Entrevista a Edmund Fawcett. “El liberalismo es muy aburrido, pero es la única manera decente de hacer las cosas”

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Edmund Fawcett trabajó durante más de tres décadas en The Economist, donde fue editor y corresponsal jefe destinado en Washington, París y Berlín. Página Indómita ha publicado su libro Sueños y pesadillas liberales en el siglo XXI (traducción de Roberto Ramos), una descripción de las principales ideas liberales, un recorrido histórico y un análisis de sus desafíos actuales.

Uno de los problemas del liberalismo tiene que ver con la semántica y la traducción. No es lo mismo en un lado y otro del Atlántico en inglés, ni en la Europa continental. A veces hablamos de una filosofía política, otras de una praxis, otras de una forma de organización. ¿De qué hablamos cuando hablamos de liberalismo?

Hay un problema recurrente cuando hablamos de política y de perspectivas políticas, especialmente entre gente bien educada y no digamos entre profesores universitarios, que tienen un oído muy fino. Hay una grave dificultad cuando vas al diccionario o la enciclopedia, y descompones el liberalismo en muchas partes distintas. Es complicado, especialmente si hablas en varias lenguas. En Estados Unidos el liberalismo tiene algunas características y connotaciones, ciertas asociaciones que no tiene en Europa. El liberalismo en Europa y en Francia, y en España, posee unas connotaciones limitadas a lo económico que no tiene en otros sitios. Hay que evitar distraerse con esos problemas verbales. Podemos reconocer sin dificultad el liberalismo cuando lo vemos; podemos distinguir las sociedades democráticas liberales de las que no lo son sin ninguna dificultad. Sabemos qué es de lo que estamos hablando, sabemos cómo están fallando las sociedades de la democracia liberal. En mi libro intenté alejarme de las dificultades verbales del tipo: ¿qué es, de qué hablamos, cómo podemos definirlo? Aborda directamente la perspectiva liberal, lo que importa a los liberales y lo que deberían estar haciendo, por qué les va mal.

Dice que hay cuatro elementos centrales en esa visión liberal: la idea de que va a haber siempre conflicto dentro de las sociedades y de que esto puede ser beneficioso; la desconfianza frente al poder; la fe en el progreso humano; el respeto cívico. Muchas veces se leen perspectivas parciales, centradas sobre todo en la tradición angloestadounidense. Aquí habla mucho también de Francia y Alemania.

Por supuesto, en países diferentes, en los últimos doscientos años, muchos pensadores han hablado y escrito sobre política. Hay distintas tradiciones nacionales y dentro de los países hay diferentes tradiciones. En Estados Unidos y Gran Bretaña creemos que unas formas de pensar tienen sus orígenes en la obra de los empiristas británicos, como John Locke. De manera más reciente, el liberalismo adopta un aspecto muy económico, queda confinado a lo que en Francia o en España llaman neoliberalismo. En otras palabras, una idea muy estrecha que presenta el libre mercado como algo soberano en todos los departamentos de la vida. Son, por así decirlo, las distorsiones del liberalismo en Estados Unidos. Pero en Francia o Alemania, en cambio, hay una concepción más histórica de las ideas políticas, especialmente en Francia. La tradición liberal es muy fuerte. Y es fácil olvidarlo, porque la catástrofe que los alemanes trajeron al mundo a mediados del siglo XX parece haber borrado casi cualquier otra cosa de la historia de ese país. Pero si miras hacia atrás, a finales del siglo XIX y comienzos del XX, había una profunda tradición liberal en Alemania que influyó mucho a los europeos y a los estadounidenses, especialmente la tradición alemana del, por así decirlo, socialiberalismo, el intento de combinar una economía abierta con un Estado preocupado por la atención social. Fue muy influyente en el Reino Unido y en Estados Unidos.

A veces hay una caricatura del liberalismo que lo confina a la libertad económica. Y se suele pensar que el liberalismo trata ante todo de la libertad. Usted dice que la igualdad también es una idea rectora.

