En algún momento de la década de 1920, las élites intelectuales que se decían herederas de Marx decidieron mandar a Marx al infierno. Eran los días en que triunfaban los clubes de jazz, el culto al cuerpo y los coches de carreras. Había nacido la cultura juvenil y la chavalada proclamaba, desde una estética provocadora, la libertad sexual y la fiesta como forma de vida y de identidad. En Estados Unidos, una familia de clase trabajadora podía comprar el modelo más popular de Ford por 290 dólares y la producción industrial en serie había llevado la moda a los hogares humildes.
Virginia Woolf anunció que la naturaleza humana había cambiado un día hacia 1910, cuando su cocinera irrumpió en el salón de la familia para pedir consejo sobre un sombrero para una cita. Lo cuenta Philipp Blom en su estupendo Años de vértigo. Una empleada doméstica había ignorado la distancia entre las clases y se había dirigido a los señores de la casa como una igual, como una mujer independiente que hace planes y sale con chicos y quiere verse guapa cuando termina el trabajo.
La revolución industrial había alentado una ilusión de horizontalidad que quizá expresó mejor que nadie otro marxista extravagante, Alexandre Kojève, cuando afirmó: “Marx es Dios y Ford su profeta”. El capitalismo no solo no se había autodestruido como anunciara el barbudo de Tréveris, sino que parecía haber colonizado cada rincón de Occidente. Es en ese contexto en el que la izquierda marxista decide, derrotada, instalarse en la crítica cultural, convencida de que la sociedad está irremediablemente cautiva del mercado salvaje. Nacerá así, en 1924, el Instituto de Investigación Social, después conocido como la Escuela de Frankfurt.
La decisión de los Adorno, Horkheimer, Benjamin o Fromm de abrazar la llamada “teoría crítica” suponía, como digo, mandar a Marx al infierno. El filósofo alemán le había dado la vuelta a Hegel para establecer que son los cambios en las relaciones y las fuerzas de producción los que determinan la cultura, y no al revés; de ahí su afán por superar la filosofía para transformar la realidad. Sin embargo, sus herederos intelectuales en Europa se conformarían en adelante con lo contrario: retirarse a la esfera de las ideas, entregando el mundo material al capitalismo triunfante. Al menos, mientras aguardaban el advenimiento del socialismo que ya florecía en la URSS.
Esta actitud es la que valió a la escuela de Frankfurt la famosa crítica de Georg Lukacs, que acusó a sus miembros de vivir cómodamente instalados en el “Gran Hotel Abismo”, al abrigaño de una teoría que no requiere arrojo ni compromiso ni lo llama a uno a ser un hombre de acción. Y es verdad que la revolución conjuntaba mal con el talante de este club de empollones, casi siempre hijos de familias acaudaladas, torturados por la disonancia del desprecio moral que les merecía un padre capitalista, el mismo padre que sufragaba su vida entre libros y tertulias y viajes por Europa.
Eran también, en su mayoría, hijos de familias judías que habrían de sufrir la persecución nazi. Será precisamente el Holocausto lo que los reconcilie, por compasión, con sus padres: ayer hombres recios y poderosos, hoy tristes figuras vencidas y arrebatadas de dignidad. Y lo que los lleve a redescubrir la familia como baluarte contra el totalitarismo, también a la contra de Engels y Marx.
Con la guerra había llegado el desarraigo y, tras su paso, una justicia precaria, percibida siempre como insuficiente y deshonrosa. Cuando Horkheimer visitó Frankfurt en 1948 con el ánimo de reabrir el Instituto de Investigaciones Sociales, comprobó que las nuevas élites universitarias de la Alemania democrática eran las del Tercer Reich. El nazismo había impregnado los corazones germanos a una profundidad que lo hacía inexpugnable, so pena de llevar a juicio a un país entero. Así que los alemanes decidieron seguir adelante con sus vidas como si la Segunda Guerra Mundial nunca hubiera sucedido. Seguramente era la única solución de convivencia posible, pero la idea se hizo insoportable a muchos exiliados y supervivientes, que renunciaron a regresar a casa.
