Bibliotecas de oropel

En asuntos de pavoneo, el libro impreso tiene un poder que nunca tendrá el electrónico.
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A finales del siglo dieciocho, Isaac D’Israeli comenzó a publicar diversos ensayos literarios que fue compilando en varios volúmenes titulados Curiosities of Literature, a los que vale la pena echarles un ojo. Dedica el primer capítulo al tema de las bibliotecas y, por supuesto, comienza hablando de la de Alejandría, diciendo que sobre su entrada se había grabado: “Alimento del alma”.

Comenta con espíritu ingenuo y pretelevisivo que “siempre que los tiranos o usurpadores han poseído inteligencia y valor, se han erigido como los más ardientes promotores de la literatura, pues saben que les conviene alejar de la mente de los habitantes las especulaciones políticas, y dar a sus súbditos la inagotable ocupación de la curiosidad, así como los consoladores placeres de la imaginación”.

Menciona que la primera biblioteca privada fue la de Polícrates; aunque en otros textos este honor le corresponde a Pisístrato. Son tiempos en que los libros eran rollos con extensión limitada; por eso un mismo texto podía estar en dos libros o rollos o volúmenes. Así, si en la Biblia tenemos el Primer libro de Samuel y el Segundo libro de Samuel, esto significa que la historia era muy larga para caber en un rollo. Hace tiempo, cuando leí Los diez libros de arquitectura de Vitruvio, pensé que se trataba de un resumen, pues en la forma como se publica hoy, más bien es un tomo con diez capítulos.

Sigo con D’Israeli: “En las bibliotecas públicas no se permitía el estudio nocturno por el peligro de un incendio”, pero aún así sabemos que el fuego devoró muchos manuscritos. Luego de algunas otras curiosidades sobre bibliotecas, el autor pasa a hablar de la bibliomanía. Dice que “la pasión de coleccionar libros no siempre es una pasión por la literatura”.

“Coleccionar una enorme cantidad de libros sin inteligencia ha infectado a las mentes débiles, que imaginan acumular conocimientos cuando acaso los almacenan en sus estantes. Sus desarticuladas bibliotecas han sido llamadas manicomios de la mente humana o la tumba de las letras, cuando su propietario, en vez de compartir los libros, los sepulta en los libreros”.

“Algunos coleccionistas sustentan su fama meramente en exhibir una espléndida biblioteca, donde los volúmenes, desplegados con toda pompa de tipografías, forros de seda, triple banda dorada y encuadernación en piel, se hallan encerrados tras unas cancelas que los protegen de las vulgares manos del lector, y seducen nuestros ojos como bellezas orientales que se asoman por sus persianas.”

Jean de La Bruyère se burlaba de estos coleccionistas. “Tan pronto entro en sus casas, estoy listo para desmayarme por el fuerte olor a piel de Marruecos” y dice que esas personas que difícilmente leen, gustan de presumir “las finas ediciones, hojas doradas, encuadernaciones etruscas, como si estuviesen mostrando una galería de pinturas”.

En estos días es difícil hacer tal tipo de colecciones, pero muchos personajes se vieron en la necesidad de presumir bibliotecas que no leen. La pandemia les obligó a mostrar su entorno íntimo a través de plataformas de videocomunicación. Pocos quisieron mostrar sus paredes en blanco o con fotos del perro, así es que se apresuraron a apilar una cantidad de libros que sirvieran como telón de fondo. Hace tiempo que los políticos apuestan gente detrás de ellos para comunicar una especie de respaldo popular, pero esto no se puede hacer cuando ronda el virus chino. De modo que, a manera de un médico que cuelga diplomas, los políticos y funcionarios iletrados montaron libreros de utilería.

Apareció una nota hace unos días sobre una empresa llamada Books by the Foot, que podríamos traducir como Libros por Metro, con años en el mercado, sobre todo con clientes en Washington, y que ha prosperado durante los últimos meses. De tal suerte, un senador republicano puede solicitar sus servicios con una llamada: “Envíeme por favor diez metros de libros vistosos y preferentemente gordos con temas de política conservadora, dos metros de historia y medio de religión”. Y por supuesto, es importante que sean libros de segunda mano, para que luzcan “ya leídos”.

Las bibliotecas de encuadernaciones bonitas y uniformes se notan meramente ornamentales. Para muestra bastan las fotos de los lujosos libreros de Los Pinos, y los despachos de muchos gobernadores.

En asuntos de pavoneo, el libro impreso tiene un poder que nunca tendrá el electrónico. Aunque quién sabe; algún personaje práctico y desfachatado puede poner a sus espaldas una huérfana tableta con un papel que indique: “Este dispositivo contiene cinco mil libros electrónicos”.

Por cierto, tengo en versión electrónica los tomos de Curiosities of Literature, pues son del dominio público, se bajan en la maravillosa archive.org, y la edición impresa llega a costar quinientos euros. Digna de presumirse; pero sobre todo de leerse.

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(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.


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