Es una caricatura decir que el liberalismo es sobre todo una cuestión de la libertad. Los liberales de comienzos del siglo XIX se enfrentaban a un mundo totalmente nuevo. Era el mundo del capitalismo, de enorme crecimiento de la población y gran industrialización, donde la sociedad se ponía patas arriba. Los primeros liberales buscaban el orden en un increíble torbellino de cambio del que todavía no hemos salido: siempre están buscando orden en la misma medida que libertad. Es una simplificación enfatizar la libertad y olvidar lo demás. Tienes que preguntarte: ¿libertad para quién, de qué, en qué aspectos?

La izquierda hace esa caricatura del liberalismo como algo limitado a la economía, la economía de Friedrich Hayek y Milton Friedman. Es una visión muy destructiva, porque en cierto modo la izquierda y los liberales son aliados naturales.

Habla de la igualdad, de la defensa de la igualdad de oportunidades o del Estado de bienestar, que a menudo ha sido impulsado por los liberales.

Claro. Un ejemplo es el National Health Service en el Reino Unido, que era una idea de políticos liberales, especialmente Beveridge. En Alemania, el Estado de bienestar fue una creación de políticos liberales a finales del siglo XIX.

Una de las características del liberalismo, a su juicio, es la capacidad de vivir con ideas en tensión.

La visión liberal de la sociedad es que siempre hay un conflicto. No es una guerra civil. Pero siempre existe un conflicto de intereses materiales, y todavía más de opinión. Esta visión de la sociedad distingue a los liberales de sus dos grandes alternativas. Los conservadores tienden a pensar en la sociedad como una unidad armoniosa. Es una vieja imagen y, la verdad, no creo que la sociedad fuera nunca así. Pero los conservadores apelan a este pasado mítico, con una sociedad unida. Y hay una especie de llamado filosófico y teológico para ir hacia allí. Esta es la imagen conservadora. Los liberales están en un desacuerdo total. Dicen que la sociedad está en conflicto. Los socialistas, en particular los que vienen de la tradición marxista, miran hacia el futuro, y ven una sociedad unificada en fraternidad donde hay armonía porque la desigualdad material ha desaparecido. Esto es para mí una mitología. Los liberales creen que va a haber conflicto. No significa que haya matanzas o guerra civil. La visión liberal de la política es que la política trata de la gestión del conflicto. Es discutir. Es reconocer que debates con gente con la que tienes profundos desacuerdos, pero discutes, no intentas matarlos, aniquilarlos o callarlos o silenciarlos. Esa es la imagen liberal de la política. En cierto sentido, es muy aburrida. Ese es uno de los problemas del liberalismo. Es muy razonable, muy adulto. Es un poco: “Sí, vale. Tienes parte de razón y en parte estás equivocado.” Este es el tipo de frase que irrita a los adolescentes cuando se la oyen a sus padres, o a sus padres cuando se la oyen a sus abuelos. El liberalismo es muy aburrido. Pero en realidad, cuando lo piensas bien, no hay otra manera decente de hacer las cosas.

Se reprocha a los liberales, dice, “la falta de pasión”. Usted cree que la acusación no es del todo cierta. ¿Se puede hablar de una pasión liberal?

Bueno, me gusta pensar en mí como un liberal apasionado. Y esa pasión se puede expresar de muchas maneras. Lo que los liberales necesitan hacer políticamente, pensando en el presente, es ser mucho más afilados, más cortantes y satíricos. Necesitan tener una idea más clara de la gente de la que hablan y de cómo ven a las élites; necesitan estar mucho más en contacto. Es una cuestión de estilo. Muchos políticos liberales, tanto en el centroderecha como en el centroizquierda, tienen mucha educación, tienen doctorados, han estado en escuelas de posgrado. Y han perdido la capacidad retórica para conectar políticamente, y les derrota gente como Donald Trump, como Boris Johnson, que han desarrollado un instrumental mucho más afilado.

¿Qué político liberal contemporáneo sería un buen ejemplo?

