Resulta tentador describir el despliegue de medidas contra el virus SARS-CoV-2 como una batalla entre ciencia y política. Cuando el presidente de Estados Unidos Donald Trump sugirió que inyectar desinfectante doméstico podría curar a los enfermos, o cuando el presidente de Turkmenistán Gurbanguly Berdymukhamedov promovió la teoría de que el humo que se produce al quemar un tipo de hierba llamada yuzarlik protege del virus, parecían mostrar una ignorancia absoluta de los hechos científicos.
En otras ocasiones, los políticos han hecho, bueno, de políticos, ignorando tanto la ciencia como el sentido común. El presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador negó durante semanas que el virus fuera una amenaza y siguió abrazando a sus simpatizantes y estrechando manos, para luego rectificar e imponer un confinamiento sin preaviso. Trump culpó a China del virus y cerró el país a los inmigrantes, algo que entusiasmó a sus simpatizantes.
El presidente de Brasil Jair Bolsonaro siguió el mismo guion, y aseguró que la crisis del coronavirus era un invento de la prensa. Como dijo un epidemiólogo de la Universidad de São Paulo: “Es como si todo el mundo viajara en el mismo tren, que se dirige hacia un precipicio, y alguien alerta: ‘¡Un precipicio!’ Y los pasajeros gritan: ‘¡No hay tal cosa!’ Y el conductor del tren dice: ‘¡Sí, no veo nada!’”.
Es fácil entender por qué Gernot Wagner, de la Universidad de Nueva York, ha dicho que ayuda tener líderes políticos con formación científica, a juzgar por el éxito que ha tenido Alemania al gestionar la crisis bajo Angela Merkel, que es experta en física, o Irlanda bajo Leo Varadkar, que es médico.
En años recientes los políticos populistas se han ganado credenciales anti-establishment y han obtenido relevancia política a través de una estrategia de desprecio a los expertos, pero parece que esa tendencia se está revirtiendo. Como el conocimiento científico y médico son tan obviamente necesarios al luchar contra una pandemia, la crisis ha tenido un resultado colateral positivo: ha restaurado un mínimo de respeto hacia el conocimiento técnico.
Tanto Donald Trump como el primer ministro británico Boris Johnson y sus ministros han debido habituarse a las ruedas de prensa con asesores científicos. Trump además ha tenido que soportar la humillación de que Anthony Fauci, el experto en enfermedades infecciosas del gobierno, tenga una valoración dos veces más alta que Trump en las encuestas.
Entonces, ¿están la política y la ciencia en bandos opuestos del debate sobre cómo combatir al virus? Creemos que no. La política sin un soporte científico se convierte rápidamente en charlatanería. Pero la ciencia sin mediación política no sirve de mucho cuando se trata de resolver un problema de acción colectiva como una pandemia.
Un motivo por el cual la ciencia necesita a la política es en que en situaciones repentinas e inciertas ni siquiera los expertos saben qué hacer. Durante el brote de la Covid-19, asuntos como la amplitud o duración del confinamiento, o si debería ser obligatorio el uso de mascarillas, han demostrado ser muy debatibles.
Los economistas suelen discutir sobre políticas públicas como si la política fuera lo que se interpone en el camino de las buenas soluciones, y se escuchan ecos de esta actitud en los debates científicos sobre la crisis actual. Es una frustración justificada cuando existe un consenso inequívoco sobre qué medidas tomar o qué consejos seguir, que se hacen realidad con suficiente voluntad política. Pero ese no es el caso hoy.
Cuando las políticas públicas tienen ganadores y perdedores surgen una serie de problemas especialmente complicados. En la situación actual, son muchos los profesionales que pueden seguir trabajando de manera segura (y recibiendo sus salarios) desde casa, pero los trabajadores de fábricas y dependientes de tiendas no pueden hacer lo mismo, y sufren las consecuencias.
Del mismo modo, la gente joven que podía trabajar con bajo riesgo para su salud tiene que permanecer en casa para no perjudicar a la gente mayor, que corre más peligro si contrae el virus. ¿Cómo puede la sociedad zanjar esas cuestiones de distribución? ¿Cuáles son los roles adecuados para la ciencia y la política?
La sabiduría convencional dice que encontrar un equilibrio (trade-off) entre los intereses de los ganadores y de los perdedores es una cuestión que depende de juicios de valor, y por lo tanto el conocimiento experto resulta de poca ayuda. Esta visión no es del todo cierta. Hay muchas herramientas de análisis coste-beneficio, por ejemplo, que pueden ayudar a que esos juicios sean sistemáticos y transparentes.
