En una urbe global como Nueva York hay suficiente diversidad de conexiones como para que cualquier cultura nacional muestre sus hegemonías y resistencias. Junto a medios e instituciones que reproducen la grisura y el continuismo del discurso oficial, existen espacios que articulan la inconformidad del arte cubano joven, en la isla y la diáspora. El margen de los estereotipos reserva un lugar para la diatriba y el emplazamiento de un triunfalismo sin base, poco persuasivo.
La galería Faction Arts Projects de Harlem expone, bajo el título All that you have is your soul, un conjunto de obras recientes de artistas que salieron de Cuba después de 1989. Armando Mariño, Ariel Cabrera, Magdalena Campos, Quisqueya Henriquez, Pavel Acosta, Geandy Pavón y Juana Valdés son algunos de ellos. En una conversación con Pavón y Valdés, el día de la apertura de la exposición, ambos artistas propusieron un díptico de experiencias, que sintetiza el universo inasible del exilio artístico cubano.
Ella es negra, él es blanco. Ella ha vivido en Miami, él en Nueva York. Ella trabaja con el kitsch de la porcelana china y reinventa, en trozos de tela, todos los colores del espectro étnico global. Él retrata héroes, como José Martí, copia pinturas clásicas, como “La libertad guiando al pueblo” de Eugène Delacroix, o dibuja edificios que encarnan el poder en Estados Unidos, como la Casa Blanca y el Capitolio, y luego estruja el papel donde han quedado fijadas esas imágenes.
El gesto de Pavón parece aludir al carácter desechable de todo mito. Cualquier emblema del poder, en el arte o en la política, busca la eternización de una autoridad física y obsolescente. Las mitologías políticas, especialmente las que operan algún culto a la personalidad, como el de Fidel Castro en Cuba, o la celebración de una epopeya revolucionaria, como en Estados Unidos y Francia, Rusia o México, buscan la prolongación simbólica de lo efímero, la perpetuación imaginaria de un pasado glorioso.
“Sin título” (2000), el performance de Tania Bruguera, censurado en la isla hace dos décadas y rescatado recientemente por el MoMa, es otra acta de defunción del mito revolucionario en Cuba. El espectador pisotea los restos de la industria azucarera, tropieza con las sombras de las víctimas de la represión, en el castillo de La Cabaña, y ve las imágenes de Fidel Castro en un pequeño agujero lumínico, bajo el techo, como si la historia se viera borrada por una oscuridad telúrica, que asciende con la humedad de aquella cárcel.
La muestra de cine cubano censurado que Bruguera ha organizado en el MoMa con la curaduría del crítico Dean Luis Reyes se adentra en el mismo territorio. PM (1961) de Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera Infante es el primero de una larga lista de filmes que el Estado cubano ha prohibido, en casi sesenta años de práctica constante de la censura. Volver a ver PM, como entrar en la réplica de la galera de la prisión de La Cabaña que Bruguera instaló en el MoMa, es indagar sobre las razones –o las sinrazones– de la censura y la represión en Cuba.
La respuesta al por qué de la censura gana claridad a medida que pasa el desfile de películas censuradas: Conducta impropia (1983) de Jiménez Leal y Néstor Almendros, Seres extravagantes (2004) de Manuel Zayas, Despertar (2011) de Ricardo Figueredo, Persona (2014) de Eliecer Jiménez, Santa y Andrés (2016) de Carlos Lechuga, Crematorio (2013) y Mar (L) de fondo (2017) de Juan Carlos Cremata, El tren de la línea norte (2015) de Marcelo Martín, Nadie (2017) de Miguel Coyula.
Un personaje central de todos esos filmes es el intelectual estigmatizado: Carlos Franqui, Guillermo Cabrera Infante, Heberto Padilla, Antonia Eiriz, José Mario, Reinaldo Arenas, Delfín Prats, Rafael Alcides, Rafael Almanza, Raudel Collazo… Una estigmatización que comienza con la interdicción de un texto y culmina con la criminalización de la persona. El destierro o, en algunos casos, el exilio interior, es la invisibilización física que sigue a la borradura de palabras y el silenciamiento de voces que impone la censura. Lo que hacen estos jóvenes cineastas cubanos es devolver el sujeto a su legitimidad por medio de la imagen.
Pero no se trata únicamente del recuento estadístico de escritores y artistas censurados. Hay aquí un deliberado proyecto de visualización del cuerpo excluido y penalizado, que apunta a una arqueología de la represión en Cuba. El cuerpo del homosexual en Conducta impropia o en Seres extravagantes, de los ancianos desahuciados en Persona, del negro disidente en Despertar o del propio paisaje desolado del Oriente de la isla en El tren de la línea norte: todas estas poéticas visuales gravitan hacia una documentación de lo excluido en Cuba.
Un signo distintivo de la cultura cubana crítica es la estetización de la precariedad y del hambre. Como en el cuento de Franz Kafka, se ha llegado a ese grado cero de la inanición, en que el huelguista se confunde con el ciudadano y los límites entre el adentro y el afuera de la jaula se desdibujan. En un espacio que la galería El Apartamento de La Habana ha logrado en el importante The Armory Show de Manhattan, el artista Reynier Leyva Novo, expone una pieza titulada “S.O.U.P (Survival Object Under Pressure)” (2017), que habla de lo mismo. Se compone de trescientas cucharas metálicas, que tienen inscritas frases de unos cien huelguistas de hambre a lo largo de la historia: Gandhi, Mandela, César Chávez, Ai Weiwei… Entre los cubanos, tres, Julio Antonio Mella, Pedro Luis Boitel y Orlando Zapata, los dos últimos, fallecidos en huelgas de hambre bajo los gobiernos de Fidel y Raúl Castro. La otra cara del mito de la Revolución es la inanición y el suicidio, dos formas de la muerte que impugnan la utopía comunista de la abundancia y el bienestar.
En la joven cultura crítica cubana, que vemos en Nueva York, un mensaje central es la caducidad de los mitos. Y quien dice caducidad dice desaparición, como en la serie fotográfica de Leyva Novo, “Un día feliz” (2017), también expuesta en The Armory Show, que borra a Fidel Castro de algunas de las miles de fotos que captaron al líder en los primeros años de la Revolución. Detrás del podio de la plaza o de una mesa de dominó, encima de una montaña de la Sierra Maestra o de un mapa de la Ciénaga de Zapata… Dondequiera que la cámara de Alberto Korda o Lee Lockwood retrata a Fidel, el artista lo borra.
Visibilizar lo borrado en Cuba es, de algún modo, invisibilizar a Fidel. Dos operaciones que avanzan en un mismo sentido: restituir el cuerpo de una historia sepultada por el mito. Estos jóvenes cineastas y artistas cubanos que, en su mayoría, han comenzado a crear después de la caída del Muro de Berlín y la descomposición del campo socialista, nos dicen que hay historia después del mito y que esa historia comienza con el recuerdo preciso de lo perdido. El arte del archivo se materializa en estas poéticas visuales como la ruta hacia una política de la memoria, involucrada en la democratización de la isla.
(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.