Al leer las reacciones a la muerte de Bernardo Bertolucci uno tiene la sensación de que era un director más citado que visto. Salvo su película escándalo –El último tango en París– y sus dos películas prestigiosas –Novecento, algo más difícil por su longitud, y El último emperador–, el resto de su filmografía permanece más o menos desconocida. Quizá por su condición errática, fallida y fruto de unas décadas en la que tanto la sexualidad y la violencia como, quizá, la política, eran en general más convulsas.
Su carrera tiene cuatro épocas. En la primera ejerció de gran cronista de la violencia de su país. Se convirtió en agitador de conciencias (y también, de paso, del bajo vientre) en unos años dorados para el cine –finales de los sesenta, primeros setenta– en los que lo que se exhibía en las pantallas tenía algo en común: era adulto. Pasó a ser el gran cineasta de lo exótico y espiritual –al fin y al cabo el comunismo es otra forma de religión exótica– y acabó siendo el último defensor romántico de las revoluciones sociales del 68, el último hippie, los restos de la conciencia social del pasado.
Es divertido, antes de abordar sus películas como director, rastrear su pasado oculto en dos películas claves en la historia del cine italiano: en Accatone, de Pasolini, fue ayudante de dirección. De su trabajo con Pasolini extrajo el amor por el realismo crudo (más crudo aún que el neorrealismo) y la poesía: Bertolucci supo, en sus mejores momentos, ser tan veraz y tan lírico como el maestro. En Hasta que llegó su hora, el spaghetti western definitivo de Sergio Leone, firmaba el guión, coincidiendo con otro heterodoxo brillante, Dario Argento. Su aportación no es banal. Además de la gran construcción de una ciudad como metáfora, como mito –que retomó en su obra maestra, Novecento–, supo sacarle partido plástico a la violencia.
En una filmografía larga en el tiempo pero espaciada en películas no es difícil extraer sus grandes logros. De la primera época destaca El conformista, una obra con pulso, nervio, en la que trata los conflictos ideólogos a través de un personaje algo retorcido: fascista con pasado homosexual. En ella apuntala no solo sus constantes (cine político pasado por el filtro de cine espectáculo) sino que convierte a Vittorio Storaro y a Ennio Morricone en sus colaboradores principales para posteriores películas. En la extrañísima La estrategia de la araña adapta a Borges sin el encanto esotérico del escritor argentino. Pero es su siguiente obra, menos política y más sexual, que inaugura su siguiente periodo, la que le sitúa en el podio del cine-escándalo. El último tango en París es una película perversa, violentísima, en la que apenas tiene el espectador nada amable a lo que agarrarse. Es curioso el diálogo que establece esta cinta con la muy tardía Soñadores, dirigida treinta años después a partir de un guion ajeno y donde no parece haber rastro del nihilismo destructivo, de película de terror, de la anterior. Como si pidiera perdón por algo más que el (supuesto) abuso al que sometió a la actriz Maria Schneider.
Lo mejor de El último tango en París es que le dio fama y fortuna para rodar Novecento: junto con El Gatopardo, una de las películas más ambiciosas, complejas y mórbidas del cine europeo. Se trata de un fresco excesivo, pasadísimo y probablemente el más brutal retrato de la capacidad destructiva del fascismo, que en este caso tomaba con el rostro anguloso y raro de Donald Sutherland.
Tras la extraña (y de nuevo morbosa) historia de un incesto en La luna –una de las películas más interesantes de su filmografía– y la muy fallida comedia La historia de un hombre ridículo, Bertolucci toca el cielo –en forma de lluvia de Óscars– con la académica y algo aburrida El último emperador, biopic sobre el emperador Puyi donde aporta, a un material algo frío, su capacidad técnica, apoyada en la fotografía de su socio Storaro. Esta película abre su trilogía espiritual, que sigue con El cielo protector, quizá su gran película oculta: una imposible adaptación de Paul Bowles en la que consigue transmitir (gracias, de nuevo, a Storaro y al músico Ryuichi Sakamoto) la sensación asfixiante, irrespirable, del Marruecos beatnik a través de esa pareja infiel, destrozada, terminal. Le sigue la muy menor Pequeño Buda que da paso al último ciclo de Bertolucci: una serie de películas donde a pesar de la decadencia mantiene cierta coherencia temática.
En eso Bertolucci es un cineasta como pocos. Siempre fiel a sí mismo. Siempre intentando molestar un poco. En esas últimas películas retrata de manera obsesiva la belleza tanto en el rostro de la candorosa Liv Tyler de Belleza robada como en el cuerpo exuberante de Eva Green en Soñadores, en la magnética Thandie Newton de Asediada o en la enfermiza presencia de Tea Falco de Tú y yo, su última película. Son historias sobre mujeres rodeadas de hombres sedientos de deseo. Como si el aliento de la muerte lo persiguiera y sintiera que al final para él –viejo comunista, guarrete y provocador– la belleza era el último gran asidero.
Fernando Navarro (Granada, 1980) es guionista y crítico musical. Ha escrito entre otras 'Toro', 'Verónica', 'Bajocero' y Venus'. 'Segundo premio' (Isaki Lacuesta y Pol Rodríguez, 2024) es su último guion. En 2022 publicó la novela 'Malaventura'.