Angela Merkel, una liberal conservadora, combina cierta pasión y exactitud. Quizá tenga que ver con su formación científica. Posee un elemento directo, una especie de autoridad intelectual que llega aunque no sea especialmente ingeniosa. Margaret Thatcher sí era ingeniosa, aunque fuera, a mi juicio, muy destructiva en muchos sentidos. Sin embargo, tenía una gran claridad mental, dicción y atractivo político. En este momento, los liberales parecen bastante desarbolados. Obama tenía un gran sentido del discurso, nos llevaba a todos al borde de las lágrimas. Y no quito valor a eso. Pero no era tan bueno en la cuestión diaria o semanal. Los liberales andan escasos de modelos.

Se elogió a la primera ministra neozelandesa Jacinda Ardern tras el atentado terrorista. Pero es un país pequeño y lejano.

Pensaba en los países que aparecen más en el libro. Por supuesto, es mucho más amplio, podríamos hablar de otros. El corazón sigue siendo Estados Unidos, el Reino Unido, Francia y Alemania. Si la democracia liberal sobrevive ahí, sobrevive. La primera ministra de Nueva Zelanda hizo algo maravilloso, que tiene que ver con lo que decíamos antes de política, pasión, lenguaje y discurso. Hizo un gesto totalmente elocuente al ponerse el velo. Vale por mil discursos. Tras ese horrendo ataque nativista a los fieles musulmanes, ella dice: “Quiero que sepáis que sois de los nuestros.” Necesitamos políticos así.

En la edición española al principio aparece la descripción de la visión liberal, la historia. Y luego aborda la crisis actual del liberalismo.

Hay un gran problema en Europa y Estados Unidos. Ocurre algo en política que es difícil de explicar. Hay muchos libros que hablan de la crisis de la democracia liberal. Quizá soy complaciente o demasiado optimista. Pero necesitamos distinguir dos formas de problemas. No estamos en Santiago de Chile en 1973, en Petrogrado en 1917, en Berlín en 1933 o en París en 1870. Nos enfrentamos a dos cosas. Por un lado, los profundos problemas políticos, sociales y económicos. Y en segundo lugar, lo que podríamos llamar una crisis de la clase política. Los partidos de centroderecha y centroizquierda se ven desafiados. Y eso es algo que el liberalismo puede afrontar. No es una crisis estructural. Vox, afd, el Rassemblement National o Trump no tienen a mi modo de ver una estructura política alternativa plausible. Este es mi lado complaciente.

¿Y el pesimista?

Los graves problemas sociales que afrontamos. No tengo una solución para ellos. No he escrito un libro de medidas políticas. Hay problemas económicos que son seculares, transformaciones de las estructuras en el trabajo. Hay problemas profundos en Europa y Estados Unidos de igualdad social, crecientes desequilibrios. Hay un grave problema ambiental. Por no hablar del crecimiento geopolítico de potencias no liberales, en especial China. No pretendo tener nada mágico, nuevo o particularmente original que decir sobre estos retos. Lo que pretendo decir es que deberíamos afrontar los problemas concretos lo mejor que podamos y deberíamos dejar de preocuparnos por el futuro de la democracia liberal. Eso me parece una distracción.

Cuando habla de los problemas económicos dice que la cuestión no es tanto la desigualdad como la ruptura de un contrato social, la precariedad, etc.

