Roth, ligero de equipaje

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Joseph Roth

Años de hotel. Postales de la Europa de entreguerras

Selección de Michael Hofmann, traducción de Miguel Sáenz

Barcelona, Acantilado, 2020, 320 pp.

El escritor austriaco Joseph Roth (Brody, Galitzia, 1894-París, 1939) fue un tránsfuga, un exiliado desde la Primera Guerra Mundial que tuvo por patrias los hoteles, por los que llegó a tener un afecto hecho de observaciones y matices, de costumbres sostenidas por la profesionalidad en las que él veía también una dimensión humana entrañable. Roth vivió algo de más de 44 años, marcados por la Primera Guerra Mundial, en la que vio desaparecer el Imperio Austrohúngaro, añorado y elaborado como mito y al que dedicó tal vez su novela más perfecta, La marcha Radetzky, que acaba de reeditar Alianza. Roth fue periodista y narrador por igual, fiel en los dos géneros a una pulsión descriptiva con fuerte valor imaginativo y un gusto por la narración que, en ocasiones, como lo vio Robert Musil, entre otros, estaba tocado por la poesía. Él diría que si eso ocurría era sin que se diera cuenta. Fue, no también –como iba a escribir– sino al mismo tiempo y de manera inextricable a su vida, un bebedor, santo y profano, encantador y canalla. La bebida lo acompañó, en un grado creciente acentuado a partir de finales de los veinte, y en muchas ocasiones él acompañaba a la bebida. 

Su gran amigo y paisano, el escritor Soma Morgenstern, autor de –entre otras obras que comienzan a tener un lugar importante en las letras alemanas– Huida y fin de Joseph Roth, llegó a la conclusión de que Roth no podría haber escrito su obra sin el alcohol, y eso que él, como Stefan Zweig, trató de moderarlo en la bebida. Morgenstern no se creía la repetida monserga de que bebía a causa de grandes desgracias –su padre los abandonó al poco de nacer él, hablaba en una lengua, el alemán, que tampoco era la local y eso le producía extrañeza, su mujer fue desarrollando una esquizofrenia que la llevó al desquiciamiento total y al internamiento en un psiquiátrico, o cualquier otra historia, real o ficticia– sino porque le gustaba la bebida. Otro escritor amigo suyo, un poco más joven, el húngaro Géza von Cziffra, recuerda en el libro que le dedicó, El santo bebedor, que en cierta ocasión le pasó un papel con la frase que quería que pusiera en su lápida: “La verdad es que a mí no se me podía ayudar en la Tierra.” Una frase en realidad de Heinrich von Kleist que a Emil Cioran no le habría disgustado. 

Años de hotel. Postales de la Europa de entreguerras, textos seleccionados por Michael Hofmann, reúne artículos y apuntes de viaje, crónicas políticas y de ciudades, semblanzas de gente conocida y de figuras insoslayables para Roth, como eran los conserjes de hoteles que frecuentaba, los camareros y camareras, botones, patrones, es decir, este libro contiene buena parte de sus mejores cosas, que fueron a menudo artículos de prensa, descripciones de ciudades, observaciones sobre hechos y personas que solo gracias a su capacidad literaria hoy siguen viviendo. Roth fue un gran periodista porque era un gran escritor. Le gustaba viajar (lo hizo como corresponsal del Frankfurter Zeitung durante algunos años) y contar lo que veía, muchas veces de mundos desconocidos para él hasta ese momento. Muchos lo admiraron, tantos como lo envidiaron, porque era capaz de escribir de manera personal y brillante, además de inimitable. Era un prosista cuidadoso, pulcro, claro y, al mismo tiempo, inspirado. Poseedor de algo que los mejores le elogiaron en vida: su enorme y peculiar capacidad de observar. Pero por mucho que su realismo fuera intenso y amargo, nunca se supeditó a él si podía mejorar la realidad, es decir, si podía hacerla más real narrativamente. No era exactamente un mitómano, aunque podía mentir casi metódicamente, sino un fabulador al servicio de una buena historia. No le gustaban mucho los escritores pensadores, incluso los detestaba (como a Herman Bloch y Walter Benjamin), aunque era lector ocasional de filosofía. Él pensaba con personajes, anécdotas, actitudes. Tampoco sentía especial admiración por los literatos/literatos, como su amigo y benefactor Zweig, un liberal moderado en política y cuyo final fue trágico. Tenía algunas reservas con los escritores que eran para literatos, y en ese saco metía a Kafka. Su posición como judío también fue compleja, porque, siendo judío, era antisionista (no soportaba la mitología y teleología judías) e incluso tuvo coqueteos con el catolicismo, tal vez algo interesados, pero sin llegar a convertirse. No se bautizó, aunque dos curas católicos manipularon su entierro. En política, pasó de cierta ilusión socialdemócrata de juventud a un monarquismo que, en ocasiones, llegó a ser pintoresco y casi una invención de Roth. Por otro lado, fue el primero y el más lúcido en detectar el significado del nazismo, a diferencia de Karl Kraus, por ejemplo. Además, desde que Hitler llegó al poder pensó que había que declararle la guerra a Alemania, en una Francia que en buena medida, en el mundo intelectual, proclamaba que “mejor Hitler que Blum”. También fue crítico con el fascismo y con el comunismo, que emparentaba con el nacionalsocialismo. Era un hombre de una cultura peculiar, de esas que solo trabajan para su convento, y ahí podía ser brillante como el que más. Pero, a diferencia de la mayoría de los escritores austriacos de su tiempo, fue ajeno a la música, aunque contó algunas veces que había sido segundo violinista de no sé qué orquesta… Al parecer no fue nunca a un concierto. Tampoco amó el cine, porque le costaba seguir las historias. No le gustaban Freud y el psicoanálisis, y dijo que en realidad no creía que hubiera curado a nadie, pero que había logrado crear un personaje curioso sobre el que todo el mundo hablaba: Freud. De paso: Mircea Eliade pensaba casi lo mismo. 

