En octubre de 2019, la Universidad Johns Hopkins y el think tank The Economist Intelligence Unit publicaron un informe sobre la capacidad de respuesta a una epidemia global. Nunca antes un informe sobre un tema de importancia global fue tan pertinente; y nunca estuvo tan equivocado. El informe sostenía que los tres países mejor preparados eran Estados Unidos (a mediados de diciembre de 2020, alcanza cifras de 1.000 muertes por millón), Reino Unido (igual) y Países Bajos (casi 600). Vietnam estaba en el número cincuenta del ránking (cuando sus cifras de muertes por covid son de 0,4 por millón), China en el 51 (tres muertes por millón), Japón en el veintiuno (veinte muertes por millón). Indonesia (muertes: 69 por millón) e Italia (con casi 1.100 muertes por millón) estaban en la misma posición en el ránking; Singapur (con cinco muertes por millón) e Irlanda (con 428) estaban una al lado de la otra. Los que supuestamente estaban más cualificados para determinar quiénes estaban mejor preparados para una pandemia fracasaron estrepitosamente.
Su error confirma lo inesperado y difícil que es explicar la debacle de los países occidentales (donde no solo incluyo a Estados Unidos y Europa sino también a Rusia y América Latina) en su gestión de la pandemia. No faltan explicaciones posibles, que han sido constantes desde que el fracaso se volvió obvio: gobiernos incompetentes (especialmente Trump), confusión administrativa, “libertades civiles”, una infravaloración del peligro, la dependencia de las importaciones de equipos de protección personal. El debate va a continuar durante años.
Por usar una analogía militar: la debacle de la covid es como la debacle francesa en 1940. Si uno atiende a cualquier criterio objetivo (número de soldados, calidad del equipamiento, esfuerzo de movilización), la derrota francesa no debería haberse producido. Igualmente, si miramos los criterios objetivos con respecto a la covid, como hizo el informe de octubre, las tasas de mortalidad en EEUU, Italia o Reino Unido son imposibles de explicar: ni por el número de doctores o enfermeros per cápita, gasto en sanidad, nivel de educación de la población, renta total, calidad de los hospitales…
El fracaso se ve con mayor claridad cuando lo contrastamos con los países del sudeste asiático que, tanto los democráticos como los autoritarios, han tenido resultados que no han sido moderadamente mejores sino significativamente superiores a los de los países occidentales. ¿Cómo ha sido eso posible? Hay quienes han argumentado que quizá tiene que ver con la experiencia previa de los países asiáticos con epidemias como el SARS, o con el colectivismo asiático frente al individualismo occidental.
Me gustaría proponer otra causa de esta debacle. Es superficial. Es una especulación. No puede comprobarse empíricamente. No ha sido nunca medida y quizá es imposible de medir de manera exacta. Esa explicación es la impaciencia. Los países impusieron confinamientos, a menudo a regañadientes, cuando la pandemia estaba en su clímax en primavera, y levantaron las restricciones en cuanto se produjo una mejora. La ciudadanía percibió esta mejora como el fin de la epidemia. Los gobiernos participaron alegremente en ese autoengaño. Entonces, en otoño, la pandemia volvió vengativa, y los gobiernos impusieron de nuevo medidas a medias, bajo presión, y con la esperanza (ya refutada una vez) de que podrían levantarlas durante las vacaciones.
¿Por qué no impusieron desde el principio medidas estrictas cuyo objetivo no fuera simplemente “aplanar la curva” sino erradicar el virus o expulsarlo, como ha ocurrido en Asia, para que solo haya brotes esporádicos? Esos rebrotes podrían evitarse de nuevo usando medidas drásticas; en junio Pekín cerró su mercado más grande, que abastecía a millones de personas, después de detectar que varios casos de covid provenían de allí.
El público, y por lo tanto los gobiernos, no estaban dispuestos a adoptar la estrategia asiática contra la pandemia por culpa de su cultura de la impaciencia, sus ganas de resolver todos los problemas rápidamente, asumiendo muy pocos costes. Esta ilusión no funcionó contra la covid.
Creo que esta impaciencia se relaciona con una ideología, y su correspondiente aplicación política, que ha convertido el éxito económico, que uno ha de obtener si es posible rápidamente (make a quick buck), en el objetivo más importante de la vida de cada uno. Lo vemos en la financiarización que se ha producido en Reino Unido y Estados Unidos y que luego se ha extendido a otros países. En lugar de fomentar un proceso de construcción lento y paciente, la financiarización a menudo depende de “trucos”, como se pudo ver antes y durante la crisis financiera de 2007-2008. Sus principales fuerzas motrices son la inteligencia y la velocidad, no la durabilidad ni la constancia. Ansiamos un éxito rápido y ¿qué hay más rápido que hacerse rico a través de la manipulación financiera?
También vemos impaciencia detrás de los enormes niveles de deuda privada, especialmente en Estados Unidos. Un hogar con ingresos medios en Tailandia y China ahorra casi un tercio de ellos. Un hogar con unos ingresos medios mucho mayores en Estados Unidos tiene a menudo ahorros negativos. Esto es algo inesperado desde un punto de vista económico: se supone que los hogares más ricos tienen que ahorrar más (como porcentaje de sus ingresos y por supuesto en cantidades absolutas).
No ahorrar es otra manera de decir que el consumo de hoy es preferible al de mañana. Esto por su parte muestra lo que los economistas llamamos “preferencia de tiempo puro”, una preferencia por el ahora en sí mismo incluso cuando uno es consciente de la incertidumbre del futuro. Entre dos consumos iguales, pero uno hoy y otro mañana, la gente prefiere el de hoy. La preferencia de tiempo puro no es otra cosa que impaciencia.
En sus diarios, Kafka escribe que hay dos vicios cardinales de los que se derivan los demás vicios: la impaciencia y la pereza. Pero como la pereza proviene de la impaciencia, escribe, solo hay un vicio: la impaciencia. Quizá sea momento de tenerlo en cuenta.
Publicado originalmente en el blog del autor.
Traducción de Ricardo Dudda.
Branko Milanovic es economista. Su libro más reciente en español es "Miradas sobre la desigualdad. De la Revolución francesa al final de la guerra fría" (Taurus, 2024).