En los capítulos finales de la tercera temporada de Louie, la serie del cómico Louis ck, David Lynch aparecía interpretando a Jack Dall, un carismático, misterioso y un poco raro gurú televisivo. En la secuencia más recordada, Lynch, traje perfecto, afeitado impoluto y vertiginoso flequillo cano, exige a Louie que sea gracioso cuando él diga un, dos, tres, ¡ahora! Es un momento tan breve como divertido en el que es imposible abstraerse del actor que interpreta al personaje hasta el punto de que son lo mismo: vemos a la vez a Jack Dall y a David Lynch. Así de mítico era Lynch. Su presencia daba una autoridad de la que él, siempre divertido, nunca hizo gala. Él, que había cambiado la historia de la televisión y borrado las líneas que dividían el arte de vanguardia y el arte popular.
Único, libre, carismático, moderno y clásico a la vez, David Lynch fue no solo un cineasta genial sino también uno de los artistas plásticos más influyentes de la segunda mitad del siglo XX. Un director con una filmografía más o menos escasa –diez largometrajes más unos cuantos cortometrajes y capítulos de televisión en un porrón de años– que, quizá por esto mismo, siempre mostró un compromiso con el lenguaje –el cine, la televisión– que contribuyó a renovar, rejuvenecer, agitar, revolucionar.
Y lo hizo casi siempre con la misma gente. Lynch trabajaba con amigos. Uno de los placeres al ver una de sus películas o sus series era el de encontrarse con los mismos nombres de técnicos (Fred Elmes, Angelo Badalamenti, Peter Deming, Patricia Norris o Mary Sweeney) y actores en la pantalla, creando en el espectador una sensación agradable de familiaridad, como pasa en los sueños. Nosotros envejecíamos y veíamos envejecer a Jack Nance, Kyle MacLachlan, Everet McGill, Laura Dern, Miguel Ferrer, Naomi Watts, Harry Dean Stanton o Grace Zabriskie cuando Lynch los filmaba. Siempre se le dio bien filmar rostros. Qué bonita es la aparición de su íntima amiga Laura Dern como la mítica Diane de Twin Peaks.
Otra señal de que era de los buenos: nunca ganó un Óscar. (Anécdota: al perder ante Ron Howard en su segunda nominación, su amigo Robert Altman, también nominado, le susurró al oído: “Es mejor así.”) Era demasiado auténtico, demasiado original. Su impacto en la cultura popular es innegable. Cambió la historia de la televisión para siempre. Su apellido devino en un adjetivo que define una estética particular, que afectó a la fotografía, la pintura y la publicidad. Cruce más o menos imposible entre el american way of life y las vanguardias europeas, su imaginario bebe de los mundos idílicos de Norman Rockwell y las canciones de Everly Brothers, del surrealismo de Buñuel y la melancolía un poco circense de Fellini sin perder de vista el cine clásico. En concreto tres películas, a menudo citadas de manera explícita en sus argumentos o como guiños en los nombres de los personajes: Vértigo de Hitchcock, Sunset boulevard de Wilder y Laura de Otto Preminger.
Mención aparte merece su impacto en la música. Con un gusto exquisito a la hora de usar canciones de otros (Bobby Vinton, David Bowie, Rebekah del Río, Chromatics), Lynch contribuyó a lanzar o relanzar las carreras de Roy Orbison, Chris Isaak, Jimmy Scott, Jocelyn West (recomiendo el hermosísimo single And still) o Dean Hurley. Grabó discos sobre los místicos Hildegard Von Bigen o San Juan de la Cruz además del imprescindible BlueBob, donde reinventa el blues por la vía del rock industrial. Además, terminó de asentar un subgénero tan influyente como el dream pop, cuando ante la imposibilidad de conseguir los derechos de Song to the siren de This Mortal Coil para Blue velvet –pudo usarla una década después en Lost highway– pidió a la cantante Julee Cruise que interpretara Mysteries of love, una especie de cover que encargó a su compositor de cabecera Angelo Badalamenti y que lanzó a la cautivadora Cruise, junto con la que hizo más adelante dos discos que son cimas del subgénero.
Tras abandonar su sueño de formarse como artista en la vieja Europa, se matriculó en la Pennsylvania Academy of Fine Arts de Filadelfia y debutó con Eraserhead, aún deudora de sus trabajos como artista plástico y cortometrajista. Película de terror opresiva y asfixiante, con clara huella del expresionismo y el surrealismo –es la película dónde más se ve la huella de Buñuel, aunque Lynch insistiera en que nunca había visto una película completa del director aragonés–, reflejaba el miedo a su reciente paternidad y al hecho de que su hija Jennifer nació con los pies palmeados. En Eraserhead, además, ya hacía aparición el clásico héroe lynchiano: un hombre bien afeitado, de tupé un poco rockabilly, atrapado en un mundo extraño y peligroso del que solo se puede escapar a través de los sueños. En sus últimas dos películas pondrá en el centro de la historia a una mujer: una actriz madura confundida por las pesadillas hollywoodienses.
