Las maravillosas fotografías de Rafael López Castro (Vestida de sol, Era, 2006 y exposición en La Maison du Coq, 2010-11) nos demuestran que la virgen de Guadalupe no sólo vive en los aposentos sagrados del Tepeyac. De manera extraña y fascinante ella se escapa de la Basílica que guarda celosamente su representación arquetípica para lanzarse a pasear por las calles de la gran ciudad en busca de los millones de anónimos juanes que la aman. Esta virgen que aflora en los muros de la ciudad de México, y que todos hemos visto al pasar, sólo puede renacer como la mujer vestida del sol gracias a la mirada de un extraordinario artista, Rafael López Castro, que con su cámara fotográfica nos revela las más insospechadas metamorfosis del gran mito mexicano.
La virgen nunca se apareció milagrosamente ante los cristianos de la Nueva España. Ella ya estaba allí como transmutación de la antigua Tonanzin y como representación apocalíptica de la gran ciudad de México, enfrentada al dragón. La mujer maravillosa que vemos en las calles de México no es una aparición: ella pertenece a la ciudad y quienes ahora la encuentran son como el bachiller Lasso de la Vega que en el siglo XVII descubrió que “habían sido adanes dormidos poseyendo a esta Eva segunda en el paraíso de su Guadalupe mexicano”. Son los adanes y juanes de las ciudades mexicanas quienes, no sin cierta devoción machista, descubren a la virgen de Guadalupe cuando la pintan en los muros.
Diríase que es imposible que surjan nuevas imágenes de la virgen. El estereotipo ha sido reproducido en millones de copias en cromos, tarjetas, lienzos, cerámicas, figuras de plástico, camisetas y mil formas más. Los peregrinos y los fieles compran masivamente todas las variedades de la imaginería guadalupana. Esta aburrida y agotadora repetición, sin embargo, no ha sido capaz de esterilizar totalmente la imaginación popular que la invoca en las paredes citadinas. Uno de los mayores méritos de Rafael López Castro radica precisamente en su habilidad para encontrar las vetas de creatividad popular que nos asombran.
Desde luego, estas representaciones callejeras de la virgen parten todas del modelo original. Descubrimos en ellas una terca pero tierna decisión del artista de no apartarse del estereotipo. En muchos casos, incluso, el pintor anónimo utiliza una plantilla de cartón o de lámina. Pero la firme intención mimética se primitiviza en trazos ingenuos que se incorporan a las texturas y rugosidades de las paredes. Después, la lluvia, la contaminación, los orines de los borrachos, las marcas de los grafiteros y las grietas van agregando, con el paso del tiempo, una rara pátina que le da apariencias misteriosas a la reina de México. En estas metamorfosis callejeras de la virgen está muy presente el azar, combinado con el frustrado pero abnegado esfuerzo por repetir la imagen primigenia. De la imposibilidad de la repetición y de la fatalidad de la contingencia surge la imagen novedosa.
Acaso lo más sorprendente son las transformaciones de los ojos virginales. Con frecuencia dejan de contemplar modosamente al suelo y nos dirigen a la cara una mirada atrevida, triste, coqueta, curiosa o retadora. A veces la virgen cierra los ojos, o bien frunce el ceño y observa con sorpresa a los transeúntes. La boca sufre también cambios espectaculares y revela expresiones inquietantes. Rara vez mueve las manos: las mantiene juntas en su pecho, con ademán de plegaria. Pero de pronto abraza con ellas los pies de un Cristo en la cruz, tiende el brazo al paseante o señala a un Juan Diego arrodillado. Casi siempre está inclinada a su derecha, pero hay momentos en que traiciona a su modelo y voltea a la izquierda para sorprendernos. Como suele suceder en el arte popular, el artista renuncia a la perspectiva y a las proporciones, y a veces se le acaba la pared sin haber logrado dibujar el cuerpo entero de la mujer. Esta falta de cálculo genera la impresión de que la virgen está semienterrada en el suelo.
En ocasiones se advierte la influencia del arte de los calendarios ilustrados, son su colorido típicamente kitsch. Hay también vírgenes en un contexto obviamente inspirado en los cómics y en el arte mural de los chicanos, los cholos y las maras, realizados acaso por tribus urbanas de jóvenes que van y vienen de los Estados Unidos.
Las fotografías de Rafael López Castro dejan percibir fragmentos inquietantes del contorno urbano. No permite que el ambiente invada la atmósfera virginal y la desvirtúe, pero no lo ignora. Estas intromisiones son fundamentales y nos revelan la personalidad inquisitiva y juguetona del fotógrafo que sorprende a las vírgenes callejeras cuando ofrecen su amor comprensivo al atribulado caminante, al vendedor que pasa o a los niños que juegan. Entre autos estacionados, postes y cables de electricidad, anuncios comerciales, signos de tránsito y letreros con nombres de la calle, surge en la avenida o da la vuelta en la esquina la imagen de la mujer que cura las angustias. En la jungla urbana, la gran remediadora es a veces acompañada por el mismo Cristo, por Juan Diego o por personajes tan dispares como el obispo Zumárraga, Judas Tadeo o Jesús Malverde, el santo de los narcotraficantes.
Rafael López Castro retrata a la virgen siempre vestida del sol. Este es el secreto de su gran arte: la luz solar que baña la calle inunda a la virgen y la penetra. El sol la viste y no deja que ningún poro, pliego o gesto quede expuesto a la oscuridad. El sol absorbe, en las fotografías de Rafael López Castro, todos los dolores y los tormentos de la virgen que está a punto de parir. La luz solar que emana de la lente enfoca y fertiliza a la virgen sin violarla. La fotografía de Rafael López Castro es un acto de amor que mantiene la integridad del objeto de su deseo. Sólo de esta manera puede reinventar el fotógrafo el fervor popular expresado en las imágenes callejeras de la virgen de Guadalupe.
Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.