Parece una contradicción en los términos, una paradoja. Pero no es así: solemos pensar en categorías puras cuando la vida es mucho más compleja; las paradojas existen en el mundo real. China es realmente un país de comunismo hayekiano.
En ningún lugar como en China, creo, se celebra tan abiertamente la riqueza y el éxito material. Quizá sea consecuencia del 40º aniversario de la apertura, que es este año, pero sobre todo creo que tiene que ver con el éxito del mayor desarrollo económico de la historia. La televisión, los periódicos, las conferencias elogian a los emprendedores ricos. Su riqueza y sus historias de superación, de pobres de necesidad a millonarios, se consideran ejemplos para todos. Ayn Rand se sentiría en casa en este clima. También Hayek: una cantidad increíble de energía y oportunidades se liberaron con los cambios que transformaron las vidas de 1.400 millones de personas, el doble que todos los países de la vieja UE de los 15 y Estados Unidos juntos. La población descubrió una información económica que era inaccesible o desconocida antes, ideó de manera schumpeteriana nuevas combinaciones de capital y trabajo y creó riqueza a una escala inimaginable (al menos inimaginable para cualquiera que observara China en 1978).
En un gran banquete en Pekín, nos presentaron historias de primera mano de cinco chinos capitalistas que empezaron de cero (¡zilch! ¡nada!) en los años ochenta y son multimillonarios hoy. Uno estuvo años en el campo durante la Revolución cultural, otro estuvo en prisión siete años por “especulación”, el tercero hizo su “aprendizaje” hacia el capitalismo, como dijo con sinceridad, engañando a gente en Asia oriental (“después aprendí que si realmente quería hacerme rico, no debía engañar; engañar es de perdedores”). Hayek habría escuchado estas historias embelesado. Y nada le habría gustado más que leer en el Financial Times que la sociedad marxista de la Universidad de Pekín fue disuelta por su apoyo a una huelga de trabajadores en la Zona Económica Especial de Shenzhen.
Pero aquí hay algo en lo que Hayek se equivocó. Estos éxitos personales (y sociales) se obtuvieron bajo el mandato de un partido único, el Partido Comunista de China. Celebrar la riqueza es algo natural para los marxistas. El desarrollo, la extensión de la educación, la igualdad de género, la urbanización y, por supuesto, un crecimiento mayor que bajo el capitalismo eran la lógica y las fuentes de legitimidad de las revoluciones comunistas del mundo menos desarrollado. Lenin así lo dijo; Trotski lo confirmó cuando hizo campaña por una industrialización a gran escala; Stalin lo implementó: “Estamos cincuenta o cien años por detrás de los países avanzados. Debemos reducir esa diferencia en diez años. O lo hacemos o nos machacarán.”
Recuerdo, cuando era un estudiante precoz en un instituto en Yugoslavia, cómo escaneaba los periódicos en busca de los indicadores del crecimiento industrial. Como Yugoslavia era entonces una de las economías que más rápido crecía en el mundo, me provocaba una gran decepción cuando la tasa de crecimiento mensual (anualizada) bajaba del 10%. Pensaba que 10% era la tasa de crecimiento normal en las economías comunistas: ¿por qué iba alguien a querer el comunismo si no era porque crece más rápido que el capitalismo?
Así que la celebración del crecimiento –nuevas carreteras, nuevos trenes ultrarrápidos, nuevos complejos residenciales, nuevas avenidas bien iluminadas y escuelas ordenadas– es algo natural en los comunistas. Y no lo es menos que para los emprendedores hayekianos. (Como ejercicio sobre esto, hay que leer las bellas memorias de Neruda, Confieso que he vivido, donde expone su enorme placer al ver las presas soviéticas.) La diferencia, sin embargo, es que los hayekianos celebran el éxito privado y eso ayuda a la sociedad a progresar; en el comunismo, el éxito supuestamente debía socializarse.
