El cine contra Nueva York

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Each man kills the thing he loves, escribe notoriamente Wilde en la Balada de la cárcel de Reading. Después de romperle la cara a Jared Leto –un tipo bello y rubio como un ángel de Rafael– en El club de la pelea (Fight Club, 1999, David Fincher), Edward Norton explica, lacónico: “Me dieron ganas de destruir algo hermoso.” En medio del incendio forestal, reflexiona Robinson Jeffers en su poema Fire on the Hill, hermoso era el horror de los venados. Esto es bien sabido: algo –que no es morbo–, algo que es un gozo de verdad, existe en presenciar la destrucción de cosas bellas. El cine, obsesivamente, vuelve sobre la demolición de una de sus obras más queridas y más hermosas: la ciudad de Nueva York.

Ya en 1933 el gran simio Kong desató su furia amorosa sobre Manhattan –destruyó un teatro, un convoy del metro, ascendió, encolerizado e inocente, el edificio Empire State (que había sido inaugurado apenas en 1931):

pero la ciudad –furiosa también– lo destruyó a él. King Kong es anterior, por una docena de importantísimos años, a la amenaza nuclear. Ésta trajo a la ciudad, tras una prueba de bombas en el Ártico, a El monstruo del mar (Beast from 20,000 fathoms, 1953, de Eugène Lourié, basado en una historia de Ray Bradbury), un dinosaurio que mató al menos a 180 personas, hirió a 1,500 y causó daños por 300 millones de dólares:

Más miedo nuclear: el que propició Invasion, USA (Alfred E. Green, 1952), en que la URSS detona una bomba atómica en el mero centro de Manhattan. Those damn commies! O la pavorosa Límite de seguridad (Fail Safe, 1964), de Sidney Lumet. En ella, la escalada armamentista termina donde parecía inevitable en aquellos tiempos terribles: Estados Unidos, por error, comanda un ataque nuclear sobre Moscú y el presidente (Henry Fonda, medio disfrazado de John F. Kennedy) debe compensar a su enemigo y ordenar la aplastamiento de Manhattan. He aquí la increíble tensión de los últimos seis minutos de la película:

http://www.youtube.com/watch?v=nmSrBXRUrls

(No es ninguna casualidad que también en 1964 Kubrick estrenara Doctor Insólito, enloquecido reverso de Fail-Safe cuyo gozoso desenlace no es la anulación de Nueva York sino del mundo entero.)

La invasión de Godzilla, en el lamentable remake de 1998, es igualmente producto de pruebas nucleares (esta vez, francesas en la Polinesia) pero el daño que recibe la ciudad es, sobre todo, colateral. Por ejemplo: helicópteros gringos que quieren derribar al atómico dragón destruyen, con pésima puntería, parte del edificio Chrysler. En cambio, la hecatombe que sigue al monstruo Cloverfield (Matt Reeves, 2008) y sus pimpollos –que pueden ser extraterrestres o no, jamás lo sabremos– del bajo Manhattan hasta Central Park no es error humano: es puro sanguinario sinsentido. Los humanos son capaces, apenas, de buscar la salida más rápida de la ciudad (no el puente de Brooklyn: el monstruo lo romperá como quien separa un Lego) y maravillarse ante el inmediato futuro de su propia muerte:

Si el monstruo de Cloverfield vino de otro planeta no fue, por supuesto, el primer extraterrestre que destruyó la ciudad. El grupo teatral/radial de Orson Welles emitió por CBS el 30 de octubre de 1938 una adaptación a “noticiero” de La guerra de los mundos de H.G. Wells. En ella un meteorito expulsado de Marte cae a la tierra –Van Nest Park, Grover’s Mill, Nueva Jersey–; acto seguido, el meteoro se revela como una nave espacial y ésta destruye a algunos testigos humanos con rayos calóricos. A través del río Hudson los marcianos invaden Nueva York, emitiendo gas venenoso, mientras los pobres humanos son diezmados como una plaga. Famosa y míticamente, el chiste de Halloween de Welles causó un pánico real en la ciudad, que de veras se imaginó sitiada por fuerzas alienígenas. (El programa, en todo su emocionante candor, puede oírse en Archive.org; la nota sobre el “pánico”, aparecida en el New York Times el lunes 31 de octubre de 1938, está acá.) Y antes que la nave tamaño ciudad obliterara el Empire State Building de El día de la independencia (Independence Day, 1996, del chambón Ronald Emmerich) vimos ovnis sobre Manhattan en Mars Attacks the World (1938, aprovechando el furor causado por Welles), La tierra contra los platillos voladores (Earth vs the Flying Saucers, 1956, de Fred F. Sears) o, en el mismo 1996, Marcianos al ataque (Mars attacks!), la última película divertida de Tim Burton.

