Fascistas y golpistas

A los constitucionalistas ya no nos molesta que nos llamen fascistas, porque la frivolidad con que emplean el calificativo ha terminado por vaciarlo de significado.
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En el prólogo de Anatomía del procés (Debate, 2018), Manuel Valls cuenta por qué decidió implicarse en la política española, en un momento en el que la crisis territorial se recrudecía en Cataluña. Había sido a petición de Sociedad Civil Catalana, la organización que había conseguido integrar a personas de distinta procedencia ideológica bajo la bandera común de la defensa constitucional. Valls explica que en aquel espacio de encuentro se dieron cita políticos de Ciudadanos, del PSC y del PP, e intelectuales como Mario Vargas Llosa. También el que hoy es ministro de exteriores, Josep Borrell.

El propio Borrell narra, en su epílogo a la misma obra, la importancia que tuvieron las movilizaciones organizadas por Sociedad Civil Catalana para desmontar ese mito largamente trabajado por el nacionalismo, el de Cataluña como “un solo pueblo”, que se vino abajo el día que un millón de personas desfiló por Barcelona con banderas catalanas, españolas y europeas: “Esta es nuestra estelada”.

Es cierto que en aquella primera manifestación no estuvo el PSC, que tuvo que comprobar que había agua en la piscina, ¡y cuánta!, antes de sumarse a la segunda manifestación, igualmente masiva. Pero en aquella marcha del 8 de octubre sí que había socialistas catalanes junto a los representantes de Ciudadanos y del PP. Y estaba el mismo Borrell para hablar muy alto en defensa de nuestra Constitución.

En aquel ambiente de resistencia que se fraguó en el otoño del 17 estaban Borrell y Valls y Vargas Llosa y Arrimadas y Levy. Es seguro que mantienen puntos de vista diferentes sobre un buen número de cuestiones y discrepan en no pocos temas. Pero todos ellos se saben herederos de un mismo espacio de convivencia que es la democracia liberal. Todos ellos se reconocen como iguales y como aliados en la defensa de esa democracia liberal que en España ponen en jaque los separatistas, y que en Europa retan otras opciones nacionalpopulistas con diversas pretensiones y discursos.

Esa tradición liberal en España recibe el nombre de consenso constitucionalista, pero la dicotomía que lo enfrenta a las tesis nacionalistas en Cataluña, y aun a las populistas de Podemos en el conjunto de nuestro país, dista mucho de ser patrimonio nacional. Al contrario, es una batalla que se libra en todo el mundo.

Esta semana se han producido algunos hechos desagradables en el Congreso. El miércoles, Gabriel Rufián tomó la palabra durante la sesión de control al gobierno para espetarle al ministro Borrell: “Usted es el ministro más indigno de la historia de la democracia española. Usted no es un ministro, usted es un hooligan, usted es un militante de Sociedad Civil Catalana, una vergüenza para su grupo parlamentario, más que nada porque es una organización de extrema derecha”.

Con la tranquilidad que lo caracteriza, Borrell le replicó a Rufián la verdad: que el de ERC solo está en el parlamento para verter “serrín y estiércol”, a lo cual la bancada de Ciudadanos respondió con aplausos. Esos aplausos denotaban la misma complicidad que había guiado antes las manifestaciones masivas de Sociedad Civil Catalana, el reconocimiento de que el ministro es un adversario político, pero también es un aliado en una categoría mucho más elevada: la defensa constitucional de nuestra democracia liberal.

Rufián terminó expulsado del pleno, como en los días del instituto, y con él desfiló hacia la salida todo su grupo parlamentario, momento en el que Borrell denunció haber recibido un escupitajo por parte de uno de los diputados separatistas, Jordi Salvador. La presidenta Ana Pastor, que tiene cierta querencia por los focos, tuvo entonces una intervención desafortunada en la que muy salomónicamente aseguró que ordenaría retirar del diario de sesiones los calificativos “fascista” y “golpista”, que vienen intercambiando los de ERC y los de PP y Ciudadanos.

El día anterior, visiblemente nervioso, Joan Tardà había llamado “fascista” repetidamente a Albert Rivera, que había tenido el atrevimiento de recordar que los partidos nacionalistas catalanes perpetraron un golpe de Estado hace un año. A los de Esquerra les molesta mucho que les llamen golpistas, porque Kelsen es Kelsen, pero a los constitucionalistas ya no nos molesta que nos llamen fascistas, porque la frivolidad con que emplean el calificativo ha terminado por vaciarlo de significado, lo cual es una muy mala noticia: si todo es fascismo nada es fascismo, y si nada es fascismo el fascismo hará el agosto. Tardà dice que llamarán fascista a todo el que les acuse de golpistas, pero ya nos han condenado, así que, como aquel desdichado reo de La vida de Brian, a punto de ser lapidado por pronunciar el nombre de Jehová, todos los incentivos invitan a perseverar en el pecado.

En esa ocasión no hubo aplausos para el líder de Ciudadanos desde la bancada socialista, porque, desde que Sánchez llegara a Moncloa de la mano de ERC, Bildu y Convergència, el PSOE ha abandonado el espacio constitucionalista. Después, Adriana Lastra puso en entredicho la versión del ministro, y el presidente Sánchez, que se “solidarizó” con Borrell sin pedir cuentas a ERC, resolvió la cuestión con idéntica salomónica equidistancia: “Rufián y Casado deben pedir disculpas”. 

Constitucionalistas e independentistas igualados por el presidente del gobierno en estatura moral. Fascistas y Golpistas. Jehová, Jehová, Jehová.

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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