Todos los engranajes se ponen a prueba en una contienda. Lee Miller fotografió la Segunda Guerra Mundial para Vogue y en esos trabajos puede verse hasta qué profundidad calaron en ella las vanguardias y viceversa. La toma de una enfermera rodeada de guantes colgados a la espera de secarse para volver a ser usados o el primer plano con el que Miller convierte a un periodista con máscara antigás en un ser de otro planeta son ejemplos del modo en el que la estadounidense aunó periodismo y arte en sus disparos.
Las fotografías son lo mejor de Lee Miller y el surrealismo en Gran Bretaña, una exposición abierta hasta el 20 de enero en la Fundación Joan Miró de Barcelona, que la presenta como un personaje clave dentro del grupo de artistas y en el país donde menos se ha estudiado un movimiento en el que la estadounidense tejió redes y las fortaleció.
La exhibición reúne doscientas obras que incluyen firmas como las de Joan Miró, Paul Nash, Salvador Dalí, Max Ernst, Henry Moore, Leonora Carrington, Giorgio de Chirico, Maruja Mallo o Yves Tanguy y coloca a Lee Miller como eje vertebrador de todos ellos en el periodo que comprende de los años treinta a los cincuenta del siglo XX. En ocasiones, sin embargo, ese papel resulta algo forzado: hay episodios con los que pretenden reivindicarla en los que el verdadero protagonista es el artista Robert Penrose, con quien se casaría.
Un ejemplo es la sección donde se aborda la celebración en Londres de Surreal objects and poems de 1937, en la que todo lo que se dice del papel de ella es que “hizo algunas indicaciones” y expuso, como tantos otros, una obra. De hecho, en ese momento, ella aún vivía en Egipto, donde estaba a punto de divorciarse del empresario Aziz Eloui Bey. Cuando lo logró restableció el contacto con sus amigos y ahí arranca otro de los momentos estelares de la exposición: las tomas que hizo en una fiesta en el campo a la que acudieron, entre otros, Paul Éluard y su mujer Nusch.
Las instantáneas reflejan el grado de desinhibición de los surrealistas, que comen, ríen y se abrazan en las laderas de Cornualles aunque solo ellas aparecen en topless. Esas fotos reflejan la habilidad de Miller para el retrato, algo que vuelve a demostrar con tomas como la que le hizo a René Magritte, a quien es capaz de convertir en uno de sus cuadros. Son fotos llenas de intención, con un halo onírico que está también en sus collages, con los que empezó a experimentar tras unas vacaciones en el municipio francés de Mougins, en casa de Picasso y Dora Maar. Allí, junto a Penrose y Eillen Agar, trabajó a partir de fotografías y postales. El resultado puede verse también en esta muestra y resulta muy interesante comprobar la sintonía, incluso la sincronía, que hay entre las creaciones de las dos mujeres: parece que se copian, pero en realidad se siguen.
El recorrido de la exposición es cronológico, por eso en la primera estancia se habla del momento en que Lee Miller se mudó a París para trabajar como modelo, algo que ya había hecho en Nueva York, y allí se convirtió en pareja, musa y colaboradora de Man Ray. De esa primera etapa son los retratos de torsos femeninos que pueden verse en Barcelona junto a Object of destruction (1929), una escultura de Ray que consiste en un metrónomo en el que es un ojo de la modelo el que marca el paso del tiempo. Un ojo retratado, algo de lo que Miller huyó en cuanto pudo: “Prefiero hacer una fotografía a serlo.” Quizás por eso, de las nueve salas que le dedica la Fundación Miró ninguna tiene la potencia que irradian las que exhiben sus trabajos fotográficos.
Brillan sus tomas de artistas pero también las de sus viajes, expuestas en el apartado dedicado a Surrealism today, una muestra que la galería Zwemmer de Londres organizó en 1940 con instantáneas de su paso por Rumania, Libia y Egipto. Pero es en las fotos de guerra donde Lee Miller se pulió. La maceta colocada junto a una bomba que no ha explotado y mantiene a la gente segura o el maniquí de hombre vestido de camuflaje que posa como un modelo pueden resultar frívolos, pero en realidad logran transmitir la sinrazón con enorme crudeza. Del mismo modo, su autorretrato desnuda en la bañera de Hitler puede verse como un insulto, pero en realidad es un acto de defensa. Y lo más importante: hasta entonces, Miller ha puesto en práctica lo aprendido, pero en sus fotos de guerra ya es ella quien da las lecciones. ~
Es periodista