El fin de Nueva York no ha estado libre de meteoritos: Armagedón (1998), del intratable Michael Bay, es actualmente la más conocida del grupo, que incluye Meteoro (Ronald Neame, 1979, con Sean Connery) e Impacto profundo (Deep Impact, 1998). En ésta, la sentimental directora Mimi Leder elaboró una pasmosa inundación de Manhattan:

que, a su vez, era una reconfección de la de Cuando los mundos chocan (When Worlds Collide, 1955):

y, para ir todavía más atrás, la de La destrucción del mundo (Deluge, 1933, el año de King Kong)

Nueva York no ha sido dispensada por el clima (la aburrida El día después de mañana, 2004, que también contiene una inundación casi total) ni por los terremotos (Aftershock: Earthequake New York, miniserie de 1999) ni por las epidemias (Soy leyenda, 2007) ni por el sitio tras un ataque terrorista (Contra el enemigo, 1998) ni por las cucarachas (Mimic, 1997) ni por la especulación que desató el principio del fin del mundo en 2008 (Inside Job, 2010, estrenada en el pasado Festival de Cine de Nueva York). Durante la gravísima crisis económica y social que cubrió el final de los sesenta, todos los setenta y el principio de los ochenta, e incluyó la práctica bancarrota de la ciudad, el famoso (aunque probablemente apócrifo) “drop dead” del presidente Ford, la caída de Charlotte Street en el Bronx Sur (cuando Jimmy Carter lo visitó en 1977 lo declaró el peor barrio de Estados Unidos), la destrucción de Nueva York en la imaginación popular provino de la conflagración de las minorías y de los criminales (que, según la creencia, eran más o menos lo mismo). En Escape de Nueva York (Escape from New York, 1981) John Carpenter propone una triste mutación: Manhattan, para 1997, ha sido convertida en prisión de altísima seguridad: con sus puentes minados, una muralla invencible sobre la costa de Jersey, campamentos del ejército alrededor de la isla y, heréticamente, la Estatua de la Libertad remozada como centro de control antifugas. La introducción de la película es desoladora:

El músico Karlheinz Stockhausen dijo del ataque del 11 de septiembre que era “la obra de arte más grande de todos los tiempos” (para una pequeña discusión sobre el asunto, ver Canon Fodder de Paul Schrader en Film Comment, pdf); en Fail-Safe un hombre ve en los monitores la formación de aeronaves hacia su macabro destino y dice “Qué hermoso”; ¿y quién puede decir que las imágenes de Manhattan sumergida en Inteligencia artificial (2001) no están entre lo más bello que ha filmado Spielberg? El cine quiere destruir Nueva York porque su caída es hermosa pero también porque sus habitantes gozan la anticipación de su renacimiento. El 30 de mayo de 1907 el New York Times reportó que el conocido profeta Horace Johnson, de Connecticut, predecía la destrucción de la isla de Manhattan por un terremoto para agosto de ese año. (El reporte está en Max Page: The City’s End, Yale, 2008.) El 4 de junio apareció una carta, que los editores titularon ‘Cannot Crush the New York Spirit’, en la que un habitante de Brooklyn declaraba que de poco importaban los avisos del “buen Horace”: los neoyorquinos se iban a aferrar a su isla maldita, su hundirían con ella; y tarde o temprano encontrarían otra gran piedra en el océano –en la cual también sería imposible cultivar comida– y alzarían sus puentes nuevamente, construirían sus túneles, volverían a padecer fuegos y pérdidas y muerte. La carta venía firmada, sin ironía, por El Espíritu de la Verdad.

Amén.

-Alonso Ruvalcaba

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Escritor. Autor de los cómics Gabriel en su laberinto y Una gran chica (2012)


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