Auspiciada por el muy inteligente Mel Brooks, El hombre elefante muestra una capacidad sorprendente de adaptación por parte de Lynch. Sin dejar de ser una película de encargo, consiguió hacerla suya, dialogando con su ópera prima –el blanco y negro, los paisajes envueltos en nieblas tóxicas– y con el resto de sus películas futuras: todas en torno a la lucha sin tregua entre la luz y la oscuridad, al contraste entre la monstruosidad y la belleza –en sus mejores películas confunde ambos conceptos–. Tan clásica y académica como innovadora y moderna, El hombre elefante lograba, sin caer en lo lacrimógeno, algunos de los momentos más conmovedores del reciente cine moderno.
Dune se considera su proyecto fallido y puede que lo sea, al menos en cuanto a las ambiciones de su productor, el extravagante Dino de Laurentiis. Adaptar la novela de Frank Herbert era y sigue siendo todo un reto. A un cineasta tan mediocre como Villeneuve le ha costado dos películas y no superan en belleza ni en atrevimiento el confuso galimatías en que puede caer la de Lynch, fruto sin duda de la pérdida de control sobre el montaje (recomiendo, para iniciados, ver el montaje definitivo, de tres horas de duración, que puede encontrarse en las catacumbas de internet). Aun con esto, la versión estrenada de Dune contiene un universo estético propio, esa especie de barroco espacial, una imaginería sofisticada, alejada del camp de otras películas del género, y plagado de las imágenes más hermosas, desconcertantes, impactantes y sucias que ha generado la ciencia ficción contemporánea. Si siempre se dijo que Star wars eran los Beatles y Alien eran los Rolling, Dune es la Velvet Underground.
Tras dos películas de encargo con distintos resultados nadie podía imaginar la explosión que supuso Blue velvet. La cult movie por excelencia de las últimas cinco décadas es también la película más popular de su director. La más recomendable puerta de entrada, a través de esa oreja arrancada y esas cercas blancas blanquísimas, al universo Lynch. Con una trama más o menos sencilla, aunque contada de manera interesante –no es el qué, es el cómo–, Lynch insistía en el tema de la batalla entre las fuerzas del bien y las del mal, entre la luz y la oscuridad. El director usaba la estética del cine negro de serie B en un cóctel en el que entraba también la música de los cincuenta, altas dosis de sexualidad perversa, rayana en el sadomasoquismo, rímel corrido, neones, todo tipo de personajes del inframundo, pajarillos que devoran insectos y mucha mucha violencia. Aún me pregunto qué teclas tocó Lynch para conseguir, con semejantes materiales, atravesar la densa e irrespirable capa de la cultura mainstream americana, poco dada a experimentos.
Con la controvertida Corazón salvaje –donde pasaba de la serie B al cine trash gracias al material pulp del novelista Barry Gifford– Lynch vuelve a la historia de un hombre bueno que por amor se ve metido en la oscuridad más absoluta, esta vez en una húmeda e hipersexualizada Nueva Orleans. Homenaje a la vez a la cultura rock representada por Elvis y la chaqueta de piel de serpiente y a El mago de Oz de Victor Fleming. En esta excesiva, desatada, delirante película, Lynch se mostró dispuesto a ir más lejos de lo que había ido antes. Quedó claro que cuando uno entraba en una sala para ver una de sus películas todo era posible. Esa era parte de su grandeza. Entre los momentos para el recuerdo: la cabecita de Willem Dafoe saltando por los aires, Laura Dern, puro carisma, Nicolas Cage siempre on fire y la inolvidable Perdita Durango que encarnaba Isabella Rossellini.
