Vasto reino de incertidumbre

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Con la excepción de Barack Obama, que llegó al poder bastante más tarde, es posible que ninguna figura política haya sido tan celebrada por el mimo internacional como lo ha sido Luis Ignacio Lula da Silva en la última década. Él –y, por extensión, el Brasil– se ha convertido en el epítome de una política tenida por imposible: aceptar y aprovechar las reglas del capitalismo liberal, a menudo tan imprevisibles y desconcertantes, y, a la vez, fomentar una política que ponga el acento en la redención, desde la dinámica del Estado, de los pobres. Una historia aleccionadora, moralmente virtuosa, políticamente ejemplar, y que mucho sorprende en una América Latina hasta apenas ayer polarizada entre una izquierda rabiosa y antiliberal y una derecha también rabiosa y antiliberal y que en el presente, y otra vez en rara coincidencia, juran una y otra por el modelo socialdemócrata. Una historia que otra apoteosis contribuye a magnificar: el arribo a la cima del poder de alguien ajeno a las élites, que abatió unas barreras hechas de tenacísimas resistencias. Un nuevo paradigma que acalla, y parece satisfacer, a tirios y troyanos. Y, en este contexto, todavía falta destacar otra novedad: Lula representó, en el imaginario nacional, lo mismo que en su momento representó Pelé: la coronación de un rey, primus inter pares. No hay que asombrarse de ese contrato regio. País que debe –sin traumatismos, por cierto– su existencia a Portugal, el Brasil es un imperio: vasto, diverso, apegado a la continuidad histórica y a un proyecto común que desde siempre aspira a cumplirse. De ahí que el éxito lulista no se base tan sólo en el prestigio del liderazgo o en la capacidad abarcadora de una integración social y una creciente conciencia ciudadana puestas en marcha a partir del periodo de la transición democrática; implica un re-conocimiento: una anagnórisis.

En octubre hay elecciones en el Brasil. ¿Qué sucederá con la herencia de gloria lulista? Lo primero que debe subrayarse es que Lula dejará un vacío. Su carisma, su simpatía, su popularidad, nunca desgastados por los feos y a menudo graves rasgos negativos (la megalomanía, el antiintelectualismo, el culto a la personalidad, la indulgencia ante la corrupción, las amistades peligrosas, el autoritarismo izquierdista) entrarán en un transitorio estado de suspensión y quizás acabarán por diluirse. Quien lo sustiya habrá de ingeniárselas para crear una nueva forma de vinculación con la sociedad. Tarea difícil, por supuesto. Por ejemplo: el éxito lulista fue lo bastante arrollador en sus dos mandatos que la oposición se expresó, si es que verdaderamente se expresó, con una timidez rayana en la inexistencia, incapaz de atacar a un presidente con un arraigo fuertísimo en la población. La única oposición sistemática ha sido la que ejercieron a rajatabla ciertos sectores de la prensa.

Ante el inminente octubre, Lula ha abierto dos líneas de acción complementarias. Por un lado, ya ha planteado las elecciones como un plebiscito sobre su propia figura y como una descalificación de quienes no suscriben una adhesión acrítica al modelo de éxito en curso. Una versión de aquella sentencia de hierro que reza que estás conmigo o estás en mi contra. El Partido de los Trabajadores ha aceptado con mansedumbre tal estrategia personalista. Por otro lado, y desde fecha muy temprana en el calendario político, destapó (la palabra, tan de retumbos mexicanos, es exacta) a Dilma Rousseff como su candidata a sucederlo, hasta ayer nomás ministra de la Casa Civil (Presidencia), nunca elegida a un cargo mediante la elección popular y cuyas señas de identidad se articulan en torno a su participación en la guerrilla que en los sesenta practicó la acción directa. A ella se procurará transferir los votos lulistas. A ella se ha empujado y favorecido, incluso en momentos críticos de su destino personal (hace unos meses debió enfrentarse con un cáncer), hasta una primerísima exposición nacional. Y fue ella, en un todo de acuerdo con los designios de her master’s voice, quien se despidió de su cargo oficial para dedicarse a la campaña con un significativo guiño electoral: “Até breve”. Dato curioso: en sus intervenciones públicas, y al menos en la impresión que ha recibido quien escribe estas líneas, Dilma no ha manifestado un interés especial por los pobres, similar al de Lula, y tampoco ha demostrado sentirse a gusto con los ricos. La pregunta sobre dónde acabará por situarse se antoja pertinente.

José Serra, el candidato de la oposición a las elecciones, integrante del PSDB (Partido de la Social Democracia Brasileña), es todo menos una persona políticamente inventada. De extracción social humilde y combatiente de la dictadura en los años de plomo, es un ejemplo típico de la mentalidad –exigencia, pujanza, eficacia– del estado de Sao Paulo en el que nació y del que fue Gobernador. Su actuación se volvió memorable cuando, siendo ministro de Salud en el gobierno del PSDB, se impuso a los intereses de las trasnacionales en la cuestión de las patentes de los retrovirales para tratar el sida. Se resistió a adentrarse en la campaña antes de tiempo, como lo quería el oficialismo en una maniobra táctica que fiaba en decisiones apresuradas y desgastantes, y una de sus pruebas de fuego será la selección de su vicepresidente una vez que Aécio Neves (el gobernador del estado de Minas Gerais, considerado decisivo en la votación general) parece haber declinado tal opción de modo definitivo. Si Dilma es fruto de la voluntad de Lula, y así lo deja entender en la medida en que esa identificación la beneficia, a Serra se le quiere homologar con el ex presidente Fernando Henrique Cardoso. En una ancha zona de la opinión pública brasileña se ha impuesto la idea –en puridad legítima– de que Lula y Cardoso proponen dos visiones diferentes del país. En todo caso, y hasta ahora, las encuestas informan de que Serra continúa encabezando la intención del voto para octubre a pesar de los notorios avances de su contrincante. Dos cuestiones serán centrales allí. Una: Serra (que eligió un lema de camapaña abarcador: “Vamos juntos, o Brasil pode mais”) y el PSDB deberán enfrentarse a una bonanza económica y a una autoestima nacional que, unidas, proponen un Brasil triunfante, y ya admirado y respetado, a punto de realizar el sueño de ser una presencia protagónica en el ámbito internacional. La otra cuestión: hablando desde la convicción socialdemócrata, Serra y su partido deberán demostrar al electorado que si bien los proyectos en liza presentan puntos de convergencia y no entrañanan un contraste violento entre las dos grandes formaciones, estas elecciones implican sin embargo un alto compromiso político. Se tratará de elegir entre ampliar el crédito a un oficialismo que lleva dos mandatos presidenciales, y que aquí y allá acusa pretensiones de volverse hegemónico, y una voluntad política que propone una alternancia que aspira a garantizar una andadura y un tono distintos para un Brasil rutilante y en ebullición.

– Danubio Torres Fierro

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(Rocha, Uruguay, 1947) es escritor y fue redactor de Plural. En 2007 publicó la antología Octavio Paz en España, 1937 (FCE).


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