“Desigualdad” se refiere a muchos problemas distintos. El primero, el más urgente, es la cuestión de la necesidad. El objetivo de la ocde mide la pobreza absoluta y no relativa. La absoluta ha crecido en los últimos diez o quince años, sobre todo desde la crisis fiscal. Está mal. Nuestras sociedades son lo bastante ricas para afrontar eso. Hay grandes dificultades en los sistemas de bienestar que hemos tenido desde hace casi cien años para tratar con la pobreza. No discuto eso. Pero no es algo aceptable. Probablemente no afecta a más del 20% y no es muy importante políticamente, porque los muy pobres tienden a no votar. Es un grave problema social. Hay otro tipo de problemas con la desigualdad, en el extremo más elevado: no entre los muy pobres y los muy ricos, sino entre los muy ricos y los algo menos ricos, entre los ultramillonarios y las clases medias. Esto es importante políticamente. Esta gente se acostumbró a progresar, a tener cosas como una buena universidad, un buen hospital. Esas cosas quedan fuera del alcance de una gran parte de la clase media en el sentido europeo y la ira y la decepción política que eso crea es grave. Así que un problema económico es antes que nada de equidad: es inaceptable y hay que afrontarlo. En segundo lugar está el resentimiento de la clase media, que es políticamente peligroso, pero quizá tenga menos que ver con la equidad.

El liberalismo ha sufrido muchas amenazas. Ahora hay una preocupación por el populismo, que usted define como un estilo de justificación política.

Tiene que ver con la idea liberal de que la sociedad está dividida. El populista dice: “Créeme, porque yo hablo por el pueblo.” El pueblo es un ser mitológico: no existe. Lo máximo que tienes es un voto, quizá del 60 o 70% del electorado, que en sí es una proporción más pequeña de la población total en cualquier caso. Es un error, un mito. Nunca deberíamos escuchar a nadie que diga hablar por el pueblo, y los populistas siempre hablan en su nombre.

Habla de la Unión Europea como un gran experimento liberal. En las elecciones recientes vimos el retroceso de los partidos tradicionales del centroizquierda y el centroderecha, pero los populistas fueron contenidos, y subieron los liberales y los ecologistas, que tampoco rechazan los principios liberales.

Es un gran proyecto histórico. Tiene graves dificultades en este momento, en parte porque se extendió muy deprisa y no ha encontrado una forma de gestionar el euro. Otra dificultad es que mucha gente, a menudo también sus enemigos, la presentan como una gran burocracia. En realidad lo que impulsa la Unión Europea son los gobiernos nacionales. Y si observas los gobiernos, en los últimos veinte años o así han sido de derechas o conservadores. Cuando la izquierda en particular ataca la Unión Europea por ser un club capitalista, en parte de lo que se queja no es de la estructura de la Unión. Se quejan de la complexión política de los gobiernos que la han dirigido en los últimos veinte años. De nuevo, las grandes preocupaciones sobre el futuro son una especie de distracción. Si hubiera más gobiernos de centroizquierda, y es un gran condicional, el carácter de la Unión sería distinto. Dicho esto, veo las dificultades de gestionar una semifederación de 27 o 28 países. He dicho 27 o 28 porque el Reino Unido todavía no se ha ido. ¿Se tirará por el acantilado y se irá? Espero que no.

El Reino Unido defendió la ampliación en el Este y la idea de subrayar el elemento económico de la Unión y soslayar el aspecto más político.

Muchos británicos no entienden la sensación de perplejidad y agravio que muchos europeos tienen, con razón, hacia el Reino Unido, y su comportamiento en los últimos veinte años. Yo he trabajado en Bruselas, en Alemania, en Roma. Tengo algo de implicación emocional. En los noventa los británicos presionaron para extender la Unión Europea, presionaron para incrementar el número de países, por el mercado único, por el movimiento de personas, servicios y capitales. Y entonces un pequeño fragmento de un partido empezó a quejarse amargamente de las consecuencias, es decir, la inmigración y la creciente fuerza de la Unión Europea. El Reino Unido ha votado para abandonar una entidad política en cuya creación se ha esforzado mucho. Es irracional: deja perplejos a los demás europeos, y desde luego a mí. De nuevo, soy optimista y quizá complaciente. Creo que no habrá brexit. Pero me parece que está al 50%.

Muchas veces se ha dicho que tras la derrota del comunismo, el liberalismo se volvió arrogante, soberbio.