Entonces llegó Twin Peaks. La serie que cambió la historia de la televisión. Al igual que Blue velvet, un producto radical, cercano a la vanguardia, que logró infiltrarse en la cultura popular. Lynch –junto al avispado productor y guionista Mark Frost– hacía saltar por los aires un medio tan conservador como la televisión en abierto sin hacer concesiones. Su fuerza, inalterable a pesar del tiempo transcurrido desde la primera emisión, radica en que mientras todo el personal se preguntaba aquello de “¿Quién mató a Laura Palmer?”, Lynch se entretenía tejiendo, a través de su rica galería de personajes (gigantes, enanos, travestis, pájaros, demonios, mancos, damas del leño, agentes del fbi abducidos) un complejo tapiz de emociones, sensibilidades, atmósferas –el trabajo de sonido de esta serie es para estudiar– y momentos que podían pasar de lo más aterrador (la primera inolvidable aparición de Bob, el despertar de Ronette Pulaski, la habitación roja, la violencia de Leo Johnson) a lo más divertido (las apariciones de Miguel Ferrer, los diálogos entre Cooper y Truman), pasando por lo tierno o triste (personajes tocados por la melancolía como Donna, incapaz de seguirle el ritmo a Laura, o la historia de amor entre Cooper y Annie Blackburn, herida de muerte). Y era eso, quizá, lo más sorprendente de la propuesta: esos continuos cambios de tono que nos daban la sensación de que lo que veíamos estaba vivo, respiraba.
La serie tuvo su continuación en forma de película –en realidad una precuela, algo no tan obvio por aquel entonces– con Twin Peaks: Fuego camina conmigo. Estrenada con pataleos y abucheos en el Festival de Cannes, hoy es considerada una de sus mejores películas y un ejemplo paradigmático de cómo el cine no puede –no debe– valorarse en función del primer impacto. Que el tiempo pone cada cosa en su lugar. Y es que año a año, década a década, Twin Peaks: Fuego camina conmigo ha ido creciendo hasta alcanzar el estatus de clásico renovador del cine de terror que tiene hoy. Es una película como pocas se han visto, con la textura de una pesadilla, dividida en dos partes. La primera, más ligera, aunque más misteriosa, protagonizada por Chris Isaak y Kiefer Sutherland, se encuentra entre lo mejor que ha rodado nunca Lynch. La segunda es un retrato siniestro de los últimos días de Laura Palmer –una película fúnebre como pocas, ya que sabemos el destino trágico de la protagonista cuando arranca su historia y aun así permanecemos en tensión– que culmina con un final aterrador y a la vez catártico.
Quizá por la mala respuesta a Fuego camina conmigo, Lynch permaneció unos años alejado del cine. Hizo algunos anuncios (para el recuerdo queda uno especialmente memorable de Gio de Armani o el que hizo para PlayStation). Intentó levantar la mítica comedia sobre la capital mundial del rayo Ronnie rocket –también titulada One saliva bubble– y arrancó dos proyectos de serie que no tuvieron continuidad. Por un lado la sitcom On the air que retrataba el mundo de la televisión como el foco de estupidez que es –fue cancelada, claro, tras los cuatro primeros episodios– y Hotel room, miniserie antológica de tres episodios de los que Lynch dirigió dos, a partir de guiones de Barry Gifford.
De nuevo junto a Gifford, Lynch regresó al cine con Lost highway, la primera parte de su trilogía de Los Ángeles. Atrevida y ultrasexual, filmada en espacios abstractos, oscuros, irreales, arranca como un neonoir sobre la infidelidad con momentos de puro cine de terror para convertirse, gracias a un giro argumental tan genial como inesperado, en una especie de reboot industrial de Blue velvet –el argumento de la segunda parte es calcado, de nuevo es el cómo, no el qué–en el que cambia la luminosa Lumberton por la fétida Los Ángeles, un club de jazz por los entresijos del porno amateur y a Roy Orbison por un pasadísimo David Bowie en los frenéticos e inolvidables créditos de inicio. Funny how secrets travel…
Otra sorpresa: The straight story. Quizá su mejor película, su auténtica obra maestra. Lynch abandona los entornos urbanos y filma los campos del Midwest para el viaje real –del rencor a la reconciliación– de Alvin Straight, un hombre que recorrió casi cuatrocientos kilómetros en un cortacésped para visitar a su hermano enfermo. Película con aliento clásico, The straight story está a la altura, literaria, plástica, de otros tantos clásicos americanos como Ernest Hemingway o John Ford. Es una película humana, triste, divertida, en la que –tras la broma (para iniciados) de arrancar con un “Walt Disney Pictures presents a David Lynch film”– no renuncia a lo hipnótico ni a lo simbólico. Se abre con un oscuro paisaje cósmico que da lugar a unas bellísimas tomas aéreas de los campos de Laurens, Iowa, y contiene uno de los mejores momentos de su cine: esa mujer que, desesperada, se ve condenada a atropellar ciervos una y otra vez. Ciervos que salen de la carretera sin explicación.
