Me simpatizan los santos reyes que durante los primeros días de enero convierten a México en un país (aún más) excéntrico, poblado unos cuantos días por estos asombrosos disparates visuales. Encuentro curioso el amor popular y revolucionario a estos monarcas trashumantes y a todas luces extranjeros, multiraciales y multiculturales, encargados de iniciar a la niñez mexicana en la tolerancia y el internacionalismo.
¡Qué cantidad de niños criados en la idea de que el mundo está gobernado por estos reyezuelos, mezcla de hippies con ogros, con sus coronas de paspartú y sus cetros de alambrón, sus piradas pelucas de estropajo, sus ropajes fastuosos de merengue y popelina! Es una rara fabricación de la idea de lo “antiguo” y lo “exótico” que acaba endeudada, a la vez, con Delacroix y con Walt Disney. Y a eso hay que agregar su no menos fantástico zoológico portátil de elefantes y camellos de peluche, cartón o fibra de vidrio…
Recuerdo mi ingreso a las letras medievales españolas, cuando había que estudiar el remotísimo “Auto de los Reyes Magos”. Al encontrarse en el camino, uno de ellos le pregunta a otro “¿Sedes vos estrelero?”, es decir, astrólogo, que en tal calidad se les tenía, más que la de monarcas. Y los regalos que llevan al niño no lo son tanto, sino una especie de examen para advertir su talante: “Si fuera rey de tierra, el oro querrá;/ si omne mortal, la mirra tomará;/ si rey celestial estos dos deixará/ y tomará el incienso, que le pertenecerá”. ¿Cómo puedo acordarme de algo tan remoto?
De niño, mi abuela norteamericana nos leía un relato simpático sobre un cuarto Rey Mago. Lo busqué años más tarde. Era un relato episcopaliano y cursilón de un tal Henry van Dyke, que tuvo la buena idea de proponer a este mago que, lamentablemente, llega a Belén cuando la sagrada familia ya ha abandonado el portal.
¿Lo habrá leído Michel Tournier? Quizás alguien recuerde Gaspar, Melchor y Baltazar, hermosa novela de este que, para mi gusto, es el más grande escritor francés vivo. Como van Dyke, Tournier propuso a un cuarto rey mago caracterizado por la impuntualidad. Recuerdo –no sé qué tan bien– el argumento: Taor, rey de Bangalor, es un rey glotón que viaja con toda su corte, cargados de dulces de todo tipo. Cuando por fin llega a Belén, y no queda ya ni un pastorcito, jura encontrar al niño y rubrica la promesa organizando para los niños del rumbo un banquete de mazapanes, caramelos, pasteles y naranjas cristalizadas.
Siguiendo las huellas de Jesús comienza el desastre: su elefante se mete al Mar Muerto y se convierte en estatua de sal. Poco a poco, Taor pierde todo. Más tarde, en Sodoma, atestigua un juicio espeluznante: un hombre es condenado a trabajar 33 años en las minas de sal. En un arrebato de imitación de Cristo, Taor se ofrece a tomar el lugar del pobre hombre, que tiene hijos pequeños. Su caída es, ahora, absoluta: el rey del azúcar se ha convertido en un arenque humano enterrado vivo.
Pero Taor sobrevive. Pasados los 33 años, recupera su libertad y vaga por Galilea, obstinado con la idea de encontrar al hombre en que se habrá convertido aquel niño de Belén. Siguiendo pistas y acatando rumores lo persigue por todas partes pero siempre llega tarde. Un día se entera de que cenará esa noche en Jerusalém, con sus discípulos. Taor, desde luego, llega cuando la sala del banquete ya está vacía. Agotado, alcanza a tomar de la mesa un trozo de pan y un resto de vino, antes de morir… Sin saberlo -pero sabiéndolo a su manera- Taor ha comulgado la carne y la sangre del Cristo que nunca logró encontrar.
Así pues, el cuarto Rey Mago, el que siempre llega tarde, llegó esta vez adelantado: muere cuando Cristo no ha muerto aún y, por lo tanto, no puede ser salvado por su sacrificio en la cruz. Sin embargo hay que pensar que este anti-Tomás -que no vio a Cristo, pero nunca dudó- habrá merecido una dispensa. ¿Habrá logrado llegar a tiempo a las puertas del paraíso, entre el tumulto de ángeles y profetas, para ver la llegada triunfal del Cristo ascendido?
(Publicado previamente en El Universal)