El fin de ETA: carta a Gorka

La banda terrorista ETA se disuelve y pide "perdón", y queda el recuerdo de los años de plomo y asfixia.
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En ese punto de la bahía de la Concha la playa desaparece en marea alta y los bañistas más previsores dejan sus toallas en la repisa de la fachada de La Perla. Las olas suben la pendiente de arena y llegan a lamer las paredes, grisáceas por el paso del tiempo. Es un buen lugar para nadar hasta el gabarrón y salir fuera de las boyas, hacia la isla de Santa Clara, si uno se siente valiente, o hacia Ondarreta, como hazaña menor.

Recuerdo un día de primavera, a finales de los 90, en el que caminaba por la orilla cuando vi a Gorka sentado allí. Fumaba, con la mirada fija en el mar. Al verme hizo señas para que me acercara. No recuerdo cómo conocí a Gorka. Quizá en una de esas noches por la Zona, donde solíamos alternar entre los txupitos del Zakro o el TKC. Solía encontrármelo, a menudo fumado, los ojos brillantes por la hierba, de coña con sus amigos. Alto, de pelo negro largo y rizado en el flequillo, con su sudadera violeta y pantalones bombachos, Gorka era un gran tipo. Jovial, uno o dos años mayor que yo. No teníamos el mismo gusto musical (él estaba en el bakalao, yo en el grunge), pero conectábamos.

Me senté junto a él y charlamos de todo un poco. Al cabo de un rato, me dijo: “Nos han vuelto a quemar la tienda”. “Joder, ¿otra vez?”, respondí, sin saber bien qué decir. Su madre trabajaba como administrativa en uno de los grupos no nacionalistas del ayuntamiento donostiarra. Era propietaria de una tienda de ropa enfrente de la iglesia de San Ignacio donde nos daban la catequesis. Hacía poco que había pasado por ahí y me había cruzado con Gorka. Subido a una escalera, con los brazos remangados, pintaba de blanco la fachada de la tienda, ennegrecida tras el último ataque. La gente pasaba al lado sin prestar atención.

Hablar de verdad de esa política y a esas edades era raro. Nuestras conversaciones “políticas” de entonces me parecen hoy más llenas de significado que muchas que vinieron luego. En esa temprana juventud y ese entorno aprendíamos sobre la marcha, sin grandes referencias ideológicas, sino más bien a partir de impulsos e instintos sobre “justicia” y “libertad”. La libertad eran todas esas formas de desahogo frente a la impunidad asfixiante de ellos. Era la épica de las pequeñas victorias, como cuando de noche, mi amigo Ramón y yo rompíamos las ristras de botellas de plástico y los carteles que ellos colgaban. Hacerlo en el Buen Pastor que tenían ocupado sumaba puntos; hacerlo en la Parte Vieja requería estar en buena forma para salir corriendo.

Luego llegó algo de madurez política con la interiorización de cada muerte. Fue también mayor el nivel de riesgo asumido, junto con las eventuales dudas y la inquietud de si los equivocados éramos nosotros y no ellos. Pero siempre estuvo ese instinto primario del “hay que”. Por algo así, y no una decisión meditada, entré en la sección de Gesto por la Paz de la universidad, donde nacionalistas y no nacionalistas nos movilizábamos juntos. Ahí conocí a Fabián, euskaldun, que al poco vería su nombre en dianas por las paredes de la Facultad. Recuerdo que María Jesús, la profesora de Constitucional, destrozada por el asesinato en Getxo de José María Lidón, no pudo ni entrar en clase del dolor. Recuerdo cómo algunos compañeros estaban incómodos por lo que ocurría, pero sobre todo parecían incapaces de mostrar sentimientos. Recuerdo la primera manifestación de “Basta Ya” en San Sebastián, aquel febrero, bajo la lluvia, y cómo acudí con mis padres y fuimos más de los que esperábamos. Recuerdo las caras de odio de los concentrados enfrente y sus insultos, mientras nos escupían e intentaban pegarnos. Caras de odio como las de aquel chico en esa tensa reunión entre organizaciones, cuando le dijimos que no íbamos a hablar de presos, sino de condenar asesinatos. Pocos años después moría de una bala en la ingle, en un tiroteo con la Ertzaintza. Rememorar hoy esas y otras imágenes se hace extraño, casi irreal.

Es otro día de otra primavera, poco después del comunicado: el penúltimo, dicen, al que seguirá el de su disolución, con vídeo y BBC. ETA muestra “respeto a muertos, heridos y víctimas” y pide perdón “a ciudadanos y ciudadanas… sin responsabilidad alguna.. por el conflicto”. Paseo por la calle donde estuvo la tienda de la madre de Gorka y hoy hay un bar. Las terrazas rebosan de gente que aprovecha el final de este interminable invierno. Paro enfrente del cine Trueba, por si reponen Handia y puedo volver a disfrutar del euskera de mis abuelos. No hay suerte y sigo caminando. Llego a la calle 31 de agosto y paso junto al bar donde asesinaron a Gregorio Ordóñez. Lo sé porque lo sé, no porque haya ninguna referencia.

El calor y el viento del sur dan paso al viento del norte que anuncia lluvia o sirimiri. Doy vueltas en coche a los puentes del Urumea. Me pregunto qué será de Gorka: hace mucho que perdimos el contacto. Lo que tienen los héroes de la vida real es que no destacan mucho ni tienen una banda sonora que a todos conmueve y hace querer ser mejores. Su grandeza es seguir haciendo las cosas ordinarias que los demás damos por sentadas. Adam Granduciel, de The War on Drugs, canta “pain is on the way out now” y subo el volumen. El semáforo está verde. Me gusta el momento de pisar el acelerador: saboreas la ilusión de que no tienes por qué volver atrás, aunque siempre termines regresando al punto de partida.

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Borja Lasheras es Senior Fellow del Center for European Policy Analysis (CEPA).


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