El pacto de posguerra echaba a andar con el resentimiento de una parte de la sociedad, no solo en Alemania. También en Francia, que parecía dispuesta a olvidar rápidamente sus responsabilidades en el régimen colaboracionista de Vichy, o en Italia, donde la ejecución de Mussolini no había venido acompañada de una verdadera ambición de purgar la sociedad de fascismo, aún popular entre las élites romanas, los propietarios industriales, las clases medias urbanas y los terratenientes que habían aupado al Duce.
Ese malestar ante una democracia que nacía con mácula por su renuncia a extirpar de la sociedad los vestigios del nazismo y el fascismo fue el caldo de politización en Occidente de una generación más joven, que no había conocido la guerra, que había crecido en las pacificadas capitales europeas y que ahora se sentaba en las aulas de sus universidades. Una generación numerosa nacida del baby boom de la paz, en muchos sentidos ya posmaterialista y con el ímpetu necesario para querer protagonizar su propia revolución.
No se puede atribuir Mayo del 68 a una sola causa, desde luego. Las revueltas que recorrieron el mundo, de Francia a México y de Estados Unidos a la Checoslovaquia, pasando por Italia o Japón, obedecían a una amalgama de razones a menudo ambiguas, en las que se mezclaban el racismo, la guerra de Vietnam, las desigualdades sociales, el rencor nacionalista, el antimilitarismo, el feminismo, la reivindicación de la autonomía universitaria y hasta “los problemas sexuales de los jóvenes”, en palabras del que sería el gran líder del movimiento estudiantil, Daniel Cohn-Bendit. En todo caso, la existencia de una generación joven muy numerosa y la elevación de las expectativas inducidas por el bienestar tuvieron mucho que ver en la oleada revoltosa del 68.
Lo que está claro es que esa vocación transformadora pilló con el paso cambiado a la izquierda teórica de Frankfurt, con la posible excepción de Marcuse, referente del movimiento universitario. El propio Adorno, que había sido inspirador de esa contracultura, no pudo asumir las consecuencias factuales de su teoría crítica: “Yo establecí un modelo teórico de pensamiento. ¿Cómo podría haber sospechado que la gente querría ponerlo en práctica con cócteles molotov?”, se lamentó el filósofo. Su rechazo al “accionismo” lo convirtió en objetivo de las protestas de sus alumnos, y en la primavera de 1969 varias estudiantes irrumpieron en su aula con los pechos descubiertos, poniendo en fuga a su azorado y escandalizado profesor. Adorno falleció aquel mismo verano de un infarto.
Mayo del 68 puede interpretarse como la refutación de los postulados de la izquierda de Frankfurt para retornar a la tesis 11 de Marx sobre Feuerbach, que predicaba la superación de la filosofía por medio de la acción transformadora. Sin embargo, el desarrollo capitalista, lejos de acercar a Occidente a la venida socialista, parecía anunciar un mundo de bienestar y clases medias, anulando el papel protagonista que debiera jugar el proletariado.
De hecho, el que sería el gran vencedor de la reacción a aquel mayo francés, el general Charles de Gaulle, definió el 68 como “la revolución de los niños de papá” y, en Italia, el cineasta comunista Pier Paolo Pasolini se empleó con dureza contra los estudiantes, burgueses acomodados, tomando partido por la policía, verdadera clase obrera. Se hizo patente una brecha entre los líderes izquierdistas que habían vivido la Segunda Guerra Mundial y las nuevas cohortes socializadas en la paz y el bienestar.
Mayo del 68 también puede entenderse, en términos marxianos, como la acción universal del materialismo histórico: los cambios económicos inciden en las ideas de una sociedad, o lo que es lo mismo, nos encontrábamos ante una nueva cultura que era expresión de la bonanza material de Occidente. Ese razonamiento es el que permite anticipar que fenómenos sociales y culturales que tienen lugar en sociedades capitalistas acabarán por desembarcar también en otros países con relaciones de producción similares.