Qué suerte tenemos de que el típico ejecutivo de televisión tan patán como machista –dijo que Naomi Watts era demasiado vieja para ser la protagonista de nada– renunciara a emitir el piloto de Mulholland drive, pensada como serie, y que Lynch recuperó –rodando nuevo material– como una de sus mejores y más contundentes películas. Volviendo al tema del bien contra el mal –en este caso una pobre aspirante a actriz contra el estercolero de Hollywood–, Mulholland drive es su aproximación a Sunset boulevard, a la que se parece por tema y por título (dos lugares de la ciudad californiana como metáfora). Es una película lúgubre, pesimista, plagada de ideas –ese monstruo mendigo que culmina la escena de la cafetería, un prodigio de tempo narrativo y de planificación– y en el que se sacó de la manga un giro más sorprendente que el de Lost highway y que debería servir para reivindicar al Lynch escritor. Si en aquella el personaje principal se desdoblaba en dos, en esta los dos personajes principales son el reflejo de un tercer personaje que apenas aparece unos instantes en la pantalla: las claves están ahí, solo hay que seguirlas. Es esta una película misteriosa que contiene uno de los momentos más misteriosos de la historia del cine: el momento en el que el personaje de Naomi Watts abandona la película y hace su aparición la llave azul que abrirá la caja azul.
Lynch se despidió del cine con la última parte de su trilogía sobre la ciudad en la que vivió hasta su muerte, Los Ángeles. Si Mulholland drive es la película sobre los tormentos que nos esperan en la búsqueda desesperada del éxito, Inland empire es la constatación de la pesadilla que supone el éxito en sí. El exorcismo total y definitivo sobre Hollywood, la gran cloaca americana. Filmada en un formato digital doméstico, incómodo, entre la capital californiana y Polonia, Inland empire es una película sobre cuentos y maldiciones que contiene una de las imágenes más explícitas sobre lo que su director opina de Hollywood: el momento en el que el personaje de Laura Dern se derrumba sangrando sobre el Paseo de la Fama. Quizá Lynch sabía que no podía terminar su película así –nunca fue un pesimista– y tras ese momento, aterrador, pregnante, decide cerrar la película y su carrera con un coro de jóvenes bailando el “Sinnerman” de Nina Simone, acompañadas de un mono y un hombre serrando un tronco, guiño-guiño.
Y de repente la última sorpresa. Cuando nadie sabía por dónde podía salir Lynch, convertido en un personaje poliédrico: un gurú que se dedicaba a dar más o menos soporíferas charlas a favor de la meditación trascendental, que vendía su (cara) marca de café, grababa y producía discos, ejercía de actor de culto y de excéntrico meteorólogo, se sacó de la manga la que ha resultado ser su verdadera despedida. Y qué despedida.
Tirando del hilo de aquella misteriosa frase que Laura Palmer le decía al agente Cooper al final de la segunda temporada de Twin Peaks –“Nos veremos dentro de veinticinco años”– Lynch rodó Twin Peaks: The return,una especie de greatest hits de toda su obra –con alguna sorpresa–. Sin perder el pulso como cineasta, ahí estaban el humor absurdo, el terror y por supuesto la música –se aseguró que en cada capítulo hubiera al menos una actuación en directo.
Y en medio de la sorpresa final, una sorpresa aún mayor. El ya mítico capítulo 8 contenía, además de una brutal aparición de Nine Inch Nails, la poética explicación del origen del asesino Bob –y de todo el mal de la humanidad, el mal del corpus lynchiano– así como del nacimiento de Laura Palmer como contrapoder de ese mal. Todo narrado en un blanco y negro de reminiscencias espectrológicas que culminaba en una sinfonía experimental de horror cósmico, con música de Penderecki, y que supuso lo más lejos que ha ido nunca la televisión, lo más lejos que irá.
Cuando en Los Fabelman, su película más autobiográfica, Steven Spielberg filmó a David Lynch interpretando a John Ford en la recordada secuencia final, en la mirada del espectador se produjo un extraño efecto del que, creo, Spielberg era más que consciente. La única manera de transmitir al espectador (más o menos cinéfilo) la importancia del personaje retratado (un Ford que queda ya lejano en el recuerdo) era asemejarlo a otro director igual de carismático, de legendario, creando así una paradoja metalingüística. En la pantalla veías tanto a John Ford como a Lynch y de repente dos de los últimos cineastas clásicos, dos leyendas americanas, quedaban retratadas para siempre.
Al igual que Louis ck en su serie, Spielberg se aprovechaba de una figura mitológica, el hombre que soñó películas y filmó pesadillas que ahora abandona el mundo real para entrar, al fin, en el de los sueños. Allí nos encontraremos, David. ~