1989 fue un momento extraordinario: el fin del comunismo soviético, la ruptura del bloque soviético. Muy pocos lo esperaban. Muy pocos esperaban que la Guerra Fría terminase de forma tan pacífica. Alemania fue decisiva para asegurar que todo ese proceso fuera pacífico. Y fue uno de esos grandes acontecimientos benéficos, tan tranquilo que ahora todo el mundo lo ha olvidado. Fue un gran éxito. Por otro lado, sigue habiendo grandes problemas.

La geopolítica no desapareció de repente. Fue parte de la hubris posterior a 1989: pensar la geopolítica ha terminado. Ahora tienes el ascenso de China, la reacción de Rusia, la presión sobre Europa. También había hubris en la negación de los profundos problemas económicos que afrontaba Occidente. Los noventa fueron una década económicamente exitosa. Pero la liberalización económica, como todo, tiene sus costes. Ese coste se vio en 2008 con el crash financiero. Y los liberales continúan equivocándose si no entienden las quejas populares que hierven contra el centroizquierda y el centroderecha.

Los avances tecnológicos pueden cambiar la esfera pública y también el mundo del trabajo. Otro efecto es la cuestión de los monopolios. Es otra vieja preocupación del liberalismo. ¿Cómo debe adaptarse para afrontar estos cambios?

Es muy importante. Hay un elemento que es el crecimiento de compañías enormes, monopolísticas, la competición contra el trust. Una apuesta liberal clásica es intentar romper grandes compañías y crear más competición. Es una tarea que nunca termina. Ocurrió en Estados Unidos a finales del siglo XIX, por ejemplo. Por otro lado, en el mundo de las empresas, grandes compañías crean un monopolio con vieja tecnología y luego llega una nueva tecnología. Y esas grandes compañías se rompen. Ocurre una y otra vez y enlaza con la idea de que, desde el punto de vista del liberalismo, la política es primordial. Siempre habrá una tarea que hacer en ese terreno para los liberales. Y es fácil decirlo. Pero ¿cómo te diriges a una compañía como Microsoft o Facebook? Vemos ahora cómo lo está intentando la Unión Europea.

Dice que el liberalismo ha tenido dificultades históricas con el nacionalismo.

El nacionalismo es un peligro. En parte puedes culpar a los liberales porque en el siglo XIX querían crear la nación. Tiene que ver con lo que comentábamos al principio: los liberales querían libertad, también querían orden, y uno de los tipos de orden que buscaban era el orden nacional. Querían un mercado unido, reglas comunes, un Estado central fuerte con autoridad en todo el territorio: eso era la nación. Y querían que la nación fuera gobernada indirectamente por la gente que vivía en ella. Todo esto era liberal. Eso era el nacionalismo del siglo XIX. Y por supuesto, ahora tiene un aspecto diferente. Si creas oponentes, aparecen otras naciones con conflictos y dificultades. La creación de un solo pueblo nacional genera la posibilidad del populismo, de apelar a la gente como si fuera algo unido, unánime, armonioso. De modo que el nacionalismo es en sí bastante complejo. Tiene elementos liberales y antiliberales. Y ahora vemos por toda Europa una regresión hacia los elementos antiliberales, que enfrentan unos países con otros. Es algo que la Unión Europea –ahí reside la ventaja histórica– pudo superar después de cien años horrendos, cuando causó calamidades a sí misma y al mundo y acabó aprendiendo de su mal comportamiento. Decidió salir de la unidad nacional, evitar las consecuencias de esa competición nacionalista.

Cuando habla del nacionalismo habla también de la identidad. Como el nacionalismo, tiene dos caras. Por un lado, el liberalismo integra otras sensibilidades de una manera que otras concepciones políticas no pueden. Pero, advierte, “si la identidad es interpretada en un sentido divisivo e individualista como algo que debilita o rechaza la ciudadanía común y la moral política compartida, entonces supone una amenaza para el liberalismo democrático, pues ataca sus raíces mismas”.

