Hace treinta años estalló en pleno despegue el transbordador espacial Challenger.
Tardó un minuto trece segundos; más o menos lo que tardará en leer este texto.
Hace treinta años, quienes sintonizaron los noticieros internacionales a las once treinta y nueve de la mañana, hora del Este, vieron un transbordador espacial desintegrarse en el aire.
El Challenger explotó a catorce y medio kilómetros de altura.
La misión llevaba siete tripulantes –una maestra de escuela primaria entre ellos– y era la décima que volaba el transbordador.
En una de las tomas, justo después de la explosión, la televisión identifica a los padres de la maestra, ambos estupefactos. La madre usa guantes. El padre, boina.
El presidente Reagan creó una comisión especial para determinar la causa del desastre; en ella participó el famoso físico Richard Feynman.
Después de varios meses de trabajo y burocracia, la comisión determinó que el problema fue uno de aislantes y junturas, y de meticulosidad humana.
Los anillos que sellaban los propulsores sólidos se congelaron; nunca fueron probados en temperaturas tan bajas como las del día de lanzamiento.
Feynman, en una sesión televisada de la comisión, demostró esto al meter uno de los anillos en un vaso de agua helada.
Por ahí escapó el gas y la flama que luego resultaron en la explosión.
“Una enorme bomba blanca, quizá, con dos velas romanas a cada lado, y montado encima de todo esto medio, un planeador de ala delta”. Así describió un periodista al nuevo transbordador espacial en 1981.
Las misiones previas ponían en órbita a los astronautas usando un único cohete.
El compartimento de la tripulación del Challenger siguió ascendiendo cuatro kilómetros y medio más, antes de caer al Atlántico.
Por lo menos dos astronautas estaban conscientes después de la explosión.
No se sabe si lo estuvieron hasta el momento del impacto con el agua, a más de trescientos kilómetros por hora.
Un minuto trece segundos.
(ciudad de México, 1980) es ensayista y traductor.