“Loreliardi”

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Precedidos por la musiquita de trote asnal rematada por un remedo de ¡cucú! entraban en millones de pantallas cinematográficas de la matinée dominical, y de golpe en golpe, de caída en caída, de gag en gag, de película corta en película corta, Stan Laurel y Oliver Hardy iban formando para sus fans un solo personaje mítico: “Loreliardi”. Cada uno era el vaso comunicante, el violín o el arco, la tesis o la antítesis del otro. Su originalidad manifiesta dentro del gran cine cómico hollywoodense era no buscar la risa con el gag inesperado, sino, al contrario, con el gag reiterativo y gozosamente esperable. En sus filmes la acción se repite, se sucede a sí misma una y otra vez. Sabíamos que todo lo que Oliver proponga, Stan lo descompondrá, que ante una puerta Hardy reclamará pomposamente la prioridad del paso, que eso evitará al Flaco el resbalón, que la caída ineludiblemente le ocurrirá al Gordo, y que éste quedará tendido en el suelo, mirando hacia la cámara, y hacia nosotros, con un gesto dolorido y resignado mientras el amigo, como protegido por el albertiano Ángel Tonto, pondrá una culpable cara de inocencia.

Virtuosa del running gag, la pareja “Loreliardi” podía desplegar toda una comedia de veinte o treinta minutos sobre un solo número cómico apenas variado y en escalada. Un caso ejemplar: en una de sus obras maestras de dos rollos, The music box, de 1932, intentan subir una pianola hasta una casa situada arriba de una escalinata descomunal, y, como en una parodia del mito de Sísifo, obtendrán siempre el mismo resultado: la pianola, resonando como una enloquecida marimba, caerá escalón tras escalón hasta la calle para esperar allí que vuelvan a subirla.

Siempre bien intencionados, sus empresas derivaban en apoteosis de la destrucción progresiva, del caos cómico sublimado en cósmico. En las grescas con algún adverso personaje procedían según el imperecedero precepto de “ojo por ojo, diente por diente”. Si un vecino le había causado algún daño a su casa, ellos replicaban con mayor estropicio a la casa del otro, y así sucesivamente. Cada filme loreliardiano era un gran gag hecho de gags, un poema del desastre del cual surgía una especie de bonachona poesía nihilista. (“Todo ángel es terrible”, me informa el poeta Rainer María Rilke.) Y aunque fuesen temibles por su capacidad de destrucción eran el dueto comico más amado por los públicos de varias generaciones, porque se les consideraba los eternos niños que la adultez no había adulterado: Oliver era el Gordo fatuo que bonachonamente pretendía pasarse de listo y a veces se ponía regañón; Laurel era el Flaco tímido y tierno que hacía pucheros y a veces se desataba en berrinches homéricos.

Oliver (1892-1957), con su redondez y con hermosa voz de barítono, y Laurel (1890-1965), formado, como Chaplin, en la escuela inglesa del teatro de variedades, se reunieron por primera vez en el cine silencioso y cruzarían triunfalmente hacia el cine sonoro. El público siempre los recibió con ese ¡ah! de agrado que aun hoy los acoge cuando aparecen en la pantalla del cineclub o de la televisión, pero en los largometrajes del final de su mutua carrera no fueron tan afortunados como en sus cortos. Las películas de larga duración, embarazadas con intrigas sentimentales, con algún tenor o soprano complementarios, con niñito o niñita conmovedores, con argumentos más o menos “lógicos”, con algún ocasional buen momento cómico, no les resultaban propicias. Desde las de los años cuarenta ya su decadencia era tristemente visible y causaban enternecida lástima.

En su época gloriosa, cuando por todo el mundo se les llamaba Crick y Crock, o Stanlio y Olio, o Gordo y Flaco, o Bucho y Estica, o Futu y Tuto, o Bobón y Bobito, habían recorrido todas las pantallas tras de su trotante rúbrica musical, enzarzándose en laberínticas discusiones bobas, intentando todos los oficios y todas las aventuras, tropezando una y otra vez en la misma piedra, destruyendo lenta y minuciosamente todas los coches, los pianos, las casas, las fastuosas cenas, el mundo alredededor. Y eran cada uno toda la humanidad para el otro, tenaces en el afán de triunfar contra el mundo adulto por la sola gracia de su difícil inocencia y por una buena voluntad y una paciencia tan torpes y tercas como temibles y gozables.

Cuando la televisión se acuerda de ellos, cuando resurgen del olvido como la delgada I y la obesa O, letras capitales del cine de la risa, los recibimos como a lejanos tíos tontos y adorables que esperábamos con un previo escalofrío gozoso que hicieran una barbaridad, que metieran los pies en la sopa, que se plantaran de cara sobre el merengue del pastelón, que se les cayera el helado en el escote de la gran dama pechugona, y, en fin, que en algún momento pasaran de ser ángeles a ser demonios y desatasen una catástrofe sin fin por el planeta o que Stan, improvisado albañil, dé un involuntario brochazo blanco en el lindo culito de una señorita que incautamente por ahí pasaba.

Y sobre todo yo les admiro que, como Don Quijote y Sancho, hayan creado una epopeya de la amistad indestructible, unidos en un bifronte personaje inmortal: “Loreliardi”.

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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