Tiene un padre bueno y un padre malo. El bueno es la idea de la no discriminación. En la vida pública no importa que yo sea blanco, negro, judío, musulmán, hombre, mujer, otra cosa. Ese es un principio liberal decisivo. ¿Cuál es el mal padre? Ser esas cosas va a tener una significación en la vida pública y tiene una importancia vital que yo sea varón o británico. Esto me parece peligroso políticamente. Soy consciente de que hablo como alguien que ha tenido muchos privilegios. Soy un varón blanco, anglosajón y educado, y para mí es más fácil decir que esas insignias identitarias no son importantes. Si fuera de otro modo, quizá me importarían. Soy consciente de ese problema cuando hablo de esa concepción que presenta la identidad como un elemento soberano. Esa idea de la identidad acabaría destruyendo la visión de que todos somos ciudadanos, no pequeños grupos identitarios. No es así. Somos ciudadanos unidos.

Habla de lo que podríamos llamar versiones dogmáticas del liberalismo. John Gray ha escrito sobre un giro utópico tras el fin de la Guerra Fría y ha denunciado lo que llama ultraliberalismo, esa reacción intolerante en los campus estadounidenses.

John Gray es un caso interesante. La política es muy difícil: es un barullo, y en cierto modo es terriblemente aburrida. Es mucho más fácil hacer dos cosas. Por un lado, empezar a hablar de palabras y dividirlas. Por otro, encontrar un enemigo, un adversario, especialmente si es tonto. La política de los campus en Estados Unidos constituye un enemigo maravilloso. Cuando yo era joven también era tonto. John Gray es muy hábil a la hora de encontrar exageraciones y absurdos.

Otra versión dogmática, más influyente, es la que decía que el Estado siempre debe ser más pequeño.

El dogmatismo del libre mercado, que es todavía peor, porque tiene más consecuencias. Es más efectivo y más adulto. Y de nuevo, como comentábamos antes, no creo que todo el liberalismo sea eso. Reducir el Estado desde los años ochenta, culpar al gobierno como fuente de todos nuestros problemas es enormemente destructivo.

“Ningún eslogan ha hecho más daño a la sociedad que el que reza ‘el gobierno es el problema’”, escribe. La frase que cita es de la toma de posesión de Reagan como presidente.

Reagan era muy divertido. Tenía muchas frases buenas. Decía que las ocho palabras más aterradoras eran “Soy del gobierno y he venido a ayudar.” Los liberales de derechas llevan treinta o cuarenta años al frente de gobiernos. El gobierno tiene muchos problemas. Pero culparlo de todas las dificultades que tenemos es tremendamente disruptivo. Parte de la razón tiene que ver con las elecciones profesionales. En los años sesenta y setenta personas educadas iban a trabajar para el gobierno. Con el crecimiento de las finanzas, se volvió posible para gente muy educada ganar mucho más dinero y prestigio fuera del gobierno. El prestigio del gobierno no ha dejado de disminuir. La competencia se ve afectada. Hay grandes dificultades. Pero criticarlo como ha hecho el liberalismo de mercado ha sido muy destructivo.

Es muy abierto en el libro a la hora de hablar de liberalismo. Por ejemplo, le criticaron por decir que Sartre era un semiliberal.

Lo señalaron muchos reseñistas. Como dices, no escribí que fuera liberal. Dije que tenía un temperamento liberal. Con esto quería decir que se ponía del lado de David contra Goliat, siempre quería ir a luchar con algún enemigo más grande. Y eso es un instinto liberal bastante bueno. Su obra filosófica más importante, El ser y la nada, es una especie de himno al individuo soberano, una causa liberal. Me criticaron porque en muchas otras cosas no era liberal. Por otro lado, para mí la idea más importante del liberalismo es que considera que las sociedades están en conflicto y que el debate es la única manera de hacer política. Y para tener debate necesitas desacuerdo, oposición. Esto creo que es cierto dentro del propio liberalismo. Siempre tendrás a gente discutiendo sobre quién es el dueño del liberalismo. Nadie lo es. Mi liberalismo es una carpa muy grande. ~

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Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).


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