La turba y la madre de Gabriel

Las instituciones liberales solo tienen legitimidad mientras exista una mayoría de ciudadanos que crea en ellas.
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La historia de la especie humana puede resumirse en un compendio de batallas e invasiones, una competición casi siempre violenta por dominar o por soslayar la dominación, una carrera por tratar de prosperar en una jerarquía cruel. Hacia 1800 más o menos se inaugura, sin embargo, un paréntesis liberal, uno con inolvidables interrupciones desde luego, pero lo suficientemente creciente y duradero como para que las cohortes más jóvenes de europeos hayan dado la democracia por natural y dada.

En este tiempo el liberalismo político ha sobrevivido a un par de guerras mundiales y a su duelo con el comunismo. También a los fascismos y a otras tentaciones totalitarias. En España el liberalismo no es más joven que en el conjunto de Occidente, aunque sí menos pródigo. Con todo, es ya lo suficientemente veterano como para que los millennials podamos contemplar cualquier otra cosa.

En contra de lo que nos sugeriría la intuición, tan corta como nuestra memoria, el liberalismo político ha sido la excepción y no la norma en el tiempo. Aún hoy es la excepción si pensamos que solo un 5% de la población mundial actual vive en “democracias plenas”. Según el índice de democracias de The Economist Intelligence Unit, “casi un tercio del mundo vive bajo regímenes autoritarios”. Es, por tanto, casi un milagro que yo les esté escribiendo desde un país libre y próspero.

Es casi un milagro porque no hay nada que nos diferencie de aquellos que viven bajo sanguinarias dictaduras o en estados asolados por la guerra, la inseguridad, el crimen o la violencia. No hay nada en nuestro ADN que nos haga más pacíficos o más solidarios, menos intransigentes o menos inclinados a cometer delitos.

Se hace evidente casi cada día y las redes sociales han tenido el efecto de magnificarlo. En los muros virtuales de nuestros compatriotas contemplamos cada mañana los instintos más bajos de la condición humana. Están presentes el odio, la venganza, el machismo, el oportunismo o la xenofobia. Están tan presentes que a veces a una le parece impensable, o al menos improbable, que vivamos en una democracia plena.

Son días en los que nos asquean nuestros propios vecinos y en los que no queremos ni abrir un periódico. ¿Cómo es posible entonces que vivamos bajo un liberalismo amable e inclusivo? ¿Que gocemos de instituciones de justicia garantistas? ¿Que convivamos sin matarnos, como sucedía no hace tanto?

Llevaba todo el día haciéndome estas preguntas cuando escuché a Patricia Ramírez, madre de un niño asesinado, pedir “que no se extienda la rabia” y “que queden las buenas personas”. A veces las respuestas son tan evidentes que nos cuesta un rato reparar en ellas. En medio del ruido ensordecedor de una conversación iracunda, la voz quebrada de una madre destrozada por la pérdida ha dado una lección a un país entero.

Las instituciones liberales son una ficción. Sus normas, sus tribunales, sus valores cívicos solo tienen legitimidad mientras exista una mayoría de ciudadanos que crea en ellos. Estos días, Ramírez nos ha recordado por qué siguen en pie. No es un milagro: siguen en pie porque somos más los que creemos en ellas. Porque hay personas que, incluso enfrentadas a las fosas abisales de la crueldad, aun en el cénit del dolor, siguen creyendo en ellas.

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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