Los artículos de viajes, las estampas y retratos corresponden a un periodo en que Europa dio un número inmenso de obras notables y a veces geniales, en todos los géneros, desde el teatro a la novela y la poesía. Las décadas de los veinte y de los treinta fueron caóticas, de gran escasez y falta de continuidad en los logros económicos y sociales, y en general fue un tiempo oscuro en la política europea. Hoy lo sabemos bien. Es el periodo en que fueron escritos no solo estos textos periodísticos de Roth sino también sus novelas. A diferencia de algunas de sus narraciones, no siempre sostenidas en su calidad, aquí encontramos historias perfectas, como la de “Rose Gentschow”. A veces Roth, que decía cuidarse de ser poeta escribiendo prosa, lo es a su pesar o tal vez sin querer confesarlo, como al final de “Dos jóvenes gitanas”. 

Roth podía escribir un artículo sobre el inicio de la Gran Guerra recordando ese verano de Sarajevo, cuando él era estudiante y fue a verlo una chica una tarde. “Llevaba en la mano un gran sombrero de paja amarillo y era como si hubiera venido a verme el verano, con el heno, los grillos y las amapolas.” Luego dice que “la chica era azul celeste”. El resto tiene que ver con la ciudad y su significado. Encontramos un pasaje extraordinario sobre las moscas en “Las maravillas del astracán”. En otro orden, su fuerza para observar a los políticos (y gente no significativa) y para decir lo que pensaba se muestra con rotundidad en su visita a Albania en el texto “Con el presidente Ahmet Zogu”. El estilo de Roth está hecho de contrastes irónicos. Comienza así un artículo: “Albania es hermosa, desgraciada y, a pesar de su situación actual, aburrida.” Y termina: “La vida de los albaneses está deserotizada, el amor se ha degradado a virtud doméstica y un paseo es tan desalentador como la perspectiva del domingo.” Ya nadie escribe así una crónica, un artículo de periódico.

Varios de los textos que prefiero de este libro son los dedicados a los hoteles, verdaderos crisoles para Roth, que fue un hombre en fuga que siempre parecía parado. “Tal vez otros regresen a sus casas y al hogar, al encuentro de la mujer y los hijos, pero yo vuelvo a la luz del vestíbulo, a la camarera y al conserje.” Es un ciudadano del hotel, una plaza casi privada, ritual y estricta. Describe la inmovilidad del conserje, o sus movimientos exactos, medidos. Se admira de su quietud, a la espera del momento de acción, y nos hace ver que “se entrega a la absorta contemplación del aire”. En otros artículos describe al camarero anciano, al chef de cocina, “bajo su delantal blanco se curva su espaciosa y benevolente panza en la que cabría un segundo corazón especial”. Magnífico. Ama los cuartos de hoteles porque, curiosamente él, que aprecia como nadie el espesor de las costumbres y las cosas porque tienen memoria e historia, ve en ellos una ausencia de individualidad, de recuerdos. Percibe en la habitación de hotel una ascética honestidad. “Esta habitación no se engaña, ni me engaña a mí ni a nadie. Cuando le eche una última ojeada ya no será mi habitación. El día será largo porque no habrá melancolía para llenarlo.” 

Antes he dicho que pocos vieron tan pronto y con tal seguridad lo que se avecinaba con el nacionalsocialismo. Hay un artículo de julio de 1934 que contiene una visión lúcida y moralmente admirable. Ve una realidad que le fue ajena a Sartre cuando vivió en Berlín, una realidad que un hombre de la calaña de González Ruano exaltó en sus crónicas para la prensa de Madrid. “Ningún reportero está a la altura de un país donde, por primera vez desde la creación del mundo, se producen anomalías no solo físicas sino también metafísicas: monstruosos engendros infernales, lisiados que corren, incendiarios que se queman a sí mismos, fratricidas, diablos que se muerden la cola. Es el séptimo círculo del Infierno, cuya filial en la tierra se conoce con el nombre de Tercer Reich.” Roth animó a muchos amigos, judíos y no judíos, a que se pusieran a recaudo en Londres o América. Tenía percepción de profeta. No se equivocó. Murió un poco antes de que la Segunda Guerra Mundial comenzara, algo que para él no habría sido ninguna sorpresa, no el que estallara sino todo su infierno. Pero nos dejó un pequeño paraíso, a un tiempo irónico y compasivo con la múltiple realidad. ~ 

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(Marbella, 1956) es poeta, crítico literario y director de Cuadernos hispanoamericanos. Su libro más reciente es Octavio Paz. Un camino de convergencias (Fórcola, 2020)


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