismo dogmático y de trinchera, acomodado en su retórica de guerra cultural, al que nada de lo mensurable le interesa. El feminismo habrá dado un paso de gigante el día que consigamos que en este país se hable más de Maryam Mirzakhani que de Barbijaputa.
Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.