Cocina y TV

¿Cuál ha sido la contribución a la cultura gastronómica de programas de televisión como Two Fat Ladies? 
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Pocos formatos han cambiado tanto en televisión como el de los programas sobre cocina o cultura culinaria. Aún proliferan programas de corte decimonónico, apastelado, donde la experiencia de cocinar e incuso de comer luce eminentemente artificial (un formato que conocemos desde Julia Child, pasando por Chepina Peralta y un amplísimo menú del Food Network). Otro formato sobreexplotado es el binomio viaje-cultura gastronómica, del que han surgido propuestas interesantes, pero la mayoría de las veces no rebasa la más elemental experiencia turística.

De cualquier modo, el tema de la cocina o la comida se halla entre los tópicos que mejor se han adaptado a los nuevas propuestas televisivas. En los últimos años hemos visto la emergencia de un auténtico star system de chefs divididos en dos rubros: el de los carismáticos, no necesariamente grandes chefs, pero flexibles y con buena proyección de imagen (con Jamie Oliver a la cabeza), y el de los monstruos que se despeñan en la carrera por estrellas Michelin.

En los noventas surgió un programa titulado Two Fat Ladies, que en proyección de imagen lucía igualmente decimonónico y poco dinámico, pero la singularidad de sus conductoras, Clarissa Dixon Wright y Jennifer Patterson, hacía la diferencia: dos ancianas que llegaban hasta sus cocinas en motocicleta; que fumaban, bebían y maldecían a cuadro; al tope de su pirámide nutricional se hallaban los carbohidratos y triglicéridos; que se comportaban como si fueran las enfant terribles de los Plantagenet.

¿Qué fue tan impactante de este programa? Jamie Oliver seguramente era apenas un flemático bachiller; la celebridad de Marco Pierre White (por su rabioso temperamento, por sus dotes culinarios) ya era grande, pero restringida al mundillo de los chefs. Lo que estas mujeres ofrecían por primera vez en televisión era una propuesta de franqueza: que si cocinar es un arte y un placer, también es muchas veces engorroso; que el valor nutricional muchas veces sí está peleado con el sabor; que varios reinos han caído por una especia, y por ello la experiencia culinaria es de conquista y sobrevivencia; que lo suculento es también una ganancia que llega a nosotros por oleadas históricas; que en las hojas de lechuga o las nervaduras de un filete se escribe también nuestra propia historia. En la franqueza de estas mujeres veíamos por vez primera que la experiencia culinaria es una experiencia humana, y como tal interdigita con muchos niveles de comprensión y conocimiento.

En esta misma sintonía opera Anthony Bourdain con su No Reservations, programa del binomio viaje-cultura gastronómica del que hablábamos antes. La tesis elemental de ambas propuestas radica en lo siguiente: en un mundo en el que se produce el doble de lo necesario para satisfacer la demanda alimentaria global, y no obstante persiste furioso el fantasma de la hambruna, comer es un privilegio ante el que no puede haber aproximaciones quisquillosas y malagradecidas. Ante un derecho que se ha vuelto en gran medida inaccesible para muchos, se deriva uno nuevo: el de gozarlo sin frugalidades cuando sea posible.

Esta es una propuesta franca: la experimentaríamos en cada bocado tras pasar varias horas sin uno. Y sin embargo es provocadora, y con ello está el gran logro de las dos gorditas o Bourdain: han puesto a dialogar a un sector importante del público. Una de las primeras críticas ampliamente difundidas a Two Fat Ladies se dio en un sketch de Saturday Night Live, donde las conductoras (parodiadas por dos actores) preparaban un budín hecho sólo de azúcar, manteca de cerdo y mantequilla. No pocas fueron las voces que en Inglaterra se manifestaron contra ese desdén indiscriminado de las señoras a los consejos nutricionales, otras más repudiaban su conducta cínica ante las cámaras.

Bourdain critica la amenaza de carbohidratos y triglicéridos cuando es deliberadamente ejercida por corporaciones de comida chatarra y fast food. Sus blancos recientes han sido conductoras del Food Network que toman como patrocinadores y hasta dedican programas a preparar recetas con tales productos. Por otro lado, defiende esa misma amenaza cuando está relacionada con la tradición y el sabor. Sus detractores hallan ahí un doble discurso, y aunque en realidad es un matiz relacionado con el mismo tópico, lo cierto es que el diálogo es rotundamente sano: provoca consumidores/espectadores mucho más atentos a la clase de contenidos que les ofrece la televisión, sobre todo en un asunto tan fundamental como la comida o la nutrición.

Hoy, con toda la gama de formatos, son diversas las formas en que miramos el espectro de la cultura gastronómica: en los realities (aunque tamizados por sus dinámicas artificiales) vemos puertas adentro las cocinas de grandes restaurantes; el triturador régimen en el que participan miles de aspirantes a chef; con otras propuestas como Hell’s Kitchen (no obstante la hiperbólica caracterización de su conductor, Gordon Ramsey) vemos que buena medida del éxito de un restaurante es tanto cuestión de calidad como la especulación de reputaciones: un gran restaurante podría tener más fama que buena comida.

En todo ello, por más que haya pasado por las gradaciones de la industria del entretenimiento, aún con todo lo criticable que pueden ser muchos de estos formatos, lo cierto es que ha eclosionado un nuevo tipo de espectador, que reniega de su rol restringido a anotar recetas para volverse más participativo. O al menos ha transitado hacia la posibilidad de comprender la experiencia culinaria en términos menos utilitarios y sí más humanos.

 

 

 

 

Tequila, Jalisco es una de las regiones del país aún por descubrir para la mayor parte de los visitantes. Si bien casi no hay quien no esté familiarziado con el producto que ahí se elabora, es cierto que la localidad, en su calidad de Pueblo mágico, ofrece una experiencia completa tanto para espectador curioso como para el enologo conocedor. 

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