En los últimos años, la ciencia política y los partidos se han ocupado ampliamente de las llamadas “políticas de la identidad”. Para autores como Mark Lilla la izquierda se ha equivocado al anteponer en su discurso la representación de colectivos minoritarios frente al conjunto del cuerpo social, encarnado en la noción igualitaria de ciudadanía. Es una crítica que ya había hecho desde el marxismo, hace más de veinte años, Eric Hobsbawm, que vio en esta tendencia el fin del binomio de clase como herramienta de tracción electoral.
Lilla sostiene que las políticas de la identidad “han abierto la puerta a los demagogos”, pero cabe apuntar que la democracia nunca ha estado a salvo de ellos (no en vano Platón dijo que la demagogia era la variante pervertida de una democracia cuya versión virtuosa, como las de la monarquía o la aristocracia, por referir las otras formas de organización política contempladas por el filósofo, no puede existir fuera de un laboratorio) y que la izquierda no ha sido la única en practicarlas.
La emergencia global de las políticas de la identidad a ambos lados del espectro ideológico tradicional sugiere una génesis estructural. La atomización de las identidades es un proceso imparable estrechamente ligado al cambio tecnológico y la organización de la producción en las sociedades capitalistas. Una vez se pone en marcha esta maquinaria, la lógica de especialización y división del trabajo hará el resto. Antes de esta revolución, la religión y el modo de vida constituían casi las únicas identidades en una Europa vastamente cristiana y campesina.
El capitalismo, como dijo Marx, es revolucionario y, por tanto, no contempla la estasis: está condenado a la innovación permanente, a la perpetua “destrucción creativa” que popularizara Schumpeter. Si la lucha de clases planteada por Marx era consecuencia de las relaciones de producción, la fragmentación de las clases (y con ellas de las identidades) actual también ha de serlo. Las transformaciones tecnológicas cambian la organización del trabajo, la estructura social y, en último término, tienen impacto en las ideas de una sociedad y en la política democrática.
Motivado por esa inercia, en las últimas décadas hemos asistido a un proceso de fragmentación parlamentaria en Europa, solo contenido en aquellos países con fuertes sistemas mayoritarios. España ha pasado de un modelo de dos grandes partidos a otro de cuatro, al que pronto podría sumarse un quinto. Incluso los estados con menos barreras de entrada parlamentarias, como Holanda, que ya eran sistemas multipartidistas moderados hace décadas, han visto intensificarse la fragmentación de siglas.
En España, el cambio ha supuesto una alteración de las estrategias partidistas: si en la lógica de dos partidos las formaciones trataban de ensanchar sus contornos para dar cabida a una representación lo más amplia posible, en el multipartidismo las opciones políticas son menos inclusivas, pero han de ser más transigentes para poder alcanzar acuerdos poselectorales que permitan articular mayorías de gobierno. La capacidad de apelar a segmentos del electorado lo más amplios posibles sigue siendo importante, pero ahora es crucial la destreza negociadora para gestionar y maximizar los resultados que arrojan las urnas.
Los comicios que alumbraron el primer parlamento posbipartidista tuvieron que ser repetidos ante la falta de aclimatamiento de las formaciones a la nueva lógica parlamentaria. El pacto suscrito entre PSOE y Ciudadanos para desalojar del poder al PP requería la connivencia de Podemos, que se opuso al acuerdo y apostó por una repetición electoral con la que aspiraba a sorpasar a los socialistas. La jugada salió mal y todos los partidos tomaron nota. Tres años después, el acuerdo de PP y Ciudadanos para poner fin a cuarenta años del PSOE en la Junta de Andalucía pasaba por esa misma anuencia de Vox (un nuevo partido populista con marcados valores identitarios), que, tras lanzar un órdago inicial, quizá con la torpeza de Podemos en el recuerdo, se plegó al pacto PP-Cs.
La necesidad del acuerdo en un parlamento atomizado se ve dificultada por la limitada transitividad de las preferencias de los votantes, como explicó el premio Nobel Kenneth Arrow en su famosa paradoja. Esto quiere decir que las preferencias de los distintos electores tienden a ser contradictorias, de modo que no es posible extraer una preferencia global de la comunidad: los acuerdos que satisfarán a unos votantes conllevarán el castigo de otros. Así, los partidos siempre se verán obligados a tomar decisiones complicadas operando con altos niveles de incertidumbre. Y, cuanto más heterogéneo sea el electorado de un partido desde un punto de vista ideológico y socioeconómico, más difícil se tornará la decisión.
Este es el escenario político que dominará los próximos años de la política española. Es probable que el achicamiento de los espacios electorales, ahora más concurridos que en los días del viejo bipartidismo, conduzca a estrategias de polarización por parte de los partidos (cuyos efectos sobre los votantes no deberíamos perder de vista), pero sus líderes también habrán de tender la mano a sus rivales y mostrarse conciliadores si quieren formar gobiernos. 2019 será un año electoral trepidante, en el que las estrategias de negociación y acuerdo se revelarán tan importantes como los propios resultados electorales.
Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.