Apenas el pasado mes de abril, la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia exhibió las graves irregularidades en las que la revista Rolling Stone había incurrido meses atrás al publicar un reportaje sobre un caso de violación en un campus universitario. Su informe revelaba un deficiente trabajo de supervisión editorial de los materiales, los cuales incluían omisiones inexcusables en prácticas periodísticas que deberían ser de rutina, como la verificación de la información.
Unas horas desde que fuerzas federales lograron ubicar y recapturar a Joaquín El Chapo Guzmán, Rolling Stone decidió publicar en su sitio web una pieza peculiar, un texto del actor Sean Penn en el cual narra un encuentro con el líder del Cártel de Sinaloa en octubre pasado y reproduce las respuestas de este a un cuestionario enviado por mensajes de Blackberry, con la colaboración de Kate del Castillo, actriz mexicana que pasó de interpretar a una narcotraficante de telenovela para convertirse en enlace e intérprete-traductora de un traficante y asesino del mundo real.
Las primeras líneas son reveladoras de lo que se presenta a continuación, pues los editores admiten haber acordado con El Chapo que nada se publicase sin su aprobación; es decir, Rolling Stone violaría, una vez más, una regla básica del periodismo al permitirle a su fuente el control sobre el contenido de una historia, dejándole las decisiones editoriales a un criminal prófugo, acusado de tráfico de cocaína, delincuencia organizada, lavado de dinero y asesinato, entre otros cargos.
Como explica el periodista Diego Fonseca, El Chapo quería “narrarse a sí mismo, cansado de que la Historia lo tuviera del lado de los malos y no como un bandido con corazón”. Quería un libro que él prácticamente dictaría y luego quiso más: una película. Así decidió buscar la ayuda de la actriz mexicana, quien en 2012 le había profesado públicamente su fe y con quien comenzó a escribirse cartas y mensajes vía BlackBerry Messenger.
Kate del Castillo comenzó a reunirse con los abogados del narcotraficante, se volvió personaje de su confianza a tal grado que su contacto se mantuvo aun después de la increíble fuga del penal del Altiplano. La actriz, según la define Sean Penn en su historia, fue más que una emisaria para llegar El Chapo: fue el pasaporte para ganarse la confianza del narcotraficante, quien durante su encuentro clandestino le prodigó el trato afectuoso de “una hija que regresa de la universidad”.
Penn describe a un criminal de sonrisa cálida, un hombre sencillo, de un lugar sencillo, rodeado de cariño sencillo, un caballero que acompaña a su invitada hasta su dormitorio y del que cuesta creer que sea “el gran lobo malo de la sabiduría popular”. El actor pretende hurgar en lo más profundo del capo sinaloense, pero solo reproduce trivialidades edulcoradas como que la libertad le parece “muy bonita”. El estadounidense se avergüenza entonces de pensar que este responsable de tanta sangre sea una persona sin alma. Rendido, le obsequia entonces la mejor de sus frases: le dice al mundo que México tiene dos presidentes y uno de ellos es Joaquín Guzmán, justamente el hombre que ha de revisar y aprobar su texto.
En medio de decenas de párrafos parece, por fin, surgir algo. El Chapohabla de varias empresas en México y en el extranjero a través de las cuales ha lavado su dinero; sin embargo, Penn se somete otra vez a su entrevistado quien le pide no nombrarlas en su texto. En cambio, el estadounidense le pide a su lector poner a un lado la vileza atribuible a este hombre, para mirarlo como “un mexicano humilde y de campo, cuya percepción de su lugar en el mundo ofrece una ventana a un extraordinario misterio de disparidad cultural”.
Leo aquí y allá que es importante entender que Penn no es periodista. Y es aquí donde concuerdo con el argumento de León Krauze, cuando menciona que en su artículo para Rolling Stone, él se asume, de manera explícita como tal cuando le aclara a El Chapo que cuando hace periodismo, no acepta pago alguno. Sin embargo, ni él, ni Rolling Stone se someten a principios periodísticos elementales y se conforman con una pieza de propaganda.
El actor es insistente en decirle al lector que teme por su vida, pero lo que le entrega no es digna de los riesgos que tomó, ni dedica una sola línea a algún reportero o editor de los muchos asesinados o desaparecidos en Sinaloa, Durango, Chihuahua y Sonora, donde él y su gente operan. Ni una palabra para los diarios atacados con granadas y disparos de rifles en medio de la noche.
Guzmán quería contar su vida, orgulloso de sí mismo, pero necesitaba de la complicidad de alguien a quien dictarle un libro o un guion cinematográfico. La libertad no le dio más que para un publirreportaje sin costo en Rolling Stone, con preguntas que posiblemente People en Español le haría a Kate del Castillo: “¿Usted sueña?”, “si pudiera cambiar el mundo, ¿lo haría? ~
Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).