El caso español
Así, era de prever que los fenómenos culturales europeos terminaran por llegar a España, a medida que nuestro país iba convergiendo con las estructuras económicas y políticas occidentales. El pacto de la Transición que permitió el arraigo de la democracia fue posible gracias a la reconciliación de las dos Españas que habían librado la Guerra Civil, y a la generosidad de unas élites de izquierdas que renunciaron a juzgar cuatro décadas de represión y dictadura. Sin embargo, el harakiri franquista y la ausencia de ruptura alimentó el resentimiento de una nueva izquierda que no había combatido en el frente y que se arremolinaba en torno a las universidades en los años del desarrollismo: España no era tan diferente del resto de países europeos como a menudo se intenta argumentar.
Pero en España el dictador había ganado la guerra y había muerto en la cama. El régimen había acometido una labor de legitimación del franquismo durante cuarenta años con notable éxito, pero el crecimiento económico y la modernización emprendida a partir de 1959 habían transformado irremediablemente la forma de pensar de los españoles, que ya se miraban en Europa.
De este modo, autores como Charles Powell han argumentado que la Transición fue posible porque, a la muerte de Franco, más de la mitad de los españoles valoraba “positivamente” su actuación, al tiempo que consideraba que “la democracia era el sistema político más adecuado para un país como España”. El régimen había sido capaz de mantener al país en la apatía política. Los estudios de aquella época reflejan que solo una exigua minoría mostraba interés en la política, y era justamente la más acomodada y progresista. Por el contrario, la clase obrera y los jornaleros eran más conservadores e indiferentes. No es una contradicción, sino, de nuevo, el materialismo histórico actuando.
El país afrontaba el reto de su democratización desde la precariedad, con el recuerdo cruento de la Guerra Civil y la doble amenaza del involucionismo militar y el terrorismo nacionalista en el País Vasco y Cataluña, y esto obligó a posponer decisiones que todavía colean cuarenta años después de que la Constitución del 78 fuera aprobada en referéndum. El lugar que deben ocupar los restos de Franco o la ley de memoria histórica son ejemplos de esa herencia que no se clausuró adecuadamente. Hoy, desde la tranquilidad de una democracia consolidada e irreversible, podemos tener la fortaleza para abordarlos con consenso y responsabilidad de Estado.
Sin embargo, hay de nuevo una brecha en la izquierda, como la hubo antes en Europa, entre las viejas élites que conocieron la dictadura y las nuevas generaciones socializadas en la democracia y el bienestar material. Y hay un presidente en funciones dispuesto a explotar electoralmente el pasado, empleándolo como divisoria política frente a sus rivales a la izquierda y a la derecha. Es una estrategia muy alejada de aquella que predicaron referentes históricos del comunismo español, como Santiago Carrillo o Marcelino Camacho.
El primero abrazó la bandera de la monarquía constitucional y el segundo defendió desde el Congreso, en una de sus sesiones más emocionantes, la ley de amnistía del 77, de la que dijo: “Será sin duda para mí el mejor recuerdo que guardaré toda mi vida de este Parlamento”. Antes de aquello, Jorge Semprún había liderado la generación del 56 que sentó las bases de la reconciliación nacional, reuniendo por primera vez, en un solo sujeto, las dos Españas de la Guerra Civil: “Nosotros, hijos de los vencedores y de los vencidos”. Nosotros.
Ese “nosotros” debía haber sido el que removiera los huesos de Franco del santuario del Valle de los Caídos. Ese “nosotros” es el que tenía que haber enterrado a Franco para siempre, arrojándolo al limbo de la historiografía. En lugar de eso, tuvimos un funeral que, si no fue de Estado, fue al menos electoral, con su helicóptero y su pompa, y más cámaras que una producción de James Cameron. Me recordó aquella vieja viñeta de Gila en Hermano Lobo. Esa en la que una viuda de negro reza junto a una tumba. Sobre la lápida, un epitafio: “He salido. Vuelvo en una hora”.
Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.