Quizá nunca haya tenido ocasión de decirlo hasta ahora por escrito: soy una gran defensora de eso que se ha dado en llamar la “corrección política”. Y nunca me he privado de meterme en todos los charcos y polémicas que pueden ocupar a un comentarista de la actualidad.
Las turbulencias políticas que siguieron a la última gran recesión en Occidente, y que significaron el auge de líderes y partidos de corte populista y/o nacionalista, llegaron muchas veces con una crítica a la corrección política. No hay que perder de vista la paradoja de quienes se esconden detrás del eufemismo para defender ideas viejas y conocidas a las que ni ellos mismos quieren llamar por su nombre. Es un fenómeno que comenzó a fraguarse hace años, disfrazado de honestidad. Bastaba que alguien nos anunciara: “Yo es que soy muy sincero”, o bien: “Yo digo las cosas como son”, para tener la certeza de que lo que vendría a continuación sería una impertinencia.
Primero se disfrazó de sinceridad la mala educación, y después esta fue ganando estatus político. El rechazo a la corrección política forma hoy parte del programa de algunos partidos y define el discurso de sus candidatos. Tras su demonización siempre late la justificación del trato desigual por razón de etnia, religión, sexo u orientación sexual.
La crítica a la corrección política como atributo de la modernidad ha alcanzado su popularidad máxima en un momento de reacción contra esa modernidad. La crisis económica, la intensificación de la globalización, la aceleración del cambio tecnológico y el aumento de los flujos migratorios significaron para muchos el advenimiento de un tiempo de inseguridad e incertidumbre. Ese temor y esa extrañeza del mundo pusieron en marcha un reflejo de repliegue que puede leerse de Europa a América y del Brexit a Trump.
En realidad, esta reacción no es nueva. En El proceso de la civilización, Norbert Elias daba cuenta de un fenómeno muy interesante que se produjo en el viejo continente con la llegada de la Edad Moderna. Comenzaron a aparecer los primeros Estados centralizados, con un ejército profesional y un sistema tributario capaz de recaudar impuestos de forma eficiente. Todo ello obedecía a una lógica bélica: los Estados sobrevivían y prosperaban por medio de la guerra, y ello dio origen al perfeccionamiento de la administración y del ejército.
Sin embargo, esa vocación bélica de los Estados tuvo como consecuencia la progresiva pacificación y la cohesión de las sociedades, según una máxima que predicaba paz en el interior y guerra en la frontera. Así, paradójicamente, y como ha explicado Ian Morris, la guerra fue responsable del declive de la violencia en Europa. O como dijo Elias: La “violencia queda reducida a un monopolio de un grupo de especialistas y desaparece de la vida de los demás”.
Esto trastocó inevitablemente las viejas formas de organización política y social. La principal transformación afectó a la nobleza, que en poco tiempo perdió la mayoría de sus antiguas atribuciones militares. En torno a la monarquía se produjo una nueva socialización. Prosperar política y socialmente ya no dependía tanto de los méritos acreditados en el campo de batalla como de las habilidades para desenvolverse en ese nuevo ámbito de diplomacia, burocracia y relaciones públicas que era la corte. Y ser exitoso en la corte exigía un refinamiento de las maneras toscas del soldado, así como la represión de los instintos sexuales y violentos para los que hacía no tanto no cabía contención.
A este proceso Elias lo llamó la “pacificación de los guerreros”, y a su culminación, una vez hubo permeado hacia hacia las clases bajas, se refirió como “la sociedad cortesana”. La sociedad cortesana puede considerarse como precursora de la corrección política. De las palabras de Elias puede inferirse una cierta evolución histórica cuya inercia conduce a una pacificación progresiva de las sociedades. No obstante, Elias publicó El proceso de la civilización en 1939, razón por la que su lectura evolucionista no fue muy popular.
Efectivamente, la sociedad cortesana fue percibida por algunos como una jaula. De este modo, se fueron fraguando elementos reactivos movilizados por la añoranza de un pasado más libre. La voluntad de afirmación individual y el rechazo al constreñimiento de los instintos están en el origen de un romanticismo que escalará desde el movimiento Sturm und Drang hasta el nazismo.
Sin embargo, la teoría de Elias tiene validez desde el punto de vista de una evolución discontinua. Incluso si tenemos en cuenta las dos guerras mundiales, la violencia no ha hecho sino declinar en Europa desde que disponemos de registros. Este retroceso, que Elias considera que comienza a partir del año 1500, es probablemente anterior. Ian Morris describe cómo la romanización había tenido efectos similares casi un milenio y medio antes. Así describiría la Pax romana el esclavo convertido en filósofo Epicteto: “Ya no hay guerras ni batallas ni grandes bandidos ni piratas; podemos viajar a todas horas, del amanecer hasta la puesta de sol”.
Es previsible que sigan produciéndose discontinuidades en esa evolución, aunque cabe esperar que sean cada vez más breves y menos pronunciadas. Es posible que hoy nos encontremos en una de ellas. La crisis económica de la década pasada dio origen a una reacción de carácter romántico contra los atributos de la modernidad. El auge del nacionalismo, los discursos populistas, el rechazo a la inmigración, las inercias eurófobas o la contestación de la democracia liberal y sus instituciones dan cuenta de ello. También los ataques a la corrección política, nuestra particular sociedad cortesana.
No obstante, es posible que, en una posmodernidad que es al mismo tiempo reacción contra la modernidad y profundización en ella, estemos viendo dos tipos de impulsos antiliberales antagónicos: por un lado, una reacción conservadora de tintes autoritarios y antiigualitaristas. Por el otro, una pulsión puritana, victimizadora y negadora de la libertad individual.
Estas dos reacciones, que tratan de impugnar moralmente el sistema en distintas direcciones, y a las que desde luego no cabe dar el mismo tratamiento ético, han producido gran cantidad de ruido mediático y están protagonizando grandes movimientos políticos y sociales. Quizá por ello convenga recordar que tienen lugar en el periodo en que Occidente ha conocido más progreso, bienestar y reconocimiento de derechos. Es cierto que hay muchas tareas por acometer, pero la historia nos conmina a un modesto y discontinuo optimismo.
Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.