Pero esto no ocurrió. Los esfuerzos colectivistas funcionaron durante una o dos décadas, pero finalmente el crecimiento se estancó y los esfuerzos flaquearon. Reinó entonces el cinismo. China quedó a merced de Deng Xiaoping, que se topó (por usar la frase inmortal de Adam Ferguson) con una combinación en la que se mantendría el control del partido comunista, pero se daría total libertad de acción y se elogiaría socialmente a los individuos capitalistas. Trabajarían, se enriquecerían, enriquecerían a muchos otros por el camino, pero el partido comunista seguiría manejando con firmeza las riendas del poder político. Los capitalistas proverían del motor y el combustible, pero el partido seguiría manejando el timón.
¿Sería mejor si el poder político estuviera también en manos de los capitalistas? Es cuestionable. Quizá lo hubieran usado para recrear el gobierno de Nanjing en los años treinta, sobornable, débil e incompetente. No trabajarían duro y habrían usado su poder político para mantener sus privilegios económicos. Es uno de los problemas clave del capitalismo estadounidense hoy, que los ricos controlan cada vez más el proceso político y por lo tanto distorsionan los incentivos económicos y fomentan la creación y preservación de monopolios en vez de la producción y la competencia. Probablemente, algo mucho peor habría ocurrido en China. Precisamente porque la esfera política estaba aislada casi por completo de la esfera económica, los capitalistas podían centrarse en la producción y estar todo lo lejos posible de la política (porque el partido está expuesto a una creciente corrupción).
¿Cómo se topó China con esta combinación? Quizá haya muchas razones, como una tradición milenaria de gobierno a través de burocracias imperiales, o una alianza histórica –aunque se enmarañó– entre el Partido Comunista y el partido KMT de Yat-Sen [el partido nacionalista chino], pero uno no puede dejar de preguntarse si esto podría haber ocurrido en otro lugar también. Quizá sí. La Nueva Política Económica de Lenin no era muy diferente de las políticas chinas de los ochenta. Pero Lenin vio la NDP como una concesión temporal a los capitalistas, porque creía que el socialismo era más progresista y por lo tanto podía generar mayor crecimiento de una manera “científica”. Quizá fueron solo los errores del Gran Salto Adelante y el caos de la Revolución Cultural lo que hicieron que los chinos escarmentaran y convencieran a Deng y otros de que la iniciativa privada era más “progresista” que la planificación social y las empresas estatales. Lenin no pudo ver esto. Era demasiado pronto.
También me pregunto lo que Stalin habría hecho con China. Probablemente le habría alegrado ver que su nombre está todavía consagrado en el panteón oficial. (En una librería grande en el centro de Pekín, la primera estantería de libros son traducciones de clásicos marxistas: el propio Marx, Engels, Lenin… y Stalin. Muy poca gente les hace caso. La siguiente estantería tiene libros sobre gestión de la riqueza, economía y finanzas, inversiones en bolsa, que son mucho más populares.) A Stalin le habría impresionado el crecimiento chino; el poder tan extenso del Estado y el país (claramente, ya no es un país al que hubiera podido enviar a sus asesores para ayudarles en el avance tecnológico), la capacidad del partido de controlar de una manera muy sofisticada y discreta el comportamiento de la población.
A Stalin le habría encantado el éxito económico y el poder militar que conlleva, pero le habría sorprendido la riqueza privada. Es difícil imaginarse a Stalin coexistiendo con Jack Ma. La reacción de Hayek habría sido la opuesta: habría elogiado su defensa de que el orden espontáneo del mercado debía reivindicarse de la manera más enfática, pero no habría llegado a comprender que esto solo es posible bajo el gobierno de un partido comunista.
Ninguno habría quedado indiferente ante el mayor éxito económico de la historia. Y ninguno habría llegado a comprenderlo del todo. ~
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Publicado originalmente en el blog del autor: glineq.blogspot.com
Traducción de Ricardo Dudda
Branko Milanovic es economista. Su libro más reciente en español es "Miradas sobre la desigualdad. De la Revolución francesa al final de la guerra fría" (Taurus, 2024).