El fascismo y el sobresalto

El auge del partido de ultraderecha Vox, que llenó el Palacio de Vistalegre de Madrid el domingo, ha sorprendido a la mayoría de medios de comunicación.
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Marx sostenía que las ideas dominantes de una sociedad, la superestructura, son el reflejo de su base económica, es decir, de esa infraestructura de la que forman parte los trabajadores y las clases sociales en las que se imbrican. Así, las transformaciones operadas en las fuerzas y las relaciones de producción alteran también las formas políticas, culturales e ideológicas imperantes.

Posteriormente, los neomarxistas de la escuela de Frankfurt, abrumados por la capacidad de infiltración del capitalismo de masas en todas las esferas de la vida, reconsideraron esta afirmación. El capitalismo ya no era un sistema de producción ligado a la industria, sino que se extendía a través de la ciencia, los medios de comunicación, la técnica, la publicidad, el arte, la televisión, el cine… Nada escapaba a su influencia, de modo que infraestructura y superestructura respondían a las mismas dinámicas de mercantilización que habían trastocado su relación de dependencia.

La llamada “teoría crítica”, desarrollada por los miembros del Instituto de Investigación Social constituido en Frankfurt en 1923 (y conocidos luego como la Escuela de Frankfurt), responde al reconocimiento de una derrota: el capitalismo no va a autodestruirse como dijera Marx, sino que ha encontrado el modo de perpetuarse, adquiriendo las dimensiones de un monstruo imbatible. La teoría crítica es también una renuncia a la idea revolucionaria que contenía la tesis 11 de Marx sobre Feuerbach: “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modo el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”. La Escuela de Frankfurt se contentará con criticarlo.

Marx pensaba que la religión era la respuesta de los seres humanos a su alienación: ante su incapacidad para realizarse en el mundo, habían proyectado fuera de él una ficción de sí mismos bajo la forma de una deidad. Algo de esto puede encontrarse en una Escuela de Frankfurt que, tras constatar que el capitalismo lo penetra todo, pretende apartarse del mundo para realizar desde fuera una crítica a la totalidad del sistema. Como marxistas rechazaban la religión, claro, pero no es casualidad que a sus miembros les interesara el psicoanálisis: se trataba de explorar los refugios de la conciencia en un mundo en el que el capitalismo alienante había colonizado los planos físico y mental.

Si la teoría de Marx hablaba de las sociedades industriales del XIX, la Escuela de Frankfurt habría de lidiar con un siglo XX que en su primera mitad constató el fracaso de la revolución en Occidente, conoció dos guerras mundiales y asistió al auge de un fascismo que supo seducir a la clase obrera. Esta fue una de las grandes preocupaciones del Instituto de Investigación Social y la razón por la que Horkheimer encomendó a un joven Erich Fromm la realización de un estudio que determinara en qué medida se podía contar con los trabajadores para combatir a Hitler. La conclusión de Fromm fue que solo un 15% de los individuos estudiados mostraba un perfil indudablemente antiautoritario y que uno de cada cuatro mostraba un carácter plenamente autoritario.

En nuestros días asistimos a dinámicas políticas parecidas, en las que muchos trabajadores se ven atraídos por partidos políticos populistas y nacionalistas. Se trata de un fenómeno ampliamente extendido en Europa, pero que en España ha presentado algunas peculiaridades: los partidos nacionalpopulistas de corte etnicista han estado restringidos a la periferia regional, y el único partido populista de ámbito nacional, Podemos, es de izquierdas (al menos desde que la derrota del errejonismo supuso el arrumbe de la transversalidad).

Sin embargo, en los últimos tiempos ha irrumpido una alternativa de extrema derecha con vocación estatal, Vox, que podría sentarse en el Parlamento Europeo y el Congreso de los Diputados en el próximo ciclo electoral. Es cierto que, de momento, su discurso nacionalista pero promercado no parece encajar en los esquemas de chauvinismo de bienestar que han logrado conquistar el voto de los obreros en Europa. No obstante, no hemos de descartar un giro estratégico de la formación hacia esas posiciones.

En cualquier caso, una cosa interesante del auge de Vox es el terremoto mediático que ha propiciado, y que tiene que ver con las discrepancias entre una superestructura dominada por unas élites culturales e ideológicas progresistas y una infraestructura que no ostenta el poder económico pero sí ejerce el poder político por medio de la representación democrática. Esta es la razón por la que el auge de alternativas iliberales en Occidente siempre es recibida con estupefacción mediática. Incluso cuando las referencias de nuestro entorno europeo sugieren su posibilidad, predomina una cierta incredulidad pública.

En Estados Unidos, donde las industrias culturales y la universidad están dominadas por élites progresistas, la elección de Donald Trump fue un cisne negro, un evento inesperado y disruptivo. ¿Cómo podía haber ganado las elecciones aquel tipo zafio, capaz de congregar las mayores manifestaciones en su contra que se recuerdan en Estados Unidos? ¿Y cómo puede mantenerse hoy como un líder popular, si lo compramos con presidentes liberales como Macron, después del #MeToo o Black Lives Matter?

Esta incomprensión responde a la desigual visibilidad de los puntos de vista que conviven en nuestra sociedad, combinada con la igualdad del derecho al voto: solo tienen eco algunas opiniones, pero al final todos votan. El sobresalto nos habla también de sociedades fragmentadas en las que las clases se miran con menos odio que extrañamiento. El mainstream mediático está compuesto por profesionales liberales, periodistas, intelectuales públicos, académicos y referentes culturales que configuran una superestructura divorciada de las bases materiales de nuestra sociedad. Y las élites progresistas, burguesía renegada, son víctimas de una falsa conciencia: no entienden que los trabajadores y ellas, aunque de izquierdas, no son la misma cosa.

La discusión pública de las últimas horas en España gira en torno al tratamiento mediático que periodistas y comentaristas debieran dispensar a Vox. En los periódicos, las tertulias televisivas y las redes sociales se habla abiertamente de combatir el fascismo. Quizá debiera señalarse la naturalidad con la que los periodistas admiten que lo que ellos hacen es una cosa distinta de informar. Pero cómo sustraerse a la tentación romántica: combatir el fascismo es una causa que todos querríamos presumir de cargar sobre los hombros.

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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