Pero cuando se trata de decisiones de políticas públicas complejas, donde hay muchos elementos intangibles o difíciles de medir, el análisis coste-beneficio es en el mejor de los casos una guía útil para las políticas públicas, aunque no una tabla de salvación con soluciones fáciles.
En resumen, el trabajo del político es tomar decisiones distributivas, pero esa labor se realiza mejor si aprovecha de manera sensata lo que pueden ofrecer la ciencia y los análisis de expertos.
Johnson y Trump son conscientes de ello. Quizá no sientan un especial aprecio por los expertos, pero siguen invitando a sus ruedas de prensa a asesores científicos, porque su voz calmada da credibilidad. Pero los doctores, con sus batas de laboratorio y sus gráficas, por su parte, necesitan a los políticos para otras cosa: la legitimidad y la confianza.
La efectividad de una institución pública o política depende crucialmente de si los ciudadanos se fían de ella. Igual que un banco central solo puede hacer su trabajo si los ciudadanos confían en la divisa que imprime, la profesión médica necesita confianza. Los médicos necesitan que los pacientes sigan sus instrucciones, tomen los medicamentos que les prescriben y estén dispuestos a someterse, si es necesario, a intervenciones médicas invasivas.
Y aunque es importante la confianza que tengo en una institución experta, la confianza que tienen otros ciudadanos es tan importante o más. Cuando todo el mundo en mi barrio confía tanto en los consejos médicos como para vacunar a sus hijos contra el sarampión o las paperas, aunque yo no vacune a mis propios hijos, el riesgo de contagio al que se enfrentan es muy bajo. Las acciones privadas tienen consecuencias públicas, algo que los economistas denominan externalidades.
Esas externalidades están por todas partes en esta crisis. La gente que decide salir de su casa para ir a trabajar quizá aumente la probabilidad de que otros se contagien, mientras que la gente que se lava las manos de manera regular provoca el efecto contrario. Como quedarse en casa y renunciar a un salario o hacer cola manteniendo dos metros de seguridad son acciones con costes, la gente cumplirá con el confinamiento y el distanciamiento social solo si considera que esas órdenes y el proceso que llevó a ellas son legítimos. Y esa legitimidad solo la pueden generar líderes políticos que operan al amparo de instituciones fiables que los ciudadanos respetan.
El hecho de que mucho antes del virus la credibilidad de la mayoría de los políticos estuviera en su punto más bajo no debería hacernos olvidar otro hecho igualmente importante: en las sociedades laicas modernas, nadie más puede hacer la labor de generar confianza pública.
Y si esas sociedades modernas son democráticas, la rendición de cuentas es clave para esa confianza. Aunque se suele pensar que la rendición de cuentas es un freno a la acción política, también funciona como facilitadora de esa acción política. Cuando los políticos anuncian confinamientos con costes económicos, el público sabe que se les acabará juzgando según cómo valoraron costes y beneficios de dicha política. Cuando los políticos rinden cuentas por las decisiones que han tomado, los ciudadanos pueden depositar más confianza en esas decisiones.
Es peligroso que los políticos ignoren el consejo de los expertos. Pero es igual de peligroso que los políticos externalicen sus decisiones a expertos, especialmente si el margen de error es enorme y las recomendaciones a seguir son muy inciertas.
La política consiste en tomar decisiones que implican difíciles trade-offs. Quizá los políticos no dejen satisfechos a todos los ciudadanos, pero eso es parte de la naturaleza de su trabajo.
Hoy el desafío consiste en encontrar el equilibrio entre la opinión experta y la representación política y comunicar el razonamiento que hay detrás de las decisiones tomadas. Por estos días se empiezan a notar algunos de los efectos distributivos de la Covid-19 y de las políticas que se han tomado para luchar contra el virus. Estas dolorosas consecuencias claramente harán que los debates políticos se vuelvan más y más agrios en los meses venideros. Y ese es un problema que, desgraciadamente, no se puede resolver inyectando desinfectante a la gente o quemando yuzarlik.
Publicado originalmente en el blog de LSE.
Traducción del inglés de Ricardo Dudda.
Tim Besley es profesor de economía y ciencia política y profesor W. Arthur Lewis de economía del desarrollo en la London School of Economics.