Daniel Gascón

Covid-19: No hay lugar

En medio de esta pandemia y del confinamiento global, internet está permitiendo que la vida continúe en el mundo virtual, pero también hace que se expandan los bulos y el pánico.
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Nos habíamos acostumbrado en el mundo más o menos occidental a usar la palabra virus para referirse a esas infecciones que se toman tu computador y copian tu información, o la borran, según el capricho del hacker que los crea. En cuanto al ritmo exponencial con que la Covid-19 se expande por el mundo, nos acostumbramos a seguirlo en la expansión y transformación de los memes, las fake news, el Ice Bucket Challenge y otros tantos challenge del mismo tipo. Así antes, mucho antes de que la Covid-19 nos sorprendiera, éramos como nunca ante una sociedad de contagio. Una sociedad feliz en el contagio, pero también asustada por ese mismo contagio. Un miedo que explica que la Covid-19 nos haya sorprendido cuando gran parte de la superpotencias mundiales están dirigidas por nacionalista beligerantes, cuyo único programa es el cierre de fronteras y el combate a la inmigración.

El contagio exponencial, vertiginoso e incontrolable no es una novedad para nuestras sociedades. Solo es nuevo que tenga consecuencias concretas y físicas, que se convierta en enfermedad y camas de hospitales que faltan y muertos en pistas de hielo de Madrid, y entierros donde no asiste ni un solo familiar. Esas imágenes, esas noticias, las científicas, las serias, las importantes, pero también las falsas, las peligrosas, las tendenciosas, se expanden al mismo ritmo exponencial de la enfermedad en esa verdadera fábrica de virus no virales que son nuestros teléfonos y nuestros computadores.

Internet actúa en esta crisis de otra manera más esencial aún: sería imposible si en las redes no hubiésemos construido otro mundo que no necesita un lugar físico en que establecerse. Mis hijas estudian en el colegio desde el salón de la casa. Yo doy clases y tomo tragos y veo a amigos también frente a la pantalla. Mientras, en las calles de Nueva York se multiplican las ratas y en las de Santiago un puma baja hacia el centro de la ciudad. El enjambre de tiendas y pequeños negocios ha sido reemplazados por una sola Amazon, o a los más sus epígonos. Solo en bicicleta los que no tienen otra que su fuerza física para vender, los proletarios en el sentido más marxista del término, van de una casa o departamento a todos donde recluidos, vivimos, como diría Santa Teresa, sin vivir en nosotros.

La vida continúa y no continúa. Millones y más millones de personas ya no tienen trabajo. El virus mata a pocos de los que contagia. Mientras que ese otro contagio, la bancarrota de los países, mata a casi todos los que toca. No son pocos los políticos y los economistas, incluso los científicos, que han intentado preguntarse si es una promesa posible salvar a todos los ciudadanos de un país, aunque de vuelta de la fiebre no encuentren con qué y para qué seguir viviendo. La pregunta choca justamente contra la naturaleza contagiosa de internet. Parar el mundo es algo que las redes sociales han soñado hacer desde siempre. Está en su naturaleza misma ser capaz de organizar a muchas personas sin un líder claro que vaya más allá del meme, o el challenge que alguien más o menos anónimo inició. Es lo que hicieron en Chile en octubre del año pasado, movilizar a cientos de miles de chilenos durante muchos meses, sin la idea de un plan de acción, de un mañana claro. Durante meses y meses fue justamente la idea de interrumpir el tráfico de la principal plaza de Santiago y acabar con la normalidad sentida como una impostura lo que los privilegiados usaron para mantener a la mayoría endeudada y precaria, despojada de todo derecho aparte de ese, el hacerle la vida imposible a los ricos.

Parar el mundo sin que pare del todo es uno de los milagros de la red. Permitir que mucha gente al mismo tiempo haga lo mismo o algo parecido es una de sus posibilidades. Ha sido, por cierto, a la hora de frenar la ola de expansión del virus, una herramienta esencial. Pero es también una herramienta perfecta a la hora de la expansión de ese otro virus que es el terror, el pánico que contagia su fiebre de quiebras, cesantía, locura y delirio que son por lo demás el alimento favorito de las redes sociales. En Twitter, en Facebook, tanto como en Instagram, Youtube y TikTok solo vende lo que es muy raro y lo que es muy banal. Ahí todo es distracción y nada es discurso. Todo se puede decir, pero al final solo se puede decir una cosa, la que todos dicen y la que nadie dice. Se puede chocar o coincidir, no realmente discutir. Los mensajes complejos, como por ejemplo decidir cuánto estamos dispuestos a sacrificar a cambio de cumplir la promesa de salvar a todos los que no podemos salvar, no son aptos para discutirse en las redes sociales. La política era el lugar para resolver ese tipo de controversia. Pero la política incluye en su nombre mismo la “polis”, la noción de lugar.

No hay ese lugar. La Academia y el Liceo también designaban en su origen lugares donde personas que eran cuerpo y palabras, que eran gestos tanto como frases, se reunían a pensar el mundo. Todo eso, el cuerpo, los gestos, la piel y sus sutilezas, ha quedado abolido. El político como Johnson o Trump intentar distinguirse del resto, pero a la larga tiene que rendirse a la evidencia que es un compuesto de hechos innegables con suposiciones y eslóganes perfectamente cuestionables que hasta que se pase la ola de la opinión común no se pueden cuestionar.

Gobernar países, un continente o simples colegios y universidades en tiempos de internet es a la vez muy simple e imposible. La resignación perfecta con que la cuarentena ha sido asumida por la mayor parte de los que la han sufrido es parte de esa curiosa domesticación que horas y horas pegado a un pantalla logra sobre el cuerpo del que se somete a esa rutina. El otro lado de esa maravillosa solidaridad a distancia que estamos viendo en España e Italia son los eventos como el de octubre en Chile, que sin duda se repetirán cuando al volver a tu calle, a tu esquina, no sea ya tu calle ni tu esquina y no esté el negocio del que vivías, pero sí las deudas que pagabas. Eventos como el de Chile resultan casi imposibles de controlar o predecir cuando desde la supuesta pasividad de tu pantalla y teclado descubres que tienes cuerpo y que otros cuerpos como el tuyo pueden quemar el mundo.

En la economía gig, la economía de Uber, la revolución es tan imposible como inevitable. Las decisiones no las tomamos racional ni irracionalmente, las tomamos de manera viral, por olas de contagio que nos hacen asumir que encerrarse es lo que hay que hacer o saquear el supermercado es también lo que hay hacer. Desnudos de la idea de que los actos tienen consecuencia, porque en la red no los tienen, la idea misma del futuro se ha ido a golpe de acontecimientos siempre urgentes, siempre mundiales, siempre pandémicos, completamente borrables. La gran mayoría de humanos que no morirá de Covid-19 encontrará, como cantaba Jorge Manrique en las coplas a la muerte de su padre, que no hay lugar. El virus habrá actuado entonces como una gigantesca selección de personal. Todo lo endeble, lo frágil, lo viejo, las escuelas con pupitres y patios, la universidad como metáfora moderna de los claustros medievales, las iglesias, las ciudades tendrán, junto con los hombres que viven de ellas, que dar razón de su supervivencia.

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